Cuando Sigfrido abrió los ojos en mitad de la noche a causa de los golpes que recibía la puerta de su habitación, supuso que en cuanto abriera la misma estaría dejando pasar algún problema que acabaría lamentando profundamente. Sopesó la posibilidad de fingir su propia ausencia, pero la insistencia de quien quiera que fuese el que estuviera al otro lado le hizo saber que no serviría de nada. "Mi hija no ha vuelto aún", le dijo el posadero desesperado, creándole un compromiso que en absoluto deseaba afrontar, menos aún en aquellas horas, cuando un manto de impenetrable oscuridad lo cubría todo. Pero la situación empeoró aún más cuando le fue comunicado que el rastro de la chiquilla se perdía justo a la entrada de un cementerio cercano, donde, para más inri, habían sido visto algunos de esos malditos muertos vivientes de los que la gente no hacía más que hablar con una preocupación que iba en aumento a cada día que pasaba.—¿Cómo que hay un cementerio cerca? ¿Dónde y por qué no se me dijo a su debido tiempo? ¿Y quién diablos ha visto a esos malditos muertos vivientes por aquí? —preguntó atropelladamente Sigfrido, que comenzaba a sentir los desagradables efectos de un miedo al que apenas podía resistirse.
—En la arboleda que hay al otro lado del camino, junto al arroyo donde mi hija os encontró. Allí hay un cementerio donde son enterrados los habitantes de estos parajes cuando fallecen —respondió el posadero.
—¿Y qué hay de esos muertos?
El posadero carraspeó antes de hablar.
—He oído las voces alarmadas de algunos vecinos al pasar. Decían que unos seres monstruosos pululaban cerca del cementerio, junto a su humilde morada. Es una familia de leñadores. Fueron los que vieron a la niña al huir.
—¿Y cómo es que no fueron por ella?
—No puedo culparlos, al fin y al cabo no son más que leñadores y se trata de un asunto propio de héroes, si me entendéis.
¿Que si lo entendía? Desde luego que lo entendía. Demasiado bien. Por suerte, el imponente aunque corto de entendederas hijo del posadero acompañaría a Sigfrido por propia voluntad, a pesar de los esfuerzos de su madre por hacerle ver que sólo un estúpido haría tal cosa, lo que produjo un incómodo silencio entre los presentes. Pero el muchacho parecía dispuesto a ofrecer toda la ayuda posible al que todos allí daban equívocamente por un héroe de incontestable valor.
A Sigfrido, la idea de ir acompañado, aunque fuese por una especie de idiota, tal como veía a Alonso, lo consolaba más que la perspectiva de verse solo en aquella necrópolis habitada por muertos vivientes en busca de una niña que, de seguir aún con vida cuando diera con ella, si es que eso sucedía, tendría que dar muchas explicaciones acerca de esa costumbre suya de extraviarse en mitad de la noche mientras todos dormían.
Una sola cosa pidió al posadero y su mujer, la cual estaba muda por la angustia, toda la carne cruda que pudiesen reunir en la despensa, pues si eran ciertas las cosas que había escuchado sobre esos zombis, podría ser su única esperanza de salir ileso de la empresa que se disponía a acometer. Claro está, también cabía la posibilidad de escapar en cualquier dirección en cuanto le fuera posible, pero aún le quedaba un mínimo del sentido de la justicia, por decirlo de alguna manera, y se sentía en deuda con aquella chiquilla por haberlo llevado a la posada de sus padres, donde tan bien había sido tratado a costa de sus mentiras, mentiras que, dicho sea de paso, le estaban metiendo en un lío del que no sabía cómo salir airoso. Cuando los posaderos le hicieron entrega de la carne que pidió, se le ocurrió que también le vendrían muy a mano un carrete de hilo y una aguja, además de algo de melaza. "La más pegajosa que tengáis", les dijo al apenado matrimonio, que no tardó en revolver nuevamente entre sus pertenencias. Una vez satisfechas sus peticiones, Sigfrido se despidió de sus anfitriones y marchó junto al joven e imponente mozo de cuadras, que no parecía muy capaz de resolver aun las cuestiones más sencillas, no tardando ambos en internarse en la inquietante oscuridad con ayuda de unas prácticas antorchas que apenas iluminaban un estrecho diámetro en torno a ellos.
Una vez a las puertas del cementerio, Sigfrido buscó refugio entre unos árboles y convenció sin apenas esfuerzo al inocente muchacho para que se dejara embadurnar todo el cuerpo con la melaza que le dieran los padres de éste. A continuación, enhebró el hilo a la aguja y cosió toda la carne a lo largo y ancho de la indumentaria de Alonso Menteclara, que así se llamaba el joven —aunque alguien malintencionado lo había apodado Cortoperofornido, mote que, desgraciadamente, cobró gran fama entre la mayoría de parroquianos—, al tiempo que le aseguraba que estaba a punto de convertirse en uno de los más grandes héroes de la historia. Por supuesto, la operación le llevó varios minutos, tras los cuales, le dijo: "Ahora, entra ahí armando todo el jaleo que puedas y no te detengas por nada del mundo. No pares de correr veas lo que veas".
Y así fue como lo hizo el buen Alonso, todo buenas intenciones, correr hacia el camposanto y gritar como un descosido mientras empuñaba una antorcha en cada mano. No tardaron en oírse otras voces, lamentos que ponían la piel de gallina, que parecían responder al grito del muchacho. Sigfrido necesitó un tiempo hasta reunir el valor necesario y dar el primer paso hacia el cementerio. En la diestra empuñaba la vieja espada oxidada que le diera el posadero, en la zurda la antorcha de la que se valía para no quedarse a ciegas. En la distancia, Alonso dejó escapar un desgarrador grito de terror. "Hasta un estúpido sabe reconocer a la muerte cuando la ve", pensó Sigfrido sintiendo un escalofrío y, por qué no decirlo, también un poco de compasión por el muchacho.
Imagen extraída de www.shakkara.blogia.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.
¡¡Pero que ser más ruin es Sigfrido!!!!. Lo peor....es que seguro que hay muchísima gente como él...
ResponderEliminarDigamos que tiene un instinto algo oscurecido. ☺
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