Sigfrido tenía serios problemas para mantener el ritmo impuesto por Cornelio. La culpa, o al menos así lo veía él, era de aquel maldito vestido, que parecía decidido a hacerle tropezar a cada pocos pasos. ¿Cómo era posible que aquel anciano no hubiese experimentado el más mínimo contratiempo desde que iniciaran la marcha? A priori, un hombre joven como él debería mostrar mayor destreza y agilidad que un viejo, pero no era así, y aquello indignaba a Sigfrido de tal modo que incluso sentía vergüenza de sí mismo.—Te noto cansado, mi buen Cornelio —dijo con disimulada preocupación—. Quizás prefieras detenerte y descansar.
—¿Cómo sabes cuán cansado estoy? No recuerdo haberme quejado aún, cosa que tú sí has hecho, continuamente, por cierto.
—Tu caminar ha perdido vigor de un tiempo a esta parte —insistió Sigfrido, fingiendo no dar importancia a la observación de Cornelio con respecto a su conducta, cosa que en realidad sí había hecho.
—Justo desde que el camino asciende, muchacho. ¿Pretendes que marche igual de ligero en una pendiente que en un llano cualquiera, o en un suave descenso? —el viejo dejó escapar un suspiro—. Chico, hay que saber dosificar las fuerzas.
—Me alegra saber que te encuentras bien. Sólo me preocupaba por ti. ¿Te imaginas que de repente apareciera una de esas hordas de muertos que no están muertos del todo? Si te pillasen justo de fuerzas, no quiero ni pensarlo.
Hubo un instante, tras las palabras de Sigfrido, en el que sólo se oyeron las pisadas de ambos. El joven supo que había dado en la diana, al fin.
—Yo te diré qué pasaría —empezó a hablar Cornelio, empleando un tono que no acabó de gustar al joven—. En el supuesto caso de que nos viésemos desbordados por un grupo de esa escoria inmunda, cosa que espero evitar con estos disfraces de bruja, no te perderé de vista un solo segundo. Si intuyo el más mínimo intento de abandono por tu parte, cosa que mi intuición no para de advertirme que es lo que harías, te arrojaré el hacha a las piernas sin dudar un instante.
—¿A las piernas? —preguntó Sigfrido incómodo, que creía más que capaz a Cornelio de cumplir aquella amenaza—. No lograrías matarme así.
—No, no lo haría, pero tampoco podrías caminar.
—¿Y qué sentido tendría? —volvió a preguntar Sigfrido, que se temía una respuesta bastante desagradable.
—Sería maravilloso ver cómo te devoran mientras gritas aterrorizado, después de haber acariciado la salvación.
—Pero también tú morirías a base de mordiscos —repuso el joven, entre enojado y alarmado.
—Cierto, pero tu sufrimiento serviría de impagable alivio al mío —dijo Cornelio, que dedicó a su compañero de viaje una maliciosa sonrisa.
—Una advertencia la tuya bastante inquietante, pero en el caso de que nos atacasen unos zombis y yo aprovechase una supuesta debilidad tuya para huir, cosa que me ofende que pienses, y mucho, tendrías que acertarme con tu hacha, y eso no es algo sencillo, mi desconfiado amigo —dijo Sigfrido, que usó una entonación muy apropiada para alguien que siente que lo ponen en entredicho, lo cual estaba lejos del sentimiento de “¡rayos, me ha descubierto!”, que realmente padecía.
—¿Cómo te atreves a llamarlo advertencia? ¡Es una amenaza en toda regla, jovencito! —Cornelio tomó el hacha con la diestra, luego se detuvo y miró a su alrededor—. ¿Ves ese saltamontes que hay en el tronco de ahí? —dijo resuelto, señalando hacia un árbol.
—Veo un árbol entre muchos, y no estoy seguro de a cuál de ellos te refieres. Pero no veo ningún saltamontes.
