sábado, 20 de agosto de 2016

49. Despojos y más despojos. Y entre tanto, un adiós.

   Podría rondar el mediodía cuando un astuto pero escuálido zorro, que se empleaba a fondo en hallar el rastro de una escurridiza liebre, fue espantado por el inesperado y brusco agitar de unos matorrales, lo que le llevó a descubrir quién era el autor de ese mal olor que venía soportando desde hacía un buen rato, y que le había nublado momentáneamente los sentidos conforme más se acercaba a su origen, echando a perder el trabajo de toda la mañana, para infinita desgracia de su vacío estómago. Mientras huía, cosa que hizo con el rabo entre las piernas, como es costumbre entre los de su especie, el animal intuyó que, quizás, no le quedaban demasiadas oportunidades para saciar su apetito antes de derrumbarse para siempre, pues su otrora infalible olfato empezaba a dar claros signos de debilidad, lo que no le auguraba un prometedor futuro. ¿Cómo sino explicar aquel desafortunado incidente? En otros tiempos más felices, habría detectado con relativa facilidad que había alguien más, aparte de él mismo y su presa, en las inmediaciones, incluso se aventuraría a adivinar lo que ese tercer individuo, fuese lo que fuese, estaría haciendo y cuáles eran sus pretensiones, sin embargo, las cosas cambian, y en su caso, no parecían ir a mejor.   Ajeno al desastre que acababa de provocar, Sigfrido salió de entre la maleza y se dirigió al lugar donde, junto a Cornelio, acampaba desde hacía días. Se trataba de una pequeña gruta con la que se toparon durante una de las muchas exploraciones que habían llevado a cabo en la inmensa colina donde decidieran posarse —pues habían llegado allí a lomos de sus escobas mágicas— para tratar de aclarar posturas tras ser testigos de la batalla en la que las tropas de Eliseo Portebrillante fueron masacradas hasta el último hombre. Aquello no sirvió de mucho, pues estaban lejos de confiar el uno en el otro, aunque sí que mejoró ligeramente la relación entre ambos, que estaba lejos de ser cordial.

   Al llegar junto a un pronunciado accidente del terreno, el joven retiró unas ramas que servían de camuflaje a la entrada de la cueva y penetró en la misma, siendo recibido por el estimulante olor de la carne asada que Cornelio, en cuclillas y de espaldas a él, preparaba al rescoldo de las brasas en un apartado rincón de lo que habían acordado llamar hogar.

—Es un alivio saber que eres tú por el sonido de tus pasos y no por el insoportable hedor que desprendías hasta no hace mucho —dijo el anciano en tono jocoso, ni siquiera se volvió para mirarlo.

   Sigfrido suspiró, consideraba que aquella broma comenzaba a pesar demasiado.

—Sí, fue una suerte que encontrásemos ese río de aguas claras donde pude lavar este maldito disfraz de bruja —se limitó a decir.

—Aguas claras, sí, aunque se oscurecieron lo suyo en cuanto tú y ese vestido que llevas os sumergisteis en ellas. Me pregunto cuántos peces, ranas y demás bichos morirían entonces debido a la contaminación a la que fueron sometidos —rió Cornelio, que, ahora sí, miró al recién llegado—. Supongo que te habrás alejado para desahogarte, tal como acordamos.

   Sigfrido se sentó en un extremo, apoyando la espalda en la desigual pared, en la parte de la misma donde menos molestias le pareció que sentiría.

—Sí, me he ido bien lejos —respondió sin demasiado ánimo—. Sería una desafortunada casualidad que algo que se dedicase a oler mis despojos llegase hasta aquí.

   Cornelio señaló su hacha con aire amenazador.

—En ese caso, no tendría más remedio que echar mano de esta preciosidad, y ya sabes qué podría pasar si intuyo que exista la más mínima intencionalidad por tu parte en que eso ocurra.

—¡No seas absurdo! —protestó el joven, que, recordando algo de repente, buscó agitado con la mirada, aunque nada vio—. ¿Y el libro de hechizos?

   Hubo un momento de silencio antes de que Cornelio hablase.

