sábado, 30 de noviembre de 2024

3. Poniendo pies en polvorosa.


   Sigfrido corría con toda su alma, decidido a no detenerse hasta agotar sus fuerzas, pero no en la dirección donde estaba el enemigo, sino en la contraria, que es donde su instinto le decía que tendría más posibilidades de vivir, aunque sólo fuese un día más. La matanza que ocurría tras él no era precisamente de su agrado, menos aún la perspectiva de sufrir la desgracia de resultar herido o incluso muerto. Fue entonces, justo cuando tenía aquel pensamiento, que el fragor de la batalla alcanzaba su punto más álgido. Pero aquellos gritos que oía no eran como los típicos alaridos de guerra a los que empezaba a estar acostumbrado, llenos de brabuconadas que no servían más que para ocultar el miedo a ojos del enemigo y los propios compañeros. Parecían distintos. Había algo en ellos que ponían los vellos de punta. Curioso y alarmado a la vez, Sigfrido se detuvo para mirar, pero se encontraba a demasiada distancia como para ver y oír con claridad y poder hacerse una idea medianamente precisa de lo que debía estar sucediendo. No obstante, tuvo un mal presentimiento, así que se dejó llevar por el sentido común y volvió a correr en la misma dirección en la que había estado haciéndolo hasta entonces. No sabría decir cómo ni por qué, pero, de repente, sintió la imperiosa necesidad de mover las piernas con mayor rapidez de lo que ya lo hiciera antes. Por alguna razón, tuvo la firme impresión que lo que sucedía tras él tenía mucho que ver con el infierno.

   La clave de que la huida de Sigfrido tuviese éxito estuvo en sus pantalones, que habían sufrido las desagradables consecuencias de un vientre demasiado sensible a las fuertes emociones, como las que se habían dado lugar en el anterior choque. En cuanto se hubo iniciado el avance del ejército —con el propósito de infringir una derrota total al maltrecho enemigo—, en el momento en el que Sigfrido y sus compañeros de armas cerraron filas, el muchacho advirtió que los que se encontraban más cercanos a él trataban de no estar tan juntos, dedicándole evidentes gestos de asco y quejándose continuamente por el hedor que éste desprendía. "¿Qué le ha pasado a tus pantalones?", llegó a preguntarle alguien con descaro. Lejos de molestarse por la marginación que estaba sufriendo, algo que ya imaginó que ocurriría, la aceptó de buen grado, pues podría venirle bien a la hora de llevar a cabo sus propósito de huir. No sólo se alejaban de él los que tenía a ambos lados, tampoco querían tenerlo delante aquellos que iban detrás, lo cual era más que comprensible, por lo que éstos le adelantaron apresurádamente, relegándolo al último lugar, donde tampoco recibió una calurosa bienvenida por parte de los que marchaban en la retaguardia. "¿Cómo pretendes que luche con ese insoportable olor golpeándome continuamente en la nariz?", le escupió alguien con cara de pocos amigos. Así que, entre unos que no lo querían, y él, que tampoco estaba dispuesto a dejarse querer, la situación se fue desarrollando de tal modo que acabó por verse avanzando completamente solo, con todos delante y nadie detrás, lo que le ofrecía una magnífica oportunidad para poner pies en polvorosa. Pero debía andarse con ojo, alguien podría verlo y acusarlo de desertor, lo cual era cierto y sería bastante difícil de desmentir, así que andó despacio hacia atrás sin perder de vista lo que tenía delante, hasta llegar a la posición donde había tenido lugar la primera refriega, donde el suelo estaba cubierto de cadáveres. Allí, simulando ser abatido por una especie de flecha invisible, se dejó caer pesadamente. Una vez en el suelo, tomó toda la sangre y las entrañas que pudo de los muertos que yacían junto a él y cubrió su cuerpo con ellas, permaneciendo después inmóvil, al menos, hasta que lo considerara oportuno y decidiera que había llegado el momento de emprender la fuga. Cuando ya llevaba un buen rato tirado entre tanto cadáver, aguantando el impulso de espantar a las moscas, que cada vez acudían en mayor número atraídas por la masacre, al igual que los buitres, que ya empezaban a llenar el cielo con esos temidos círculos que suelen trazar justo antes de darse un banquete con los despojos de los que antes de morir estuvieron vivos, el ruido de unos pasos que se acercaban a la carrera puso en guardia a Sigfrido, que estuvo a punto de perder los nervios. "¿Qué demonios ocurre? ¿Por qué no habré tenido la precaución de tener bien cerca la espada? ¡Soy un estúpido!", se dijo. Y no le faltaba razón; si se trataba de alguna suerte de saqueadores, esos malditos sanguinarios sin escrúpulos, sus días estaban contados. 

