Ocurrió hace muchos años, quizás demasiados, antes de que cierto brujo decidiera sembrar el terror en una tierra fértil de la que se había encaprichado y que era habitada por buena gente, y también por otros que aun siendo gente no eran tan buenos, que un impetuoso e insensato joven, aprovechando una repentina y cruenta guerra entre dos poderosos señores, que, aunque eran hermanos, también eran rivales que ansiaban gobernar en soledad la tierra que debieran administrar entre ambos —según los deseos de su difunto padre, mucho más razonable y magnánimo que ellos—, acabó alistándose en una de las facciones enfrentadas sin mostrar el menor interés por conocer la causa que en adelante defendería. Una decisión que en absoluto fue meditada un mínimo de tiempo y que respondía a un único fin; el de cubrirse de gloria hasta rozar el cielo en la mayor brevedad posible.
Sigfrido, que así se llamaba el insensato joven protagonista de esta singular historia; de complexión atlética y más bien alto aunque no demasiado, con un rostro pálido ligeramente atractivo —si era juzgado con dulzura— donde convivían unos tristes ojos azules y una pintoresca perilla entre rubia y pelirroja, tal como era su encrespado cabello, apenas recibió una instrucción adecuada que le enseñara a manejar la espada y a embrazar el escudo con un mínimo de competencia. Pero, además de las armas, que no resultaron demasiado vistosas a su entender, que era más bien poco por no decir nada, había recibido un reluciente yelmo, una cota de mallas y un hermoso blasón que lucir en el pecho, y eso le pareció más que suficiente para creer que el mundo caería rendido a sus pies en cuanto se lo propusiera.
¿Qué pensarían sus padres si pudiesen verlo así vestido, como un valeroso guerrero armado hasta los dientes? De buena gana volvería a la humilde granja que éstos regentaban con gran esfuerzo y les haría saber lo que uno de sus hijos, el más pequeño y, según ellos, también el más irresponsable y egoísta, además de vago y algún que otro calificativo más, había logrado en un corto periodo de tiempo. Sin embargo, aquello exigiría un coste, el de explicarles las causas que le llevaron a abandonar el hogar sin dar explicación alguna, aprovechando la cobertura que le brindaba la noche, lo que acabaría degenerando en una pelea verbal en la que su madre, como era costumbre, resultaría claramente victoriosa por saber esgrimir el mango de la sartén con una maestría difícil de igualar. Casi se vio de nuevo echando de comer a las gallinas, todas ellas famélicas, mientras soportaba cabizbajo las burlas de sus hermanos. “Y el gran guerrero regresa a casa”, le pareció escuchar a uno de ellos con sorna.
No, no volvería a la granja. Si su familia tenía que saber de él, lo haría a través de lo que los trovadores recitasen acerca de sus épicas hazañas, las que vendrían en el momento en que pusiese los pies en un campo de batalla.
Sí, sería admirado por todos, aun por sus enemigos.
Al fin, llegó el día en que el ejército al que pertenecía desde hacía relativamente poco emprendiera la marcha hacia el frente, siendo despedido con todos los honores por una multitud que, a pesar de los sonoros vítores, no parecía demasiado entusiasmada, un detalle éste que no escapó a los soldados más veteranos y recelosos, no así a Sigfrido, que se sintió henchido de felicidad y orgullo. "Volveremos victoriosos, sin duda", se dijo convencido para sus adentros.
Los primeros encontronazos con el enemigo apenas gozaron de importancia, no participando el batallón de Sigfrido en ninguna de aquellas escaramuzas, que consistían en asaltar pequeñas torres de vigilancia y alguna que otra hacienda que mereciera ser saqueada, sin encontrar apenas resistencia, pero al entusiasta soldado le llamaron la atención las heridas sufridas por los que habían caído bajo los golpes del rival y el modo en que éstos se quejaban a causa del dolor. Fue entonces que supo que no quería acabar así. En absoluto. Por nada del mundo. Y, aunque seguía anhelando la fama y la admiración, este desagradable descubrimiento cambió para siempre su romántica visión sobre la arriesgada vida que el ejército le ofrecía en tiempos de guerra, algo que no tardaría en comprobar por sí mismo antes de lo que sospechaba, para horror suyo.
Durante aquellos belicosos días, Sigfrido trabó una gran amistad, en absoluto verdadera por su parte, con un muchacho de noble corazón, que no de cuna, llamado Eladio Mentepoca, que, haciendo honor a su apellido, gozaba, por así decirlo, de escasa inteligencia. Eladio resultó ser un amigo de inquebrantable lealtad, al parecer, y ese rasgo gustaba sobremanera a Sigfrido, que se preocupó de, no sólo conservar la amistad de Mentepoca, sino de lograr también que éste lo considerara su mejor amigo por medio de descaradas adulaciones y otros interesados gestos que generaban extraños rumores entre el resto de la tropa, algo que a Sigfrido le traía sin cuidado, siempre y cuando su imagen no resultase deteriorada en exceso, pues sabía lo poco que gustaban aquellos que eran reconocidos como unos canallas aprovechados, entre los que sospechaba podría hallarse él mismo, al menos a ratos.
