Siguiendo un extraño impulso que jamás antes había conocido, Sigfrido, inusualmente decidido a resolver aquel enigma, por así decirlo, dio un fuerte empellón a la puerta, aunque no obtuvo el menor resultado, pues ésta, a pesar de su descuidado y débil aspecto, no cedió un solo milímetro ante la presión de su dolorido hombro.
—¡Está bloqueada! —exclamó.
Lúcida, viendo que el joven parecía resuelto a seguir insistiendo, no pudo evitar ceder a su creciente inquietud, algo a lo que había contribuido enormemente el extraño incidente con aquel chiquillo, al que, cada vez más convencida, tomaba por una especie de fantasma.
—¡Vámonos de aquí! —suplicó agitada.
Sigfrido, que en ese momento caminaba hacia atrás sin perder de vista la dichosa puerta, asintió con la cabeza sin demasiada convicción.
—Una última vez —prometió—. Si no la abro en este envite, nos marcharemos para siempre.
A pesar de aparentar una entereza fuera de dudas, en su interior, Sigfrido era puro desconcierto. La mayor parte de él, por no decir toda, aquella a la que solía escuchar por ofrecerle los consejos que consideraba más sensatos, y que en aquella ocasión le recomendaba huir cuanto antes, lo hacía de un modo mas apagado que de costumbre, enmudecida por la acción de una voz acuciante que lo instaba a desvelar el misterio de la supuesta muerte del crío a manos de sus propios familiares, y el estado de éstos, que, según lo relatado, debía ser poco menos que el de unos seres monstruosos debido a una horrible maldición. Para llegar hasta la respuesta, debía abrir aquella puerta, y era justamente lo que trataba de hacer en contra de su voluntad, pues aunque su cerebro se oponía a seguir adelante, era incapaz de gobernar el resto de su cuerpo, que parecía rendido a la singular voz.
"¿Cómo que una última vez?", pensó para sí. "Ni siquiera debió haber una primera. ¿Qué diablos me sucede, que ni siquiera puedo decir lo que realmente pienso?".
De súbito, sus pies comenzaron a moverse a gran velocidad, lo que le haría ganar un gran impulso en ese último asalto contra la puerta. Ya a medio camino, mientras Lúcida asistía impotente a la brutal carga, Sigfrido pudo oír unas siniestras voces susurrantes en el interior de la casa, justo en la entrada de la misma, como aguardando maliciosamente su inminente llegada. El corazón le dio un vuelco, y fue tal el pánico que de él se adueñó, que aquella otra voz, la interior, se desvaneció repentinamente, devolviendo el control al yo desplazado, que se encontró tratando de tomar las riendas de un animal asustado que se dirige apresuradamente hacia la misma guarida del lobo, como si desease una pronta muerte. En un desesperado intento por evitar lo que ya parecía inevitable, Sigfrido trató de frenar su carrera acompañando la maniobra con un grito un tanto afeminado, pero, no siendo sencillo aquello que se proponía, fue a dar con todos los huesos en el suelo y comenzó a rodar con gran violencia, yendo a golpearse de bruces contra la parte baja de la puerta, con tan mala fortuna que, ésta, acabó abriéndose ligeramente, dejando escapar un hedor insoportable, y algo más.
Sigfrido, aún aturdido por el golpe, trató de recomponerse lo mejor que pudo. Se dio la vuelta con extremada lentitud, lo que le costó un considerable esfuerzo, y empezó a gatear en dirección a Lúcida, con la firme intención de marcharse de allí en cuanto recobrase algo de la dignidad perdida.
Sin embargo, sucedió algo terrible, algo que a punto estuvo de provocarle un colapso irreversible, pues sintió el desagradable tacto de una mano, fría como el hielo, que lo asía con fuerza por uno de los tobillos y tiraba de él hacia el interior de la casa. El asunto cobró mayor agitación cuando las voces susurrantes comenzaron a rugir excitadas cual leones que se reúnen en torno a la presa abatida antes de darse con ella un sangriento festín.
Sigfrido miró hacia atrás angustiado, alcanzando a ver cómo era sujetado por una especie de mano desfigurada, pálida hasta lo imposible, cuyos dedos acababan en garras afiladas como cuchillos cortantes. Desde las sombras, en el umbral, unos brillantes ojos rojos lo miraban llenos de un odio inhumano. Superado por los acontecimientos, el joven se retorció desesperado al tiempo que profería gritos de un pavor incontenible, pues, a pesar de sus esfuerzos, veía impotente cómo era arrastrado hacia dentro.