—¡Sigfrido! —llamó una voz nerviosa, la de Eladio Mentepoca, su fiel amigo—. ¡Dime, Sigfrido! ¿Dónde estás?

   "¡Eladio!", pensó Sigfrido alterado. "¿Cómo diablos... ?"
—¡Sigfrido!
—Aquí, mi buen Eladio, amigo —dijo al fin Sigfrido, procurando emplear un tono de voz que sonara similar al que, según él, debería tener un moribundo.
—¿Dónde? —preguntó desesperado Eladio.
—Aquí —respondió Sigfrido levantando el brazo. "Aquí, justo a tu lado, mentecato, que casi me pisas la cabeza hace un instante", pensó fastidiado.
   Eladio bajó la mirada. Al ver a Sigfrido en el suelo, cubierto de sangre y vísceras, ahogó un grito de espanto.
—Te vi caer a lo lejos, alcanzado por una flecha, que por cierto no veo —dijo, empezando a llorar—. Tampoco veo heridas y sin embargo te han destrozado. ¿Cómo es posible? ¿Y qué hacías aquí, tan lejos del combate?
   Sigfrido tragó saliva antes de responder. ¡Diablos! ¿Cómo explicar aquello? 
—No sabría explicarlo —se sinceró. 
—¡Brujería! Esto debe ser obra de algún brujo —dijo Eladio, ingenuo—. ¿Qué es ese olor nauseabundo?
—Es el de la muerte, supongo, que ya viene a por mí —mintió Sigfrido, que sabía perfectamente que el hedor del que se quejaba su amigo manaba de sus propios pantalones—. Me muero, Eladio.
—Dicen que el sanador del campamento es muy bueno, te llevaré ante él y así te pondrás bien —propuso el leal amigo, con la candidez y la ilusión propias de un niño.
—Déjalo, Eladio, no te fuerces —susurró Sigfrido con voz débil, como si estuviese a punto de perder el conocimiento de un momento a otro.
   Eladio decidió hacer oídos sordos a las palabras de Sigfrido, dispuesto a tomarlo entre sus brazos y cargar con él hasta el fin del mundo si era preciso, aunque en realidad bastaría hasta dar con el barbero, que era la principal ocupación del sanador al que había hecho referencia. Sólo cuando Sigfrido se mostró malhumorado, algo que le sorprendió dado el lamentablemente estado en que suponía que estaba, decidió dejarlo tal como lo había encontrado.
—¡Quiero morir en paz! ¿Es mucho pedir? Ve allí y mata a todos cuanto puedas, si eso te hace sentir mejor. ¡Mata a ese brujo del que hablaste, si es que existe! Véngame.
   Eladio miro a Sigfrido con los ojos arrasados en lágrimas.
—Así lo haré, amigo. Vengaré tu muerte —dijo decidido. Y tomando el arma con fuerza corrió presto hacia el combate, donde, para desgracia suya, fue abatido por un formidable hachazo en el cráneo en cuanto hubo llegado a la refriega. Ni tan siquiera pudo lanzar su grito de batalla: "¡Por Sigfrido!", cosa que habría hecho con orgullo.
   Mientras tanto, el propio Sigfrido, que acababa de cambiar sus mancillados pantalones por los de un muerto que tenía una complexión similar a la suya, emprendía la huida a toda carrera con el convencimiento de que tratar de convencer a Eladio de que lo acompañara habría sido del todo inútil. "Al menos me recordará como a un valiente caído en la batalla", se consoló a sí mismo, tratando así de enterrar a base de mentiras la inequívoca sensación de haberse comportado como un perfecto traidor indigno de toda confianza.
   Aquellos acontecimientos no pasaron desapercibidos a una de las muchas deidades que eran adoradas por la gente de aquellos lares, que, adoptando una forma invisible, gustaba de bajar al mundo de los mortales y disfrutar del espectáculo que ofrecían las batalla que con tanta frecuencia éstos libraban. Amigo de las grandes gestas, no veía con buenos ojos los actos viles y traidores, de lo cual hubo, y mucho, en aquel combate tan singular. Para horror suyo, tuvo que contemplar, entre otras cosas, como un guerrero señalaba detrás de su oponente con falso gesto de asombro y, aprovechando que el muy estúpido se volvía para averiguar de qué trataba el asunto en cuestión, acabó descargando su maza sobre la cabeza del desgraciado, que acabó cayendo con estrépito. "¡Qué forma tan absurda de perder la vida. Y qué manera tan vil y traicionera de arrebatarla", pensó el dios consternado. También hubo quien aseguró pertenecer al bando amigo aun llevando los colores del contrario, algo que justificaban dando hábiles explicaciones sobre actos de espionajes que exigían ciertas licencias, como esa de cambiar el uniforme. "Todo por una causa justa", dijo uno de ellos, que aprovechó la relajación de sus descuidados oponentes, que acabaron creyendo estar en el mismo bando cuando no era así, para rajarles la garganta en cuanto éstos le dieron la espalda o miraban a otra parte. Y otros