Sigfrido avanzaba en la negrura con la lentitud propia de quien se dirige a un lugar al que en absoluto quiere llegar. Tenía el alma en vilo, y estaba atento a todo lo que pudiera acontecer, incluso a lo que su imaginación añadía a la ya de por sí nefasta realidad, lo que le costó más de un susto innecesario. "Eres un idiota, Sigfrido", se reprochaba a sí mismo cada vez que eso ocurría.
Fue entonces que las primeras lápidas asomaron a la débil luz de la antorcha, que apenas era capaz de alejar la oscuridad, y la visión de las mismas hizo que los enclenques cimientos sobre los que se edificaba la hombría de Sigfrido se estremecieran de un modo más que notable. Su respiración comenzó a volverse más pesada, y los latidos de su corazón se aceleraron hasta alcanzar una velocidad que escapa a toda comprensión. Quedó inmóvil, incapaz de dar un paso más, ya fuese hacia atrás o hacia delante, pues lo que veía bien que era preocupante. Había agujeros junto a algunas lápidas que llegaban hasta los propios ataúdes, cuyas cubiertas, ya podridas, habían sido rotas desde dentro, al parecer. Por más que miró, cosa que le llevó un gran esfuerzo, Sigfrido no logró encontrar restos de cadáveres en el interior de los mismos. Quizás por esto, comenzó a balbucear aun sin pretenderlo. Unos pasos lentos y pesados se oyeron tras él. Alguien o algo se acercaba. Un lastimoso gemido, algo similar a la queja de un moribundo que lleva demasiado tiempo a las puertas de la muerte, brotó de una garganta que no parecía de este mundo. Sigfrido sintió cómo se le erizaba la piel. Tal era su estado de nerviosismo que ni siquiera percibió el mal olor.
—¿Alonso? —logró murmurar a duras penas.
Una mano lo aferró desde detrás y dio un fuerte tirón de él. Sigfrido intentó librarse de aquel inesperado agarrón, pero fue incapaz de resistirse a una fuerza tan formidable, por lo que acabó en el suelo, a los pies de un ser abominable que lo contemplaba con unos ojos fríos como el hielo y que poseía un rostro descarnado y grotesco, que parecía haber salido de una horrible pesadilla. Entonces mostró sus fauces abiertas y las acercó a Sigfrido, que adivinó de inmediato que aquel horror no pretendía ni mucho menos susurrarle ningún secreto al oído, sino morder y tragar hasta el último trozo de carne de su cuerpo.
Un grito de puro terror como nunca antes se había oído por aquellos lares explotó en la garganta de Sigfrido. Ni siquiera una mujer, mucho menos un niño, habrían igualado un registro tan alto. De cantar en un coro, a pesar de ser hombre, no cabe duda de que Sigfrido habría pasado con facilidad, aun para los más cualificados expertos en la materia, por una muy digna soprano ligera.
Presa de los nervios, y a punto de serlo también de aquel monstruo, que en un momento más amable en el pasado debió ser un hombre, incluso buena persona, Sigfrido comenzó a golpear con brazos y piernas, olvidando que aún empuñaba la vieja espada oxidada en una mano y sostenía la antorcha en la otra. Al fin, en un movimiento afortunado, acertó a dar un par de mamporros que hicieron retroceder a aquella abominación, lo cual aprovechó para ponerse en pie y salir corriendo en cualquier dirección mientras no paraba de gritar, enloquecido por el terror más absoluto.
De súbito, una voz colérica se elevó desde alguna parte del cementerio; la del buen Alonso. Luego se oyó un fuerte golpe, y otro, y otro más. ¿Qué demonios estaba ocurriendo allí, donde quiera que fuese?
En algún lugar de la mente de Sigfrido volvió a brotar la débil llama de la cordura, y éste supuso que el fornido hijo del posadero, al que había dado por muerto, se debía estar defendiendo con uñas y dientes de aquellos monstruos. Alonso seguía vivo.
De repente, supo lo que tenía que hacer.
—¡Alonso! ¡Amigo mío! —gritó— ¡No desesperes, que ya voy!
Y así fue que Sigfrido dirigió sus pasos apresuradamente hacia el lugar de donde venían aquellos ruidos.
Imagen extraída de www.taringa.net Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.
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