—¿Con qué crees que he encendido el fuego, acaso? No tenía nada con lo que prender una mísera llama, así que no tuve alternativa; era el libro o comernos esta deliciosa carne de murciélago cruda. Creo que el sacrificio bien merece la pena, si me permites opinar.

   Sigfrido se levantó de un salto y fue hasta el lugar donde se encontraba Cornelio, dirigió entonces sus incrédulos ojos hacia los restos de la hoguera, los cuales, aún mostrando signos de vida, estuvo a punto de remover con las manos, a pesar de poner en peligro con ello la integridad de la carne, ya casi hecha. La idea de estropear el almuerzo y de no obtener más que una fea quemadura le hizo desistir.

—¡No puedo creer que hayas quemado el grimorio, viejo loco! —exclamó conmocionado.

   Cornelio rió animadamente.

—Y yo no puedo creer que hayas tragado el anzuelo tan fácilmente —el viejo señaló hacia un rincón, donde descansaba el negro volumen, al cual habían dedicado, cada día, un tiempo de estudio, tratando, cada uno, que el otro no se beneficiase de más minutos bajo ninguna circunstancia, algo que fue motivo de varias disputas del todo innecesarias de haberse mostrado ambos razonables.

   Sigfrido suspiró visiblemente aliviado.

—Ya decía yo —murmuró más calmado.

—Dirías, tal vez, pero tu cara no parecía dispuesta a creer aquello que te decías a ti mismo, muchacho. Anda, siéntate de nuevo, que el momento de la pitanza ha llegado.

   Ambos comieron sin intercambiar impresiones, sufriendo, más que saboreando, la ingesta de aquella comida que, de haber podido, se habrían ahorrado sin la menor duda.

   Fue Cornelio el primero en retomar la palabra al inicio de la digestión, aprovechando que se veía con ánimos de hablar, tal vez mas de lo necesario, como acabaría descubriendo en breve, debido a ciertas influencias que escapaban a su control y que hallaban explicación en una tropelía protagonizada por aquél a quien se disponía a dirigirse, que en absoluto, esperaba el desarrollo de los acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse, y que acabarían por salpicarlos a ambos, aunque de distinto modo, como podrá verse.

—Hay un asunto sobre el que quisiera hablarte. Por algún extraño motivo, necesito saber tu opinión al respecto, pero hay una parte de mí que se niega a ello, aunque comienza a ceder, como prueba que esté diciendo algo tan desconcertante. Se trata del libro.

   Sigfrido torció el gesto en una maldisimulada mueca de sorpresa.

—El sabio y experimentado anciano pidiendo consejo al insensato e ingenuo joven sobre materia de erudición mágica. Haces que me sienta halagado —bromeó, empleando un inusual tono de voz, emulando la solemnidad de aquellos que, en días mejores, se dedicaban a dar lecciones filosóficas a quienes pudieran costearse las elevadas tarifas exigidas por éstos. “Tener acceso al conocimiento exige un esfuerzo de voluntad”, decían para justificarse mientras ofrecían la palma de la mano donde el aprendiz, o en su defecto sus padres o tutores legales, debían dejar la cantidad acordada; una pequeña fortuna en algunos casos.

—No vueles tan alto en tus pretensiones, amigo, si quisiera consejo serías tú el último en saberlo, y nunca jamás se me ocurriría acudir a ti, vacía fuente del saber, a no ser que quisiera suicidarme de una forma espantosamente ridícula y ser recordado por ello —dijo Cornelio con expresión dura—. Deberías abandonar de una vez ese absurdo teatro que te empeñas en protagonizar y en el que pretendes demostrar más valía de la que en realidad atesoras, lo que te acerca peligrosamente a un estado de imbecilidad tal que impide que veas con claridad lo patético que puedes llegar a ser en ocasiones. Ni siquiera estoy seguro de que comprendas la mitad de las cosas que trato de decirte.

   Sigfrido, sintiéndose humillado y un tanto conmocionado, dedicó una iracunda mirada a Cornelio.

—¿Por qué eres tan irritantemente odioso! —escupió dolorido.