muchos casos, a cual más ruin y mezquino. Quizás por eso, hastiado de tanta mentira y bajeza de las que había sido testigo presencial, al ver lo sucedido entre Eladio y Sigfrido, y cómo el primero perdió la vida creyendo buscar justa venganza por la muerte de aquél al que creía su amigo, que no había hecho más que tejer una red de mentiras para huir como el maldito cobarde que era del campo de batalla, la deidad acabó tan enfurecida que, sin buscar el consenso de los otros dioses, decidió dar un duro escarmiento a la humanidad, a la que consideraba la cuna de tanto mal en el mundo. Fue así que bajó al reino de los muertos, donde habitan las almas de los fallecidos, y tomó al espíritu de Eladio. "Ve y deja que mi odio guíe tus pasos, que otros, legiones, te seguirán a ti. Busca tu justa venganza", le dijo. No contento con eso, viajó también hasta los confines del séptimo averno, donde abrió una especie de cofre —algo bastante similar a la caja de Pandora, quizás la misma— donde eran guardados todos los males, liberandolos así con instrucciones precisas de fastidiar todo lo posible tanto a hombres como a mujeres, sin ningún tipo de excepciones. Desde luego, lo que este dios iracundo acababa de hacer no era lo establecido por la ley que los propios dioses habían creado, por lo que sus hermanos, al conocer los hechos desencadenados por éste, lo detuvieron primero y ajusticiaron después; condenándolo a ser encerrado durante eones en una oscura celda de algún universo paralelo y lejano. Pero aquellos dioses, que estaban lejos de la perfección que le otorgaban sus fervientes seguidores, no tardaron en pensar que, en el fondo, el cautivo tenía sobrados motivos para enojarse con los hombres, así que, por unanimidad, decidieron liberarlo y celebrar el feliz reencuentro con un gran banquete, donde no faltaron ni el vino, ni las hermosas doncellas para ellos, ni los viriles gimnastas para ellas, como es costumbre entre los dioses cada vez que festejan algo. De hecho, todos concluyeron que, quizás, habían tardado mucho en castigar a la humanidad, que hacía bastante tiempo venía mereciendo un escarmiento. "Todos abrimos contigo esa caja que guarda los males, hermano", proclamó uno de ellos alzando su copa, proponiendo así un brindis que fue aceptado con agrado por la totalidad de los presentes.  
   Mientras tanto, el espíritu de Eladio retornó a su cuerpo, que para asombro de todos volvió a la vida entre gemidos y lamentos imposibles. Se abrazó con fiereza al soldado que tenía más cerca, que lo miraba atontado sin saber qué hacer ni qué decir, y al que mordió en la garganta con una ferocidad difícil de describir. Ante una escena como aquella, tan desagradable como inesperada incluso en medio de una batalla, muchos, los que pudieron ver lo que ocurría, quedaron pasmados, otros, los más avispados, huyeron gritando como posesos. Eladio, o lo que antes fuera él, una vez acabado el cruel trabajo que iniciara hacía un momento, con la boca aún bañada en sangre, agarró a otro soldado, al que aplicó la misma medicina que al anterior, que, por cierto, comenzaba ya a moverse en busca de un corazón vivo al que obligar a dejar de latir a base de golpes y mordiscos, tal era la terrible maldición que empezaba a tomar forma. Y así fue como los soldados de ambos bandos dejaron de luchar entre sí para enfrentarse a aquellos monstruos salidos del mismísimo infierno. Lucharon como jabatos, lanzando gritos donde se mezclaban el miedo y el arrojo —que fue el clamor que provocó que Sigfrido se volviera mientras huía, justo cuando tuvo el mal presentimiento que le puso los vellos de punta—, pero no había forma de acabar con esos engendros diabólicos. Tal vez, si hubiesen estado más atentos y menos aterrorizados, lo cual no debe ser fácil en una situación como aquella, habrían descubierto que cuando aquellos monstruos eran golpeados en la cabeza con la suficiente fuerza no volvían a levantarse, pero no fue así, por lo que todos acabaron siendo mordidos y, por consiguiente, abatidos y maldecidos.
   Sigfrido corrió tanto como pudo, apenas se detuvo a descansar. Al llegar a orillas de un pequeño arroyo de aguas claras, sus fuerzas lo abandonaron. Sólo pudo refrescar su cara y calmar la sed. Luego, cayó en un inquieto sueño que duró horas. Un gemido lo despertó en mitad de la noche, una niña, que avanzaba con torpeza hacia él con los brazos extendidos.

   Imagen tomada de www.amodelcastillo.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.