miércoles, 16 de marzo de 2016

42. La reflexión de Cornelio.

   Cuando ya tomaron tierra sobre la parte más elevada de una loma cubierta casi en su totalidad por una densa vegetación, lugar que ambos acordaron como el más apropiado en el más frío e incómodo silencio, concluyeron, también sin mediar palabra, tomar asiento el uno frente al otro, manteniendo una distancia entre ellos que no dejaba lugar a dudas acerca de la escasa simpatía que en aquel momento se tenían.

   Cornelio suspiró profundamente, parecía inmerso en el proceso de hallar el modo adecuado de iniciar una conversación que no diera pie, al menos en un principio, a una estúpida discusión malhumorada. Sigfrido, por su parte, no tenía la menor intención de tomar la iniciativa, tampoco de dejarse llevar. Estaba convencido de que la única necesidad que movía al viejo para querer hacerle entrar en razones era la de tener acceso al pesado libro —al parecer mágico— de rugosa y negra cubierta que guardaba en el compartimento interior del bajo de la falda de su vestido, de lo contrario, es probable que ya lo hubiese abandonado, o, peor aún, incluso matado. Lo veía en sus ojos, en cada uno de sus gestos, aunque debía reconocer que también podría deberse a su propia percepción de las cosas, un tanto desquiciada en los últimos días. Sea como fuere, no pensaba dar concesiones al anciano, salvo que éstas respondiesen a algún engaño, que bien podía darse el caso, pues el viejo no andaba en absoluto escaso de astucia y malicia, a su parecer.

   Mientras las palabras seguían sin dejarse sentir, la cabeza de Sigfrido discurrió hacia atrás en el tiempo, cuando, hacía unos días, siendo víctima de algún maleficio perpetrado sobre él por el espectro de aquel chiquillo que le insistiera tanto en que liberara su cuerpo sin vida de la horrible maldición que podría acabar afectando a su propia alma, perdió el rastro de aquellos con quienes marchaba. Al contrario que Cornelio o él mismo, se trataba de buena gente, de los que no rodean sus vidas con sombras demasiado oscuras y perversas, y eso le hizo recapacitar repentinamente sobre la insensatez que acababa de cometer desafiando de aquel modo al viejo, al que, de súbito, se sorprendió contemplando con cierto temor.

   Aprovechando que éste perdía la mirada en algún lugar del horizonte, quizás, donde suponía debía hallarse aquella singular montaña con aspecto de cráneo, estudió cada parte de su rostro, deformado en un gesto donde, en ese preciso instante, convivían la indignación y la impaciencia, entre otras cosas. Sus ojos, que parecían lejanos a cualquier esperanza, daban muestras de un hastío irreversible, y eran aquellas las ventanas por donde, en ocasiones, Sigfrido veía asomarse la oscuridad que atormentaba el alma de Cornelio. Entonces, acudieron a su mente las osadas acciones protagonizadas por éste y de las que había sido testigo: como el hecho de enfrentarse a las dos brujas que lo llevaban preso la misma noche en que lo conoció, provocando así la muerte de ambas; su intromisión en el claro de dónde provenían aquellas voces que oyeron mientras él trataba de solventar aquel incidente tan inoportuno del enganche de su vestido, sorprendiendo con las manos en la masa a tres asesinos sin escrúpulos a quienes pretendía ajusticiar por su cuenta, a pesar de hallarse en clara inferioridad numérica; o la forma en la que había acabado con aquella hechicera, sin tener en cuenta su propia seguridad, lo que le había llevado a accidentarse gravemente hacía tan sólo unos minutos. Era indudable que el anciano tenía agallas, todo lo contrario que él, pero también parecía disfrutar cuando, en pleno frenesí, lograba dañar a su objetivo. Aún recordaba aquel momento, cuando, mientras desvestían a aquellas brujas a las que pertenecían las ropas que llevaban puestas, una de ellas, que daba muestras de estar tan muerta como la otra, clavó de repente sus ojos en Sigfrido, al que parecía seguir con la mirada a todas partes. Entonces, Cornelio pisó la cabeza de ésta, apretando el pie hasta aplastarle el cráneo, cosa que hizo con un sadismo que no se preocupó en disimular. Aquello, sumado a su habilidad con el hacha, por la que parecía sentir especial predilección, hizo que Sigfrido comenzase a padecer los incómodos efectos de un sudor frío, provocado por un repentino miedo.