—No esperaba decir eso, fue como si alguien tirase de las palabras hacia fuera, sin embargo, no creo que sea un secreto para ti el que no te vea capaz; de hecho, considero un misterio que sigas con vida. Muchos de los muertos que caminan fueron mucho mejor que tú mientras vivieron —el anciano suavizó el gesto tras un considerable esfuerzo—. Tendrás que perdonarme, te aseguro que no puedo controlar lo que digo. No sé si querrás continuar charlando conmigo después de esto.

   El joven refunfuñó por lo bajo brevemente antes de asentir con un gesto de la cabeza, resultaba evidente que luchaba por contenerse. Cornelio volvió a endurecer su mirada, entonces, y pareció disfrutar con la reacción de Sigfrido, aunque no dijo nada, no hasta acomodarse.

—El libro ha sido sometido ya a varias lecturas, en ellas incluyo también esas en las que, tanto tú como yo, haciéndonos el dormido y aprovechando que el otro duerme de veras, o al menos creyendo que así era, pues te vi en más de una ocasión yendo a hurtadillas, cosa que también debo reconocer haber hecho yo, nos hemos apoderados de él y, viéndonos a solas, nos hemos arrojado sobre sus páginas con las mismas ansias con las que un lobo hambriento devora a su desgraciada presa —Sigfrido quiso protestar en el momento en que era acusado de practicar la lectura del grimorio con alevosía y nocturnidad, sin embargo, comprendió al instante que sería una verdadera estupidez negar lo obvio, por lo que optó por continuar guardando silencio—. Con el paso de los días, mi comprensión sobre los párrafos que residen en su interior ha ido en aumento, de tal modo; que cada vez necesito menos tiempo para saber qué diablos dice aquello que esté leyendo. Este avance, tal como yo lo veo, viene acompañado de un curioso detalle; el peso del libro es cada vez menor, y dudo mucho que se deba a que mi masa muscular haya aumentado.

   Sigfrido enarcó las cejas, como si de repente cayera en la cuenta de algo.

—Sí, es cierto. Llegué a pensarlo una vez. No sé por qué no le di mayor importancia —dijo.

—Lo mismo me ocurrió a mí, pero me sobrecogió el hecho de que no fuese un pensamiento propio, sino una sutil orden por parte de esa misteriosa voz interior que con tanto esmero nos muestra el modo adecuado de pronunciar las extrañas palabras con las que fueron compuestas las frases que llenan el libro. “No desvíes tu atención en asuntos sin importancia”, me sugirió —explicó Cornelio—. Supongo que ya sabes cómo trata de buscar dentro de ti cada vez que abres sus páginas y posas tus ojos en ellas. Ofrece un conocimiento con el que nunca nadie pudo sino soñar, pero exige un pago a cambio. Siempre sospeché que esa presencia, por llamarla de algún modo, anhelaba abrirse paso hasta mis recuerdos, aun los más íntimos secretos.

—Sí, hemos hablado de esto otras veces, y tengo la misma sensación —concedió Sigfrido.

   Cornelio miró al muchacho con un inquietante brillo en los ojos.

—Desde esta mañana soy incapaz de recordar a mis padres —dejó escapar en una especie de lamento—. Lo peor es que no albergo ningún sentimiento de pérdida, tampoco de tristeza. Sé que es debido a esa cosa, lo que sea, que despierta siempre que me entrego al estudio del grueso volumen y penetra en mí hasta alcanzar, cada vez, mayor profundidad, pero mi deseo por seguir leyendo, lejos de evaporarse, aumenta a cada momento que pasa —hubo un incómodo silencio—. Hay algo más; no sé cuánto tiempo podré soportar viéndote con él entre las manos, pues lo considero mío, aunque no lo sea desde un punto de vista ajeno a mí, y no deseo compartir sus incalculables tesoros contigo ni con ningún otro.

   El joven suspiró con gesto preocupado. "¿Qué está ocurriéndo?", pensó. "¿Qué es lo que ha fallado? ¿Qué he hecho mal?".

—Eso que dices no es muy tranquilizador —logró decir trabándose al hablar.