Cornelio negó con la cabeza, tras lo cual, cargó el brazo y lanzó el hacha con decisión y consumada habilidad. Ésta fue a clavarse con extraordinaria firmeza en uno de los troncos que tenían enfrente. Aquello bastó a Sigfrido para hacerse una idea aproximada de lo que el enérgico anciano podía hacer con aquel arma. Al percatarse de que Cornelio le hacía señas de que lo acompañara a recoger el hacha y comprobar así los resultados de su lanzamiento, marchó con él hasta el árbol. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que, en efecto, había un saltamontes posado en la corteza, y que el desgraciado insecto acababa de ser seccionado por obra y gracia de Cornelio, que además de una puntería sobresaliente, demostró tener un sentido de la vista que ya quisieran para sí muchos jóvenes, entre ellos el propio Sigfrido.
—¿Qué me dices ahora? —preguntó el viejo, satisfecho, mientras recuperaba el hacha, lo cual le exigió un esfuerzo —. Vaya, no pensé que la hubiese lanzado tan fuerte.
—Que es bastante agradable saber que camino junto a alguien que podría salvarme la vida —dijo Sigfrido, tratando de ocultar la admiración y el espanto que le producía lo que acababa de ver y oír. ¿Qué había querido decir Cornelio con eso de “no pensé que la hubiese lanzado tan fuerte”? ¿Significaba acaso que podía lanzar el hacha con más violencia si así lo quería?
—Veo que empezamos a entendernos, Sigfrido. Anda, caminemos un poco más, que pronto se nos vendrá la noche encima.
—Si no te importa, aprovecharé para aliviar la vejiga.
Cornelio asintió, alejándose en silencio hasta el camino.
Cuando Sigfrido se vio solo, se situó al otro lado del árbol, imaginándose en la piel del pobre saltamontes. Su cuerpo se tensó de tal modo ante la idea que incluso sintió náuseas.
—¿Necesitas ayuda? —oyó que decía el viejo, burlón.
—Ya acabo. Lo que tarde en cubrirme —dijo, tratando de que su voz sonara inalterada.
Cornelio lo recibió con expresión divertida.
—Has tardado bien poco. Veo que no había mucho que cubrir.
—Si lo que intentas es echar un vistazo, te aseguro que no estás preparado para lo que podrías ver.
—Puedo hacer que tardes menos en guardarla en los calzones, si lo prefieres —dijo el viejo, que acariciaba el hacha con oscuro placer.
—Será mejor que dejemos las bromas y reanudemos la marcha, como tú mismo dijiste antes.
—¿Y quién dice que bromeaba? Mi propuesta es sincera. Piénsalo.
—Quizás lo piense en otro momento —dijo Sigfrido, simulando seguir la chanza, aunque algo le decía que, en efecto, Cornelio no bromeaba del todo.
—¿Quieres ir tú delante ahora? —ofreció el viejo al muchacho.
—Prefiero ir detrás.
—¡Ah! Claro. No quieres que te vea tropezar con ese maldito vestido que no hace más que atentar contra tu integridad física, según tú.
—Alguien debe vigilarte la espalda, ¿no crees?
—Hasta en la espalda tengo ojos. No lo olvides —dijo Cornelio, cuya mirada dejaba claro que se trataba, esta vez sí, de una clara advertencia, incluso otra amenaza.
Y siguieron caminando entre los árboles, que cada vez se apretaban más en torno a ellos, sin intercambiar más palabras desde aquello.
Ya declinaba el día cuando oyeron unas voces. Se detuvieron para percibir mejor el sonido. No había duda, había un grupo de gente en algún lugar de la densa arboleda, y no parecían dar importancia al hecho de que alguien pudiera oírles, a juzgar por el poco cuidado con el que se empleaban en la charla. Cornelio y Sigfrido dirigieron sus pasos hacia el lugar donde parecían estar aquellas personas.
Imagen tomada de www.foro3d.com Desconozco el nombre del autor, por lo que agradecería cualquier referencia sobre el mismo para así plasmarlo en la publicación. Si, por el contrario, prefiere que el dibujo sea retirado, no tiene más que hacérmelo saber.
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