   "¿Qué diablos he hecho?", pensó el muchacho. "Este hombre, estando ya en el ocaso de su vida, incapaz, al parecer, de sentir miedo de las brujas o los zombis, puede que de ninguna otra cosa, que pretendía dirigirse a esa gigantesca aberración salida de la misma tierra sin tener en cuenta los peligros que pudiese albergar, que cada día que pasa le acerca más a su propia muerte por leyes naturales, ha visto frenado sus deseos por alguien que no ha demostrado ninguna valía digna de tener en cuenta, salvo la de esquivar el peso de la responsabilidad cada vez que ha podido: ese alguien soy yo. ¿Qué puedo esperar que haga en cuanto sea consciente de lo sencillo que le resultaría rebanarme el cuello mientras duermo y acabar de ese modo con mi molesta presencia? Es probable que ya lo esté pensando, que concluya disimular entendimiento y comprensión hasta que, llegado el momento idóneo, acabe dándome matarile. Puede que ni siquiera espere a que le de la espalda, pues tiene el arrojo suficiente para enfrentarse a mí, y yo le correría, a pesar de ser mucho más joven que él, pues vería la determinación en sus ojos, la que a mí me falta y puede que nunca tenga. ¿Y si lo mato yo mientras duerme o está desprevenido? No, no sería capaz de algo así, eso quiero creer. No por lástima, que también, sino por miedo a enfrentarme a mí mismo desde el momento en que lo hiciese. Preferiría huir, pero eso significaría estar solo en un mundo aberrante y terrible como éste; quizás, por esa misma causa seguimos juntos, porque ninguno quiere verse sin compañía, aunque no nos guste del todo la que tenemos al lado, que, bien visto, no deja de ser un semejante, que es mejor que nada. Pero no siempre es así, a veces, la experiencia es tan terrible que el camino conduce a una perdición de la que no puede volverse. ¿Será éste el caso? No quiero estar solo, pero tampoco quisiera arriesgarme a morir por no estarlo. Quizás, debiera hablar con él y decirle que, lo que realmente me ocurre, es que estoy aterrado".

   Cornelio aún guardaba silencio cuando Sigfrido decidió hablar.

—Creo que te debo una disculpa —empezó diciéndole, dubitativo—. No sé qué pudo ocurrirme, fue como si se me hubiese nublado la razón por momentos.

—Tratar de dar explicaciones no servirá de nada. Ambos nos limitaríamos a decirnos mutuamente lo que creemos que el otro desea escuchar, más preocupados por enterrar el hacha de guerra que de ser sinceros, lo que nos llevaría a silenciar las verdades tal como las sentimos, no dejándolas salir, emponzoñando más aún nuestras propias heridas, que acabarían infectándose de tal modo que podría no existir cura para ellas. Déjalo. No te fuerces. No merece la pena. Será mejor que aceptes que es así como funciona, a no ser que se trate de personas extraordinarias, cosa que ni tú ni yo somos —el viejo hablaba mientras jugueteaba con uno de sus dedos en la tierra, trazando extraños símbolos que carecían de importancia, al parecer—. No obstante, déjame decirte que, en cierto modo, llevas razón; tengo mis sombras, al igual que tú, como todos. Quizás, las mías puedan ser más acusadas, pero no porque tenga más pecados a mis espaldas que ningún otro, sino porque no trato de ocultarlas como sí hacen muchos, la inmensa mayoría. No, no me refiero a ti, tan joven e inexperto, aunque habría de decir que te sobran maneras para llegar a ser alguien oscuro de veras en el futuro, si es que sobrevives a este incierto presente y no haces por cambiar. Muchacho, el problema no es la propia oscuridad con la que convivimos, a pesar de todo, sino que nos negamos a nosotros mismos al no aceptar su existencia, apresurándonos a ocultarla de los demás disfrazándola con mentiras que nos harán cautivos de por vida. Así es el hombre, que prefiere vivir en paz con los demás antes que consigo mismo, ignorando que lo primero es imposible sin cumplir antes con lo segundo. Se fiel a ti mismo, Sigfrido, tal como hiciste hace un momento, cuando me increpaste, aunque te recomiendo que cuides las formas, aunque sólo sea por decoro. Yo debería hacer lo mismo, ya lo sé. Pero basta ya de tanta cháchara aburrida que a nadie hace disfrutar. Baste decir que la verdad es incómoda en ocasiones, difícil de digerir, dolorosa de aceptar. Anda, saca ese libro y hablemos sobre él en su presencia. Diría que, de algún modo, posee vida propia y que piensa por sí solo, y que trata de embaucar a su lector. Pero creo saber cómo despistarlo.