—No buscaba tranquilizarte, sino ser franco contigo, pero no por decisión propia, sino por imposición de algo que no logro entender. De buena gana te abriría la cabeza cada vez que te contemplo adorando esos textos, pero llegamos a un acuerdo que yo mismo propuse, y bien saben los dioses que trato de cumplir con mi palabra, sin embargo, me cuesta cada vez más calmar ese impulso salvaje, hoy es casi una necesidad. Y es por ello que, en este mismo momento, he decidido marcharme antes de llegar a un punto del que no pueda regresar, si es que me entiendes, pues, a pesar de todo, te tengo aprecio, tal vez no demasiado, pero no quisiera acabar hundiendo mi hacha en tu corazón, o en sitios peores.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —exclamó Sigfrido sobresaltado.

—Ni yo que lo esté diciendo, aunque bien que lo intento callar, lo que me hace pensar que has debido lanzar sobre mi algún hechizo que extreme la sinceridad, si es que eres capaz de algo así. Dime, Sigfrido, ¿cuándo hiciste tal cosa?

—Esta misma mañana, justo antes del amanecer —confesó el joven, un tanto consternado—. Encontré unos versos que parecían hablar sobre la confianza, o eso me pareció leer. No pretendía conocerlo todo sobre ti, sólo entender como podíamos llevarnos bien. Debí malinterpretar la lectura, me temo.

—¡Maldito entrometido! ¡Debería matarte ahora mismo! ¡Vaya forma más absurda de desvelar mis intenciones!

   En ese preciso instante, el tremendo retumbar de unos pesados pasos resonó en el exterior, interrumpiendo inesperadamente la singular conversación que estaba teniendo lugar en la pequeña caverna.

—¿Qué es eso? —inquirió sobresaltado el muchacho.

—No tengo la menor idea, pero parece enorme. Más nos vale callarnos —advirtió el anciano, que seguía siendo presa de indignación.

   Los pasos se acercaron hasta detenerse justo al lado de la entrada de la gruta, después, se dejó sentir un extraño sonido, producido, al parecer, por lo que debía ser una gigantesca tela al caer, que fue seguido al instante por una serie de enérgicos gemidos, lógicos de oír en alguien que realiza un esfuerzo que requiere cierta concentración.

   Cornelio y Sigfrido se miraron desconcertados un instante, tras el cual, el joven, siguiendo un inexplicable e insólito impulso, removió las ramas que ocultaban la guarida de ojos ajenos y, tras echar un rápido y apresurado vistazo del que nada sacó en claro a causa de las prisas, abandonó la seguridad de la covacha, topándose sorpresivamente con un par de enormes piernas desnudas del tamaño de varios hombres a lo ancho, muchos más a lo alto, que, en cuclillas, y con lo que debían ser unos pantalones bajados hasta los tobillos, sostenían un gigantesco cuerpo que, por fortuna, le daba la espalda. Atónito, Sigfrido fue siguiendo con la mirada el largo de aquellas zancas flexionadas, deteniendo su ocular exploración en unas dantescas nalgas que, estimuladas por el esfuerzo, daban paso a lo que se convertiría, sin lugar a dudas, en una de las peores experiencias vividas hasta el momento por el joven, que, de repente, encontró todo el sentido a la imagen que ante sí tenía, y que, combinada con aquellos gemidos causados por el esfuerzo que realizaba aquella colosal criatura humanoide, hacía presagiar un desenlace francamente desagradable.

   Demasiado tarde, pues, aunque se volvió a la velocidad del rayo con intención de correr hacia el lugar del que con tanta insensatez había salido, fue abatido por una nauseabunda lluvia de excrementos que, irremediablemente, lo cubrió de la cabeza a los pies, si se respeta el orden en que sus miembros sufrieron la impregna de aquellos malolientes despojos. Tal fue la terrible experiencia que, Sigfrido, quizás por una muestra de piedad por parte de los dioses, perdió el conocimiento casi de inmediato, lo que aprovechó Cornelio, que había sido testigo de todo, para hacerse con el oscuro libro de hechizos y, sobre su escoba, emprender un vuelo cuyo incierto destino tenía el principal propósito de alejarlo de allí y de su joven compañero, al que dedicó un pensamiento acerca de la extraña relación que parecía guardar éste con las heces, ya fuesen propias o ajenas, teniendo en cuenta lo acaecido desde que lo conociera días atrás.