Al amanecer de cierto día cuya fecha nunca debió caer en el olvido, cosa que lamentablemente acabó sucediendo, los cuernos y las trompetas sonaron con un indiscutible aire marcial, siendo sus enérgicas notas acompañadas por un atronador redoble de tambores que cortaba la respiración a todo el que oyera la ensordecedora melodía resultante. El ejército en su totalidad era llamado a formar en orden de batalla con carácter de urgencia. Se rumoreaba que el enemigo, a través de una magistral maniobra envolvente, los había cogido por sorpresa y marchaba sobre ellos con una gran hueste que, animada ante la posibilidad de una fácil victoria, entonaba canciones en la que relataban con todo detalle las cosas horribles que pensaban hacer con las entrañas de los caídos una vez éstos fueran brutalmente abatidos, algo a lo que Sigfrido prestó oídos con terrorífico interés mientras contemplaba atónito el interminable mar de enemigos que cubría el horizonte, que cada vez se le antojaba más cercano.
Los sargentos arengaron a sus hombres, muchos de ellos presa de la más absoluta consternación, con frases donde se invocaba indiscriminadamente a la virilidad de cada individuo y se trataba de alejar cualquier acto de cobardía, lo que en realidad se traduce en querer vivir un día más. Pero Sigfrido, que sólo atendía a aquella calamidad que se les venía encima, ni siquiera oía las órdenes de sus esforzados superiores. De hecho, no podía dejar de imaginar el horrible sufrimiento que debía producir el ser atravesado por una sola de aquellas relucientes lanzas que con tanta determinación empuñaban los lanceros contrarios, cada vez más cerca.
—¡Ponte en posición de una vez, estúpido! —le escupió un compañero de armas situado a su derecha; un hombre enclenque de nariz afilada y ojos saltones, que parecía a punto de estallar a causa del miedo, por más que lo disimulara—. Si dejamos una sola brecha entre nosotros el enemigo podría aprovecharla para destrozarnos en cuestión de minutos. ¡Cierra la formación!
Sigfrido, sin decir nada, puesto que no tenía nada que decir, siguió el consejo, casi orden, de aquel individuo, y se dejó llevar por la multitud armada de la que formaba parte, que trataba de afianzar la larga línea de batalla de la mejor forma posible.
Entonces, respondiendo a una serie de indicaciones emitidas a través de las graves voces de los cuernos, el cielo se oscureció debido al masivo intercambio de flechas al que ambos contingentes se sometieron sin mostrar el menor reparo, con las nefastas consecuencias que algo así conlleva.
Finalmente, el temido choque cuerpo a cuerpo tuvo lugar, resultando terriblemente cruento desde el inicio. Los gritos de agonía y las súplicas desesperadas se mezclaron con los de una rabia desmedida e incontrolable, al igual que la sangre y las entrañas de los heridos de los dos bandos. El metal chocaba con el metal, y cuando no era así, la carne de algún infeliz era traspasada y su cuerpo mutilado salvajemente, segando una vida para la que no habría un mañana, fuese o no soleado.
Al finalizar el combate, que para la inmensa mayoría de los participantes se hizo interminable, los muertos y los heridos se contaban por doquier, pero la maldita posición pudo ser defendida con un éxito relativo, en términos estratégicos. El enemigo, viendo muy diezmado su número, se retiraba, lo que provocó la alegría de los defensores, que se sintieron vencedores a pesar de las malas sensaciones del principio. Sin embargo, Sigfrido quedó mudo por el espanto. Había salido ileso del enfrentamiento, pero, para vergüenza suya, también manchado los pantalones, por delante y por detrás, y una horrible sensación de miedo, un miedo insoportable, se apoderó de él y de su maltrecho estómago, si es que eso es posible. De repente, no quería estar presente entre tantos cadáveres, sobre todo cuando la posibilidad de ser uno de ellos era disparatadamente elevada. Con el corazón encogido, Sigfrido buscó a Eladio con la mirada, que, aunque agotado, acompañaba los vítores de sus compañeros con el mismo o mayor entusiasmo que éstos. Había luchado bien, no como él, que apenas había sido capaz de sacar la cabeza de detrás del escudo desde que comenzara la contienda.
Decididamente, allí estaban todos locos, y debía marcharse cuanto antes, no le cabía la menor duda.
Los cuernos y las trompetas volvieron a sonar, luego lo hicieron los tambores, que llamaban, nuevamente, a la tropa a formar en orden de batalla. El señor, viendo la oportunidad que se le presentaba, quería contraatacar al enemigo ahora que éste se batía en retirada tras el infructuoso asalto. Y Sigfrido supo que el momento de partir había llegado. Se cuidó de situarse bien lejos de Eladio en la nueva formación, donde los ojos de éste no pudiesen verlo, pues su recién creado plan exigía la mayor discreción.
El ejército, lo que quedaba al menos, comenzó a marchar.
Sigfrido sintió cómo le temblaban las piernas.
Imagen tomada de www.miniaturasmilitaresalfonscanovas.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor.
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