   Desconcertado, Sigfrido extrajo el libro, tal como le pidiera Cornelio, y lo puso entre los dos. El viejo se acercó al tomo e invitó alegremente al joven a imitarlo.

—He supuesto, tras mucho pensar, que cada hechicera porta uno de estos volúmenes. Sin duda, debe servirles como un recordatorio de sortilegios al que acudir cuando su memoria flaquea, si damos por bueno que lo que contienen son hechizos. El que debía ir en mi vestido bien puede estar sepultado junto a las brujas que colisionaron contra la casa donde te ocultabas hace unas noches. Siguiendo este razonamiento, es probable que aquella a la que he dado muerte hace un rato guarde otro similar. Es algo que, creo, deberíamos comprobar en cuanto pudiésemos.

—¿Qué lograríamos con eso? —preguntó Sigfrido, un tanto sorprendido por el cambio de actitud de Cornelio. No le parecía que fuese una treta para ganarse su confianza.

—Descartar la posibilidad de que todos los libros sean iguales. No tienen por qué serlo.

—¿Y de qué podría servirnos tal cosa?

—En el mejor de los casos, siendo muy optimistas, para extender nuestros conocimientos arcanos por encima de todas ellas, si es que eso es posible.

—Para eso haría falta saber leer la lengua en la que esos supuestos hechizos fueron escritos, después, si es que somos capaces de aprender algo, alcanzar su nivel, el cual ignoramos —protestó Sigfrido—. Y, la verdad, el detalle del idioma no deja de ser importante, si me permites la ironía.

Cornelio sonrió al oír al muchacho.

—Precisamente eso es lo que menos me preocupa, desde que le puse las manos encima, ese libro no hace más que susurrarme cosas en la cabeza, y créeme, aunque es cierto que se expresa en una lengua extraña, entiendo cada una de las palabras que dice. No te gustaría saber lo que piensa de ti —Sigfrido arqueó las cejas al oír aquello—. Para evitar que llegue a controlarnos, que es una sospecha de la que ya te hablaré más adelante, alternaremos la lectura, quizás, así tarde más en conocernos y doblegarnos a su voluntad, que creo que la tiene. No debemos olvidar que se trata de un libro hecho para brujas, posiblemente por otra de su misma especie, y nosotros no somos más que seres humanos. Pero, ¿quién sabe? Puede que esto nos lleve a adquirir una comprensión de todo este problema muy distinta de la que tenemos ahora, hasta es probable que demos con la solución, o que nos quedemos cerca, que ya es un logro.

—Muy alto apuntas.

—¿Y por qué no habría de hacerlo? ¿Es que no estás cansado ya de ser tan insignificante? El mundo está del revés, y el que antes estaba arriba ahora está por debajo. ¿Cuántos crees que habrá que, al igual que nosotros, hayan descubierto que son inmunes al interés de los no muertos, puede que también de otras criaturas, por ir vestidos como brujas? Particularmente, no creo que sean muchos.

   Y así fue como, contra todo pronóstico, Cornelio y Sigfrido comenzaron, al fin, a colaborar como es debido. Fue el muchacho quien, animado por el anciano, inició el estudio del enigmático libro mientras el viejo, satisfecho por el modo en que había resuelto aquella pequeña crisis, se dedicaba a buscar algo con lo que contentar sus hambrientos estómagos.

   

   Imagen tomada de www.imagui.com Desconozco la identidad del autor. Si este prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

domingo, 13 de marzo de 2016

41. Confianza rota.

   Aun desde la distancia, la visión de aquella aberración resultaba desalentadora a la vez que desconcertante. Sigfrido, que apenas podía apartar la mirada de lo que debían ser poco menos que las puertas de algún infierno emergido de las profundidades, a juzgar por su tétrico aspecto, no veía el momento de poner tierra de por medio. Cornelio, sin embargo, al contrario que el joven, parecía sentirse extrañamente atraído por aquel gigantesco accidente del terreno con forma de cráneo, que bien podría ser el origen de los oscuros acontecimientos que desde hacía un tiempo venían azotando al mundo.

—¿Qué estás tramando? —preguntó alterado el muchacho desde detrás—. No pienso volar hasta allí, si es lo que pretendes.

   El viejo frunció el ceño al oír aquellas palabras. Resultaba evidente que le costaba apartar la mirada de aquella solitaria montaña salida de una horrible pesadilla. Al fin, tras un considerable esfuerzo, decidió atender a Sigfrido.