   Así fue que Cornelio abandonó a Sigfrido en pos de convertirse en un poderoso brujo sin tener que compartir sus estudios sobre lo arcano con nadie, lo que, quizás, pueda verse más adelante, quedando nuestro particular protagonista, mientras tanto, sepultado bajo una montaña de estiércol.

   El gigante, ajeno a lo que ocurría a su espalda, tras sanear su trasero con ayuda de las ramas cuyo fin era camuflar la caverna que a los dos hombres sirviera de guarida, pues fue lo primero que encontró al alargar una de sus enormes manos sin prestar atención, tal como suele suceder con los de su clase, se ajustó los raídos pantalones y se marchó de allí a atender sus propios asuntos, que consistían principalmente en seguir sembrando el pánico allí donde fuera, aunque de vez en cuando debiera hacer un alto para dormir, comer, y aliviar sus tripas, tal como acababa de suceder.

   Unos curiosos ojos lo contemplaron todo desde la espesura, y su dueño sintió un irresistible deseo de acercarse a la inerte mano que sobresalía de la enorme boñiga.

   ¿Sería aquel el abominable final del desventurado Sigfrido Valorquebrado?

   Imagen tomada de http://racasderpgeduardoteixeira.blogspot.com.es/2010/09/gigantes-3d.html

miércoles, 10 de agosto de 2016

48. Huyendo del hogar.

  Epifanio Rostrocándido despertó con un terrible dolor de cabeza. Al principio, su desconcierto era tal que no sabía dónde se encontraba, sin embargo, los recuerdos no tardaron en acudir a su mente, y pronto, entre mudos quejidos, supo lo que había ocurrido. Aún en el suelo, rememoró el instante en que el gobernador, guiando un carro tirado por dos caballos, se detuvo ante la puerta y ofreció dinero, mucho, a todo el que quisiera marcharse con él. Considerándose a sí mismo un hombre recto y honorable, Epifanio, escandalizado por la desvergonzada propuesta del funcionario, se negó en redondo a desertar, todo lo contrario que sus compañeros, que no dudaron en aceptar el sucio trato que Herminio Bolsasinfin les brindaba.

—¡No me dejáis más alternativa que la de arrestaros a todos! —sentenció entonces, lo que provocó el estupor de los presentes, que estallaron en hilarantes carcajadas.

—¡Da gracias a que te tenemos aprecio, idiota! —exclamó uno de ellos al tiempo que le golpeaba en la cabeza desde detrás con el asta de la lanza, la cual yacía hecha añicos junto al dolorido Epifanio, al que le costó lo suyo rehacerse como mejor pudo.

   Sí, así fue como debió perder el sentido.

—¡Malditos canallas! —murmuró malhumorado.

   Ya en pie, el buen Epifanio se encaminó tambaleante hacia las puertas de la empalizada, que habían quedado abiertas de par en par. Trató de cerrarlas, pero la fuerza de un solo hombre era insuficiente para llevar a cabo tal cometido, por lo que tendría que pedir ayuda. Dada la urgencia del momento, cualquiera vería razonable pedir el auxilio de los vecinos que dormían, pero la idea de molestar no era en absoluto del agrado de Rostrocándido, que optó por dirigir sus pasos hacia la puerta sur, donde esperaba encontrar al resto de la guardia, pues la patrulla hacía días que no salía a hacer su ronda a causa de los extraños fenómenos que se daban en algunas calles una vez caía la noche, a la que, quizás, le quedaban minutos antes de dar paso al amanecer.

   En un lance del trayecto, el hombre, al que todavía no había abandonado del todo el desconcierto, tuvo el desatino de pisar el rabo de un perro que dormía al raso. El animal, aunque noble, luego de aullar afligido, se revolvió y propinó un rabioso mordisco en el pie causante de su inesperado tormento, tras lo cual, corrió a buscar otro lugar donde echarse y continuar con su reparador sueño. Epifanio, sorprendido por la rapidez con la que se había desarrollado el desafortunado incidente, reaccionó sin pensar tratando de dar una patada al cánido, la cual falló por mucho, lo que le llevó a caer con estrépito, yendo a parar su rostro a las turbias humedades de un charco que, por el olor, pudo identificar como orina, quién sabe si del mismo animal al que acababa de pisar.

