A la sombra de un solitario y hermoso pino que coronaba la colina recién ascendida, toda ella salpicada de arbustos y matorrales de variadas especies, Lúcida y Sigfrido contemplaban en silencio la humilde casa que se alzaba a no demasiada distancia de donde se encontraban. Para llegar hasta allí, sería necesario descender de la elevación, lo que les dejaría a la vista de cualquiera que mirase en esa dirección. No tardaron en advertir la presencia de un niño que merodeaba por los alrededores de la vivienda, lo que daba a entender que el edificio debía estar habitado. Lúcida, lejos de tranquilizarse, seguía convencida de que la idea de aproximarse hasta aquel lugar les acarrearía una serie de graves problemas, al contrario que Sigfrido, que coqueteaba con la idea de haberle encontrado un nuevo hogar a la niña y quedar por fin libre de ataduras morales. Animado por su propio deseo, el joven echó a andar en dirección a la casa, seguido sin ninguna pasión por la niña, que guardaba sus pensamientos para sí.
Una vez estuvieron a pocos pasos de la vivienda, Sigfrido, temiendo asustar al chiquillo, que estaba de espaldas a ellos, trató de ocultar la vieja espada como pudo, algo que resultaría harto difícil dado el tamaño de la misma. Aun así, el aguerrido aspecto que le confería la cota de mallas que vestía bastaría para asustar a la mayoría de críos. Cuando creyó haber logrado su propósito, cosa que a Lúcida no se lo parecía en absoluto, dio algunos pasos más, siempre seguido muy de cerca por la niña, hasta detenerse a una distancia de dos metros del infante, que no daba muestras de haberse percatado de la presencia de extraños.
Sigfrido carraspeó, en un claro intento por llamar la atención del niño, pero éste permaneció inmóvil, con la vista fija en algún lugar de la casa, al parecer, la puerta.
Lúcida, siguiendo un impulso, se ocultó tras él.
—¡Buenos días! —saludó Sigfrido, tratando de usar un tono amistoso.
El niño se volvió para mirarlos, pero más que sorprendido, parecía ausente.
—¿Estás solo? ¿Dónde están tus padres? —preguntó Sigfrido.
El niño señaló en dirección a la casa con un gesto de la mano. Pero seguía sin decir palabra.
—Vámonos de aquí, por favor —suplicó Lúcida con la voz apagada.
Sigfrido dio un paso hacia delante, ignorando a la niña.
—¿Y cómo es que no están fuera trabajando la tierra? —insistió el joven, olvidando que la respuesta a aquella pregunta bien podría estar relacionada con los nefastos acontecimientos que asolaban la zona. Sin duda, las noticias relacionadas con muertos que volvían a la vida también habrían llegado hasta allí —. Os vais. Abandonáis lo poco que tenéis, ¿no es así?
—Mis padres no están bien —dijo el niño, que al fin se dignó a hablar—. Tampoco mis hermanos lo están.
Sigfrido retrocedió inconscientemente.
—¿Están enfermos? ¿Qué tienen?
El niño miró hacia la casa inexpresivo.
"Hace varias noches, mientras cenábamos lo poco que había sobrado del almuerzo, alguien llamó a la puerta; una mujer pálida ataviada de blanco, y que era hermosa como sólo ella podía serlo. Pidió cobijo y comida a mis padres, cosa que éstos, siendo bondadosos, no pudieron negarle. Así fue que entró en casa, y todos dimos un poco de la escasa comida a la que tocábamos para que esa mujer pudiese calmar el hambre. Nadie habló durante la cena, tras la cual, como es nuestra costumbre, nos echamos a dormir".
El niño calló un instante, durante el cual, Sigfrido pensó en la inusual forma de expresarse que éste tenía, siendo un modo más apropiado para de alguien de más edad y de una mejor posición social.
De súbito, el chiquillo volvió a hablar.
"Durante la noche, mientras mis padres y hermanos dormían, la mujer dejó su lugar y fue a tumbarse junto a mi padre, a quien comenzó a susurrar extrañas palabras en el oído. Entonces, se sentó a horcajadas sobre él y comenzó a moverse con lujuria desmedida. A pesar de la oscuridad, aunque no veía más que sombras entrelazadas, sabía que la mujer me miraba mientras sonreía maliciosa, satisfecha. Por alguna razón, podía verme como si fuese de día. Yo estaba aterrado, incapaz de nada mientras contemplaba la escena con horror. Luego se inclinó y besó en los labios a mi madre, también a mis hermanos. Y les hizo apretarse en torno a ella para que la colmaran de caricias mientras volvía a fijar su vista en mí, invitándome en silencio a que también yo acudiera a su lado.
Se marchó aquella misma noche.
Con la llegada del nuevo día, viendo que nadie se levantaba, abrí la puerta y las ventanas para dejar que la luz del sol entrará en el hogar, pero mis padres y hermanos, cuyo aspecto estaba muy desmejorado, me lo recriminaron con un desprecio al que no estaba acostumbrado. Querían permanecer en la oscuridad, lejos del sol, que, inexplicablemente, les quemaba y hacía sufrir. Tuve que encerrarme con ellos a oscuras y atender su repentina y extraña enfermedad. Conforme más se acercaba la noche más hambre tenían, pero no querían nada de lo poco que había en la pequeña despensa. Conforme pasaba el tiempo se iban mostrando más agresivos, hasta que, al fin, al caer la noche, a pesar de parecer más enfermos aun, lograron reunir fuerzas para levantarse y correr hacia mí, mordiendo mi carne y bebiendo mi sangre. Y así fue que dejé de ser lo que fui para pasar a ser lo que ahora soy".
Sigfrido, consternado, desvió un instante la mirada, tratando de asimilar la historia que acababa de escuchar. En otros tiempos la habría tomado por un mero cuento de viejas, ahora, sin embargo, no podía negar que el asunto bien podía ser cierto. Volvió la mirada hacia el lugar donde estaba el chico, pero éste ya no estaba. Se había esfumado.
—¿Dónde está? —preguntó alarmado.
—No lo sé, ha desaparecido —respondió Lúcida, con voz temblorosa.
—¡No es posible!
—Sí que lo es. Acaba de suceder delante nuestra. ¡Vámonos de aquí!
Sigfrido miró entonces hacia la puerta de la vieja casa, que permanecía cerrada, al igual que las ventanas. De repente, sintió la imperiosa necesidad de saber qué había en su interior, algo le decía que aquello respondía a un misterio cuya respuesta hallaría al otro lado de la puerta.
Desenvainó la espada oxidada y caminó con lentitud hacia la casa.
—¡No lo hagas! —exclamó la niña—. No lo hagas, por favor.
Sigfrido apoyó la mano en la puerta.
"¿Qué me ocurre, que de repente cedo a la curiosidad aun cuando el peligro se palpa en el aire?".
Empujó la puerta. Estaba atascada.
Imagen tomada de www.es.dreamstime.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.
Gracioso relato. esperaba otro descenlace.
ResponderEliminar¡Hasta yo me sorprendí de cómo acabó! ¡Gracias!
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