—¿Te has preguntado cuántas respuestas podríamos encontrar allí? Tanto tú como yo sabemos que esa cosa tiene mucho que ver con todo lo que está pasando. ¿Cuál es tu propuesta, pasar de largo? Alguien debería solucionar este problema.

—¿Respuestas, dices? ¿Allí? Eso dependerá del tipo de preguntas, y las mías no encontrarán contestación en aquella dirección. Si me lo permites, te diré que lo único que veo cada vez que miro esa forma horrible es a la misma muerte, que parece asomarse desde el abismo para echarle un vistazo al mundo que está devorando, como si quisiera asegurarse que todo está lo suficientemente podrido para evitar indigestarse con nosotros. Que alguien resuelva este problema, como dices. Pero, por su bien y el de todos, debería asegurarse de estar a la altura, que se me antoja mucha, demasiada para mí.

—No hablo de enfrentarnos a eso, lo que sea, sino tratar de entender cómo funciona ese nuevo orden que, sin duda, acabará estableciendo su supremacía sobre todos nosotros. Quizás, abriendo la mente tengamos acceso a una serie de opciones que antes eran imposibles. El libro que guardas en tu vestido, por ejemplo, desde el momento en que lo toqué sentí algo especial.

—Ya me percaté de ello. Deberías disimular mejor —repuso Sigfrido.

—No espero que alguien como tú lo entienda, puede que sea pedirte demasiado, pero déjame decirte que esta mañana, cuando te marchaste en busca de algo de comer, lo cual me recuerda que seguimos en ayunas, estuve ojeándolo. Elegí una pagina al azar y comencé a leer, o a intentarlo, debería decir. Al principio resultaba imposible hacerse una idea de lo que todo aquel galimatías podría significar, pero, pronto, algo así como una extraña voz acudió a mi mente y comenzó a guiarme para que hallara el modo de descifrar aquellos símbolos. De repente, me vi entonando una serie de extraños versos, escritos en una lengua que, aunque extraña, no me costaba comprender. Todo fluía como lo hace el agua en el cauce de un río, sin embargo, cuando creí tener la clave al alcance de mi mano, me sobrevino una insoportable fatiga y me vi obligado a abandonar la práctica de tan interesante lectura, justo en el momento más inoportuno.

   Sigfrido enarcó las cejas.

—Eso que dices suena a magia, tal como se describe en las historias que me contaban de pequeño, las que trataban sobre brujas y magos, claro —dijo pensativo—. Me pregunto si pensaste en mí mientras leías.¿Lo hiciste?

—¿Cómo? —preguntó Cornelio sin comprender.

—Cuando me marché esta mañana para buscar comida, a petición tuya, todo sea dicho, dejándote solo, lo cual me resulta sospechoso, durante unos minutos, tuve la extraña y escalofriante necesidad de pensar en ti más de lo que cualquier persona en su sano juicio me hubiese recomendado. De hecho, lo que más me enfurece es que llegué a contemplar la posibilidad de convertirme en algo así como una especie de acólito adulador tuyo, y tenía la impresión de estar compartiendo mi cabeza con alguien más durante ese estúpido proceso, alguien que tenía tu voz, o eso creo recordar. Ahora, escuchando tu historia, me asaltan una serie de preguntas que, como ya te he dicho, no llevan la dirección de aquella enorme calavera a la que tú quieres ir, pero que sí quisieran saber si mientras leías aquellos versos fijaste en mí tus pensamientos y con qué intenciones, si puede saberse —dijo Sigfrido.

   Cornelio no respondió al instante, como si, para ello, necesitase ordenar sus pensamientos. Conviene advertir que, mientras esto sucedía, ambos volaban en paralelo, muy juntos, describiendo amplios círculos, aunque nunca en el mismo lugar, algo de lo que no eran conscientes.

—¿Quieres decir que notaste algo? —fueron sus únicas palabras, que sonaron bajo el inequívoco signo de la sorpresa y el entusiasmo.

—¡Así que reconoces haberme hechizado! —exclamó Sigfrido.

—¡No sucedió tal cosa! Pero sí, lo intenté, aunque fuera en vano —respondió Cornelio.

—¡No tan en vano! Que ya me vi respondiendo a ciertas cosas que decías, aunque no muy destacables, con demasiada premura y sinceridad sin haber pensado antes la contestación adecuada, cosa que no solía sucederme antes —protestó el joven.