   Amargado por tanta desgracia en tan poco tiempo, incapaz de comprender por qué los dioses se cebaban de esa forma con él, que tanto se esforzaba por ser una persona ejemplar, el alma de Epifanio se quebró en mil pedazos, liberando su gran pesar, tanto el reciente como el de ocasiones pasadas, que no era poco, con un estridente grito que sería digno de recordar hasta el fin de los tiempos. Algo así supuso un verdadero inconveniente para aquellos que dormían, pues significó el final de su descanso. Fueron muchos los que, ya despiertos, permanecieron con los ojos fijos en el techo, que debía seguir ahí, a pesar de la oscuridad, oyendo aquel interminable alarido, formidable para tratarse de la garganta de un hombre. “Cuánta ira contenida”, pensaron los más reflexivos, tan sólo unos pocos. “¡Maldito animal!”, fue el pensamiento más generalizado.

   En ocasiones, el berrinche era interrumpido por la falta de aire, pero continuaba en cuanto Epifanio lograba llenar sus pulmones, para desgracia de sus somnolientos oyentes. Sólo cuando el agotamiento se apoderó de él, cesó todo, quedando el culpable de tanto escándalo sumido en un estado anímico ciertamente preocupante, como si hubiese descendido al subsuelo de la tristeza, más abajo aun, si cabe.

   De repente, todo volvía a estar en silencio, y los ojos que hacía un instante se abrieran, volvieron a cerrarse, anhelando caer de nuevo en los brazos de Morfeo. Sin embargo, el destino había determinado que ya ningún Mediopedrero dormiría desde aquel momento sobre su lecho.

   No habiendo pasado más de dos minutos desde que se acabaron los gritos de Epifanio, el estridente sonido de unos cuernos quebró la recién instaurada calma, dando al traste con las esperanzas de todos de estirar el sueño hasta donde pudieran. Poco a poco, la calle fue abarrotándose de curiosos que, ahora sí, veían motivos para saciar su creciente curiosidad. Al gentío no tardaron en unírsele Crisanto y Nicodemo, a los que siguieron Alonso y la pequeña Lúcida, quienes se agarraban de la mano. Era común ver a la gente portando farolillos de aceite o velas con las que alumbrarse, ya que la oscuridad se resistía a marcharse.

—¡Ay de mí! ¡Qué mal estaré pagando hoy, que todo me sale mal! ¡Oídme! ¡Oídme todos! El gobernador huyó anoche con el tesoro por la puerta del norte, llevándose consigo a mis compañeros, que no dudaron en reducirme por querer detenerles en cumplimiento de mi deber. ¡Esos traidores vuelven ahora con un ejército comprado con el oro robado para aplastarnos! Hay que cerrar los portones de la empalizada antes de que entren y nos masacren —anunció Epifanio como enloquecido, entonces, se puso en pie y comenzó a correr en la dirección de la que partió al despertar, que, dicho sea de paso, era la misma de donde llegaba aquella fanfarria marcial, a la que ahora se unía el redoblar unos tambores.

   Tratándose de Rostrocándido, al que los Mediopedreros daban por alguien que jamás mentía, todos dieron por buena la historia por él contada. Algunos, los más jóvenes e impetuosos, se unieron al desquiciado centinela en su angustiada carrera, todo lo contrario que el resto, que prefirió avanzar a un ritmo más pausado, siguiendo la estela de aquéllos desconocidos que, guiados por un cauteloso Crisanto, encabezaban la marcha.

—¿No es ése el tal Panzagónica, el que vive solo en una casa a las afueras del pueblo? ¿Qué hace con esa gente? —oyó Nicodemo que decía alguien refiriéndose a su persona, algo que provocó en él sentimientos encontrados, pues la idea de ser reconocido y asaltado a preguntas le aterraba, por suerte, no se dio tal circunstancia.

