Amanecía. Sigfrido llevaba largo rato despierto y ahora contemplaba a la pequeña Lúcida, que aún dormía, aunque un tanto agitada. La había oído llamar a sus padres en sueños, también a su hermano, y no pudo evitar sentirse culpable. Quizás, si de algún modo hubiese logrado reunir más valor del que tenía, el bravo Alonso aún seguiría vivo. "O no", dijo una voz en su interior. "Ahora, bien podrias ser tú el muerto en lugar de él. Y lo sabes". Sí, desde luego que lo sabía.
Unas repentinas lágrimas brotaron en sus apenados ojos. Una de ellas, adelantándose a la otra, comenzó a recorrerle el rostro. No debía dejarla acabar su descenso. "¡Qué diablos!", exclamó para sí, como insuflandose ánimos, al tiempo que borraba esa brizna de sentimiento con un gesto de la mano. Sin embargo, aunque evitó derramar más lágrimas, se sintió terriblemente abatido.
Lúcida se removió inquieta. Despertaría de un momento a otro. Sigfrido, que no deseaba ser visto con el ánimo por los suelos, menos aún por una chiquilla, corrió a ocultarse entre la maleza.
—¿Por qué corres así? —preguntó la niña adormilada.
—Cuestiones personales. Batallas que todo hombre debe librar por sí mismo —respondió Sigfrido, tratando de que su voz sonara con total naturalidad.
—¿Te refieres a hacer pis?
Hubo un momento de silencio.
—¡Diablos! Sí. Eso mismo —respondió Sigfrido riendo nerviosamente. De pronto se sentía estúpido—. Esta mañana, mucho antes de que despertaras, inspeccioné los alrededores. De haberlo hecho anoche, posiblemente hubiésemos dormido entre cuatro paredes y un techo, pero el cansancio me pudo. Hay una casa un poco más allá.
—¿Una casa?
—Sí. Una casa.
Sigfrido se sentó frente a Lúcida, que todavía estaba tumbada. "Y si puedo, es allí donde pienso dejaros a ti y a las cadenas de sentimientos que pretenden hacerme cautivo", pensó. Y sonrió al imaginarse de nuevo libre y sin ataduras que pudiesen atormentarlo por más tiempo.
Cuando Lúcida estuvo dispuesta, Sigfrido emprendió el camino hacia la casa. Mientras caminaban, su mente viajó hasta la noche anterior, cuando, junto a Alonso, combatía a los muertos. Tardaría en olvidar aquella imagen en la que el valiente muchacho lo miraba agradecido, creyendo que iba a buscar a su hermana. El pobre era incapaz de entender que lo que sucedía en realidad era que lo abandonaba a su suerte. "Pero la buscaste. Es cierto que la buscaste, aunque sin demasiado entusiasmo", dijo su voz interior. "Y, aun así, he aquí que el caprichoso destino decide que mi camino y el de la susodicha se crucen, como si de ese modo pudiese redimir mis anteriores pecados y hallar la paz conmigo mismo. No, destino, me añades una pesada carga con ella, agobiante en exceso, que no veo el momento de soltar. Ya buscaré el modo de perdonarme, lo cual significará que continuo con vida, que es de lo que se trata; y, a juzgar por los últimos acontecimientos, el mundo parece que se ha transformado en un lugar donde, para vivir, hay que correr, y ya se sabe que se corre mejor cuanto menor sea el peso que se lleve encima. Prefiero poder huir y seguir vivo aunque me sienta como una rata, que no poder darme a la fuga como es debido por tener que tirar de una cría que no haría más que retrasarme y, por consiguiente, acabaría siendo la posible causa de mi muerte, por muy honorable que ésta fuese. ¿Quién quiere honor en esas condiciones? Hasta pasar hambre me parece mejor que servir de alimento para calmar el hambre de otros". Y así, discurriendo de aquel modo tan miserable y mezquino, ignorando que, tarde o temprano, su alma sería incapaz de soportar tanta suciedad, continuó Sigfrido caminando. Entonces, su cabeza abandonó sus reflexiones para, nuevamente, volver a la noche anterior, mientras se escabullía entre las tumbas con el único fin de salvarse a sí mismo y escuchaba cómo Alonso repartía golpes con una brutalidad desmedida. De hecho, supuso que cualquier otro enemigo en su sano juicio ya habría huido despavorido, pero los zombis no conocían ni el juicio ni el miedo, sólo el odio hacia los vivos. Y Alonso daba muestras de estar muy vivo.
Lo que sucedió tras la marcha de Sigfrido, lo que éste no supo y debió resolver emitiendo un juicio basado en su propia cobardía mientras se daba a la fuga, fue que, contra todo pronóstico, el gigante logró acabar con la veintena de muertos vivientes que lo acosaban sin sufrir un sólo rasguño. Incrédulo a la par que orgulloso, Alonso contempló los cuerpos destrozados de sus diabólicos enemigos, todos ellos amontonados a sus pies. Pero estaba de veras agotado, exhausto. Al verse al fin libre de amenazas, el muchacho se dejó caer sobre sus rodillas. Necesitaba descansar antes de ponerse en marcha. Entonces, sintió una terrible e insoportable presión en sus partes nobles que le produjo un horrible dolor. Mientras gritaba como no recordaba haberlo hecho antes, pudo ver que aquello respondía a la acción de uno de los muertos que creía abatido, que resultó no estar tan muerto como pareciera en un principio, y que se debió haber ido arrastrando hasta él como pudo hasta que, una vez alcanzada la distancia idónea, alargó el brazo, con tan mala fortuna, que fue a agarrar justo donde más duele. El zombi, con una voluntad irreductible, trató de acercar la boca a su presa con oscuras intenciones para con ella. Alonso, que seguía gritando horrorizado y enloquecido a causa del dolor y el horror, acabó por transformar aquel alarido en un agónico llanto, y fue entonces que, in extremis, logró reunir las pocas fuerzas que le restaban para asestar varios puñetazos, demoledores desde el primero al último, sobre la cabeza de la maléfica criatura, que acabó definitivamente muerta. Luego, con no poca repulsa y aprensión, retiró la mano que aferraba sus maltratadas intimidades y se dejó caer en el suelo, hecho un ovillo, entre lamentos. Había sobrevivido.
En ese mismo momento, en algún lugar, no muy lejos de allí, Sigfrido se había obligado a oír los gritos y los llantos de Alonso, dándolo erróneamente por muerto.
Ya durante la mañana, cuando hubieron andado un trecho, durante el cual, su guía y acompañante parecía sumido en sus propios pensamientos, que no debían ser muy alegres y coloridos, dada la oscuridad que asomaba a los ojos de éste, Lúcida pudo ver la casa de la que le hablara Sigfrido al despertar, sin embargo, había algo en ella que le hizo estremecerse de miedo.
Imagen extraída de www.lavozdelmuro.net Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.
Grande Alonso, que ha sobrevivido hasta ahora sin ayuda de nadie. ¡Un saludo!
ResponderEliminarUn titán entre titanes el tal Alonso. 🙂
Eliminar¡Un saludo!