—Quizás se deba a alguna suerte de secuela. Puede que el sortilegio, o lo que sea que fuese, no funcionase a causa de mi bisoñés en la materia, pero sí que logré ahondar lo suficiente como para provocar en ti un principio de confianza involuntaria hacia mí, al menos en las reacciones tempranas, cuando se trata de asuntos irrelevantes.

   Aquellas palabras provocaron el enfado de Sigfrido.

—¿Qué diablos estás diciendo? No confío en ti, eres demasiado oscuro. Sólo estoy contigo porque no tengo a nadie mejor con quien estar.

—Lo que estoy diciendo es una reflexión acerca de lo que pudo pasar entre tú y yo con ese supuesto hechizo, y créeme, es de esas cosas que se te ocurren mientras hablas sobre algo. Tampoco tú eres santo de mi devoción, si es que eso te sirve de algo, pero no puedo ir en compañía de los muertos mientras vago por estos campos malditos.

—¡Pues bien que podrías vagar con ellos! No te hacen ni caso, en cambio a mí, ya ves, les gustó demasiado; no hacen más que perseguirme en cuanto pasan demasiado cerca. Incluso esta mañana desperté con uno de ellos a punto de morderme. ¿Por qué no se fue a por ti y sí a por mí?

—Es por tu olor, ya sabes —respondió Cornelio, obviando mencionar que lo sucedido aquella mañana fue debido a su necesidad de averiguar de una vez por todas cuál era la causa por la que los no muertos atacaban al muchacho cada vez que tenían la oportunidad, a pesar de ir ambos disfrazados con la misma indumentaria. Él mismo se había encargado de llevar a aquel zombi junto a Sigfrido mientras éste dormía. Fue un milagro que no acabase mordiéndole. ¿Cómo decirle aquello? Significaría el final de su tirante relación.

—¡Ya sé que huelo a estiércol! ¡Ya lo sé, viejo sanguinario! —gritó el muchacho fuera de sí.

   Cornelio, comprendiendo que la discusión tomaba unos derroteros nada recomendables, trató de imprimir algo de tranquilidad en su tono de voz, también en su semblante, el cual suavizó tras suspirar profundamente. Se percató que, quizás, debido a la agitación en la que habían caído, perdieron bastante altura, lo que les llevó a situarse de nuevo sobre los árboles, volando en una dirección que no supo interpretar adecuadamente.

—Eso tiene arreglo, no tenemos más que encontrar un cauce de agua y ese problema habrá acabado —dijo—. Piénsalo; mientras tú te bañas y purificas, yo podría dedicarme al estudio de ese tomo mágico. Sus secretos podrían servirnos para hacer frente a esa oscura amenaza, al menos en parte. Tienes razón, ir allí, a esa aberrante guarida, o lo que se suponga que sea ese maldito cráneo de roca y piedra, no serviría de nada. Busquemos un buen lugar donde tomar tierra y discutamos esto con calma, ¿qué me dices?

   Sigfrido bajó la mirada. De repente, su mente viajó al pasado reciente, cuando, dos meses atrás, decidiera enrolarse en el ejército para obtener la fama y la gloria. No tardó en ser testigo de los horrores de la guerra y su devastación, lo que le llevó a desertar. Poco después, empezó toda aquella locura inimaginable hasta entonces. No podía sentirse orgulloso de sus hazañas, donde había mucho que callar y poco de lo que presumir, pero sabía que el caso de Cornelio no era muy distinto del suyo. De hecho, tenía el firme convencimiento de que el viejo poseía un alma siniestra de veras, de aquellas de las que es mejor no fiarse. "Quizás, yo mismo acabe como él si no trato de poner remedio", pensó para sus adentros.

—Sí, sí, quizás debamos relajarnos —dijo, tras un largo silencio—. Busquemos un buen lugar, como dices, y echemos un vistazo a ese libro, juntos. Está claro que no nos gustamos del todo, pero eso no debe ser impedimento para llegar a un acuerdo.

—Sabias palabras para tratarse de alguien tan joven —celebró Cornelio, distante—. Adelante. Te sigo.

   Sigfrido, sorprendido consigo mismo tras haberse mostrado tan sincero y directo con alguien, quizás por primera vez, rechazó el amable ofrecimiento del viejo.

—Podría, pero aún recuerdo lo que le hiciste con tu hacha a aquella pobre bruja, cogiéndola a traición por la espalda. Preferiría que fueses tú por delante.

—¡Era una bruja! —se defendió el viejo, ofendido.

—Y yo, que no lo soy, visto como una. Podrías confundirte, ¿no crees?