   Una vez la empalizada estuvo a la vista, momento que coincidió con la llegada del amanecer y el obligado canto del gallo, que sonó un tanto apagado aquella agitada mañana debido al insistente toque de los cuernos, fue inevitable fijar la vista en las puertas de la misma, que, efectivamente, tal como anunciara Rostrocándido, permanecían abiertas, tanto, que bajo el arco tenía lugar una trifulca protagonizada por Epifanio y aquellos que con él marcharon, que hacían frente a una escuadra de lanceros que, en formación cerrada y las puntas de las armas mirando hacia delante, se empeñaban en hacerlos retroceder, aunque cuidando de no ocasionarles daño. Al otro lado de la vieja y descuidada muralla, varios centenares de soldados pertrechados para la batalla aguardaban formando largas hileras, por delante de éstos, un grupo de oficiales, reunidos en torno a un individuo que portaba una deslumbrante armadura plateada, parecían discutir animadamente sin quitar ojo de lo que sucedía en la refriega. Uno de ellos, al ver que llegaba gente, ordenó que cesara el sonido de los cuernos de inmediato, lo que dejó que todos oyesen la suerte de improperios que se dedicaban los involucrados en el pequeño enfrentamiento entre el grupo de lanceros avanzados y la banda comandada por Epifanio.

   Crisanto, sabiendo que la presencia de aquella hueste respondía al llamado que el propio gobernador hiciera al capitán de la misma y no a un intento de asalto, avanzó decidido hacia la puerta ordenando poner fin a las hostilidades, recibiendo la inestimable ayuda de Alonso, que apartaba por medio de la fuerza bruta a todo aquel que se ponía al alcance de sus grandes manos.

   Finalmente, se impuso la calma y se acordó celebrar un consejo extraordinario de manera inmediata allí mismo, delante de los congregados, donde fue expuesto todo lo que cada uno sabía, no quedando nada por contar en lo referente a cualquier cosa que pudiera parecer fuera de lo normal. Estuvieron de acuerdo en condenar los actos protagonizados por el gobernador y el grupo de desertores, que serían tratados como traidores en adelante, a no ser que existieran evidencias de lo contrario. Lo que más preocupaba era la proximidad de la hueste de muertos vivientes, que podría hacer su aparición de un momento a otro. “"Si no han llegado ya se debe a su falta de inteligencia, aunque diría que son dirigidos por un ser oscuro y malicioso. Yo mismo lo vi”, dijo Crisanto al referirse a aquella amenaza. Los habitantes de Mediapiedra, al ser conocedores de los peligros que se cernían sobre el lugar donde se desarrollaban sus vidas, vieron razonable la posibilidad de marcharse a otro lugar más seguro. “Después de todo, el pueblo ya está maldito, aunque aún se podía vivir aquí”, comentó alguien.

   Y así fue que, por unanimidad, con tanto dolor como alivio, los Mediopedreros optaron por el exilio, marchando a sus casas a recoger únicamente lo indispensable para afrontar un viaje que debía durar de dos a tres días, según se había previsto. Sin embargo, Eliseo Portebrillante, hombre de una arrogancia insoportable y de una valentía que, para muchos, rozaba la estupidez, entendiendo que debía ofrecer batalla a los muertos para dar así más tiempo en su inminente viaje a aquellas personas, decidió marchar hacia el sur, donde esperaba llegar a la cima de La Colina sin Nombre, donde formarían sus heroicos lanceros y lucharían hasta sufrir una horrible muerte a manos del diabólico enemigo, tal como ha sido contado con anterioridad en esta misma historia.

   Cuando ambos contingentes se separaban, uno, el que formaban las familias, marchando hacia septentrión, el otro, el que portaba las lanzas, buscando meridión, Lúcida echó la vista atrás, hacia el sur, preguntándose qué sería de Sigfrido.

   De súbito, desde el alto cielo les llegó la hilarante y enloquecedora carcajada de una anciana que parecía fuera de sí. Aunque no vieron nada, a todos les vino a la mente la historia que durante la asamblea narrara Nicodemo, en la que explicó con todo lujo de detalles cómo aquella bruja que trataba de raptarlo, una vez se vio envuelta por las llamas gracias a la acción de la intrépida hermana de Alonso, montó a horcajadas sobre su escoba y huyó surcando los aires bajo las estrellas. Pocos fueron los que no sintieron entonces un desagradable escalofrío.

Imagen tomada de https://lesenfantsdelapluie.wordpress.com