La noche caía sobre el mundo, y las sombras, cada vez más presentes, devoraban con avidez los últimos resquicios de luz. Pronto, los viajeros encontraron verdaderos problemas para moverse por la espesura en medio de tanta oscuridad, algo que les hizo ser presas del desconcierto. Cuando creció en ellos la sospecha de que podían llevar un tiempo dando vueltas sin sentido, el silencio con el que habían acompañado sus pasos hasta entonces fue finalmente quebrado por la voz de Sigfrido, que, desanimado, murmuró:
—Si al menos tuviésemos una antorcha.
—Lamentarnos por aquello que no tenemos no nos servirá de mucho —repuso Cornelio, cuidándose de no alzar la voz más allá de lo que creía conveniente.
—¿Y qué propones entonces?
Cornelio no respondió al instante.
—Si pienso en el peligro del que huimos y del que no creo que estemos lo suficientemente lejos, recomendaría seguir caminando. Sin embargo, tal como has advertido, carecemos de un medio que nos provea de luz. Seguir a oscuras tiene sus riesgos, sin embargo, no seguir también los tiene —dijo, como pensando en voz alta.
—¿Así es como esperas despejar las dudas?.
—Considero menos peligroso detenernos y pasar la noche, si es lo que quieres saber —concluyó al fin el anciano.
—¿Y si nos sorprenden mientras dormimos?
—Si seguimos dando vueltas sin ver tres en un burro podríamos acabar dándonos de bruces con esos demonios rabiosos, o puede que tengamos más suerte y sólo tropecemos con alguna raíz, o una roca, lo que podría hacer que nos rompiésemos algún hueso, por no mencionar la crisma. ¿Imaginas lo fácil que sería para cualquiera de ellos atraparnos si nos sorprenden con una pierna rota? Al dolor provocado por el accidente tendríamos que sumar el sufrimiento de ver cómo se acercan para después sentir sus dientes desgarrarnos la carne. No sé tú, pero no es algo que me atraiga demasiado —respondió Cornelio.
—Eso sería terrible, sin duda — convino Sigfrido, que se estremeció al imaginar la imagen descrita por el anciano.
—Así es, terrible, incluso peor. Por eso mismo, ante esa nefasta posibilidad, prefiero echarme a dormir. Así, si nos sorprenden de esa guisa, aunque tengamos que sentir sus mordiscos, al menos nos habremos ahorrado algún hueso roto y presenciar cómo se nos echan encima, que ya es algo. Aunque reconozco que la idea me pone la piel de gallina. Pero, ¿sabes?, creo que estos vestidos de bruja son útiles para pasar desapercibidos entre esa escoria. No logro entender cómo a ti sí te atacaron mientras que a mí me ignoraban. Quizás logre desvelar el misterio mañana, si es que sobrevivimos a esta noche. Por el momento, estoy demasiado cansado para pensar.
Y dicho esto, Cornelio tanteó a su alrededor, lo cual hizo prácticamente a ciegas. Cuando creyó haber encontrado un reducido espacio entre los árboles, indicó a Sigfrido que aquel podría ser un lugar idóneo para pasar la noche, a lo que éste, sabedor de la complejidad de buscar otro distinto, dio su bendición. Ambos se dejaron caer en el suelo, uno frente al otro, con los ojos muy abiertos, a pesar de la negrura, y atentos a los sonidos de la noche. De repente, el anciano comenzó a cubrirse con todas las hojas caducas que tenía a su alrededor, así como la hierba y el musgo. Sigfrido, que comprendió al instante las intenciones del viejo, se apresuró a imitarlo.
—Deberíamos turnarnos y hacer guardia, ¿no crees? —propuso en un susurro.
—Hazla tú, si quieres, que yo estoy demasiado cansado —respondió Cornelio, que parecía estar acomodándose.
—¡Cómo pretendes que pase la noche en vela! ¡También yo estoy cansado!
Cornelio no respondió. Sigfrido sabía que seguía despierto, pero prefirió no insistir, a fin de cuentas, estaba seguro de que el sueño los acabaría venciendo si decidían oponérsele, a pesar del peligro que corrían, tal era su cansancio.
No tardó en oír los ronquidos del anciano, pero en lugar de sentirse molesto por ello, lo recibió de buen grado, pues le hizo recordar tiempos mejores, cuando las cosas aún eran como deberían haber seguido siendo por siempre, y no como lo eran desde hacía unas semanas, para desgracia de todos. Ignorando por completo su protagonismo en ello, Sigfrido se preguntó qué clase de misterioso y oscuro acontecimiento habría acaecido para que, de repente, los muertos cobrasen vida y se dedicaran a perseguir a los vivos, anhelando su carne. ¿Y las brujas? ¿Qué decir de esas terribles brujas, a las que, después de muertas, él y Cornelio habían arrebatado sus ropas para usarlas de disfraz? De repente, le vino a la mente la imagen de aquella bellísima mujer de tez pálida, toda ella vestida de blanco inmaculado, que había visto de soslayo en el pequeño cementerio que había junto a la posada que regentaban los padres de Lúcida. ¿Sería también ella una hechicera? ¿Y Lúcida? ¿Qué habría sido de ella y de su hermano, tan valeroso, a pesar de su escasa inteligencia? ¿Y Crisanto el caballero? ¿Seguiría con ellos? Le recordaba bajo y patizambo, con una pronunciada y generosa tripa que iba de un lado a otro cada vez que éste corría. Nadie creería lo hábil que se mostraba con la espada si no lo veía con sus propios ojos. Sin embargo, él, cobarde hasta la médula, ni siquiera fue capaz de ofrecer a Eladio, aquel buen amigo que hizo en el ejército, la posibilidad de acompañarlo cuando, espantado por tanta muerte y locura como vio en la guerra, pretendía desertar, enviándolo de nuevo al frente a base de mentiras, pidiendo que vengase así su pronta muerte, la que nunca se dio, a pesar de tenerla más que merecida, a su juicio. Pobre Eladio. ¿Qué habría sido de él? ¿Y Lúcida? Volvía a pensar en aquella bondadosa chiquilla, que no dudó en llevarle pan y vino cuando lo encontró exhausto, aun a espaldas de sus padres. Recordó vivamente ese momento, cuando bebió de aquella jarra con extrema lentitud, saboreando el preciado caldo que contenía. Cuánto bien le había hecho entonces, y cuánto lo añoraba ahora. Y pensar que pretendía librarse de ella cuando divisó aquella casa donde fue atacado por los familiares del niño espectro, el mismo que le pedía constantemente que clavase una estaca en su corazón antes de la media noche, evitando así su transformación, cosa que, finalmente, ocurrió gracias a su incompetencia y falta de arrojo. Se preguntó si podría odiarse a sí mismo lo suficiente, ¿o quizás merecía compasión?
Pasaron los minutos, y las imágenes se fueron sucediendo una tras otra, cada vez de un modo más distorsionado e incomprensible, puede que a causa del sueño, que reclamaba con firmeza su tiempo de gobierno sobre él. Una última figura tomó forma en su mente de un modo inesperado, de un aspecto sobrecogedor y terrible; se trataba de un ser oscuro y siniestro cuyo rostro ocultaba por medio de una capucha, y que empuñaba una espada que desprendía un odio indescriptible hacia todo lo vivo. Sigfrido, ya en el umbral del sueño, sintió un escalofrío que le hizo estremecer, para luego caer en un abismo insondable.
Imagen tomada de www.artelista.com Desconozco la identidad del autor, por lo que se agradecerá cualquier información sobre el mismo. Si el artista prefiere que su obra no aparezca en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.
Gracias a ti por tu amabilidad.
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