Pero aquella maligna mano aún sujetaba a Sigfrido lejos del cobijo que le otorgaba la oscuridad del interior de la casa, enfrentada al sol, que la dañaba con su luz, infringiendo graves quemaduras en la blanquecina piel. Los victoriosos rugidos no tardaron en mezclarse con algún quejido de dolor, y, finalmente, aquella mano fue retirada antes de llevar a cabo su cruel cometido. El muchacho, viéndose inesperadamente libre, dejó escapar una risa incrédula, pero no duró mucho su alegría, pues otra garra, idéntica a la anterior, asomó por la abertura y volvió a sujetar por la pierna a Sigfrido, que volvió a retorcerse entre gritos de desesperación.
Y así sucedió que, cada vez que el efecto del sol se volvía insoportable, las extremidades se retiraban a la sombra, siendo inmediatamente sustituidas por otras, que continuaban con la cruenta labor. Superado por los acontecimientos, Sigfrido rompió a llorar desconsolado al tiempo que hundía los dedos en la tierra, tratando de hallar algo firme donde agarrarse y resistir hasta que las fuerzas lo abandonasen.
De súbito, unas manos, distintas a aquellas que le aprisionaban la pierna, se apretaron en torno a una de las suyas y comenzaron a tirar hacia el lado contrario del que era arrastrado. Se trataba de Lúcida, que a pesar de no ser más que una chiquilla, concluyó ofrecer su ayuda a Sigfrido en aquel momento de urgente necesidad. El muchacho, al que había retornado la esperanza, luchó con ánimos renovados, llegando incluso a ganar algunos centímetros.
Desde el interior de la casa les llegó la agitación de aquellos seres infernales, que, viendo cómo se les escapaba la presa cuando ya casi la tenían, rugieron inquietos. Éstos, lejos de rendirse, parecía que hubieran decidido cooperar, pues fueron varias las garras que fueron expuestas al sol, ignorando el dolor que los rayos del dorado astro les infringía, agarrando a Sigfrido por ambas piernas y tirando de él con una fuerza irresistible, llegando incluso a arrastrar a Lúcida, que se negaba a soltar al aterrorizado muchacho. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, como entendiendo que se aproximaban a un final que bien podrían haber eludido de no haber cedido Sigfrido a la tentación de abrir la puerta de aquella casa, donde el chiquillo, o su espectro, les contase, antes de desvanecerse, que sus propios familiares, transformados en monstruos, le habían otorgado una horrenda muerte.
"No era yo quien pretendía entrar, no era yo del todo", pensó en decir Sigfrido, como disculpándose, pero no logró emitir palabra alguna, pues el sonido de unos apresurados pasos que se aproximaban a ellos desde detrás de Lúcida les hizo volverse, justo en el momento en que un furioso e iracundo grito de guerra se dejó sentir desde ese mismo lugar.
Alonso irrumpió con la fuerza de un mar encrespado, asestando tal golpe con su maza en la puerta que ésta se abrió de par en par, permitiendo el paso de los cálidos rayos del sol, condenando de ese modo al destierro a la sombra y la oscuridad que a ésta acompaña. El gigante hermano de Lúcida se preparó para asestar un segundo golpe, pero la imagen que ante sí vio lo dejó petrificado. Cuatro figuras humanoides; dos de ellas niños, a juzgar por su aspecto, las otras dos adultas, se cubrían el rostro con las manos en un desesperado intento por protegerse en vano de la luz del día, puesto que fueron envueltos por un repentino fuego cuyas llamas no se detuvieron hasta que, pasados unos segundos en los que dieron muestras de soportar un sufrimiento inenarrable, quedaron reducidos a un montón de cenizas.
Tras un momento de sobrecogedor silencio, Alonso y Lúcida se fundieron en un emotivo abrazo. Sigfrido, asombrado, contemplaba admirado al musculoso muchacho preguntándose cómo se las habría arreglado para salir con vida del desigual enfrentamiento que sostenía en el pequeño cementerio con una veintena de no muertos en el instante en que lo abandonó hacía dos noches. Sin embargo, fue aquella una cuestión que habría de esperar para ser resuelta, pues, tal como le sucediera el día de la batalla que significó su bautismo bélico, la misma en la que descubrió que en absoluto era un hombre de acción, su delicado vientre había cedido a la presión del momento, dejando salir todo lo que llevaba dentro.
Aliviado de seguir de una pieza, decidió aprovechar la efusividad del reencuentro entre hermanos para escabullirse en la casa y encontrar el modo de remediar aquel lamentable incidente escatológico, si es que era posible.
Imagen tomada de www.stutte.deviantart.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.
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