   Cornelio mantuvo el gesto inexpresivo. Enarcó las cejas ligeramente antes de hablar con seriedad.

—Iremos a la vez, juntos, sin tretas de ningún tipo —advirtió.

   Sigfrido aceptó con un gesto de la cabeza.

   En algún lugar no muy lejos de allí, los goblins hicieron sonar de nuevo sus estridentes cornos, que no tardaron en recibir varias respuestas venidas de distintas partes, entre ellas, la maliciosa y enloquecedora risa de una bruja que surcaba el cielo en solitario.

   Imagen tomada de www.nexofin.com Desconozco la identidad de su autor. Si éste prefiriese que su obra no aparezca en esta publicación, no tendrá más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

martes, 8 de marzo de 2016

40. Sin supervivientes.

   En el transcurso de su ascenso, el cual se desarrollaba con mucha menos decisión que el de Cornelio, a quien seguía desde lejos tanto en altura como en distancia, Sigfrido sobrevoló el terreno por el que emprendieron la huida los supervivientes del recién masacrado ejército de lanceros, a quienes pudo ver, siempre y cuando no se interpusiera algún frondoso árbol de por medio, continuando con su desordenada fuga sin mirar atrás. De cuando en cuando, había hombres que caían por lo que parecían tropezones motivados por la agitación propia del pánico, sin embargo, no todos volvían a levantarse, ni siquiera cuando recibían la ayuda de alguno de sus camaradas. Entonces, el joven reparó en que las espaldas de éstos estaban llenas de flechas de astil corto rematadas con penachos de plumas tan negras como las profundidades de un abismo, lo cual resultaba desconcertante a la par que aterrador. "¿Quién les lanza esos dardos a esta pobre gente?", pensaba Sigfrido, cuando, de repente, el grave sonido de un siniestro corno, distinto a aquellos que hicieran sonar los soldados cuando se iniciaba la batalla en la cima de la colina, siendo sus notas menos grotescas, se dejó oír demasiado cerca, justo delante de él, para ser precisos. No tardó en seguirle el sonido de unos gritos de espanto. Fueron varios los que pidieron auxilio antes de anunciar con sus horribles alaridos una muerte atroz, agónica. Pero también había risas maliciosas que pertenecían a desagradables voces estridentes que, en ocasiones, escupían palabras en un lenguaje extraño, como festejando el sufrimiento que otros padecían.

   De súbito, Sigfrido pudo ver cómo una pequeña forma humanoide, verdosa, de orejas puntiagudas y larga nariz afilada, pasaba corriendo por debajo de él. Parecía llevar una especie de daga entre los dientes. Se acercó por la espalda, con extraordinaria rapidez y sigilo, a uno de los lanceros, que, desarmado y confuso, al igual que la mayoría de sus compañeros, había detenido su carrera alertado por aquella inesperada sucesión de terribles sonidos nada halagüeños. Aprovechando el desconcierto de éste, la criatura saltó sobre el infeliz con agilidad felina, asiéndose con sorprendente firmeza a uno de sus hombros con la pequeña garra izquierda. Casi al instante, tomó con la derecha la daga que colgaba de su cinto, cuya hoja tenía un aspecto deformado y terrible, y la usó para degollar a su víctima haciendo gala de un oficio fuera de toda dudas. Para colmo de males, el desgraciado moribundo debió soportar también un salvaje mordisco en la nuca cuando aún tenía la posibilidad de sufrir antes de partir hacia el más allá.

   Una vez cometido el crimen, el pequeño ser, no más grande que un niño de diez años, dejó escapar una cruel carcajada, momento en el que su mirada se cruzó con la de Sigfrido, a quien contempló un tanto desorientado, lo que fue aprovechado por un soldado que huía de los gritos agónicos de delante para saltar sobre él con la furia de quien se sabe perdido. El guerrero derribó al monstruo con cierta facilidad, inmovilizándolo primero con el peso de su cuerpo, entonces, sin dejar de gritar enloquecido, agarró la cabeza del mismo y comenzó a golpearla repetidas veces contra el suelo. Una vez estuvo seguro que su rival estaba muerto, tomó el arma de éste y trató de hacer lo propio con otros que, al igual que aquél, daban muerte a sus indefensos camaradas atacándolos por la espalda.

—¡Vigilad la retaguardia! —advirtió a los suyos mientras corría tras uno de aquellos diminutos demonios, a quien logró atrapar tras varias zancadas—. Están por delante y también por detrás.

   Clavó la daga en el lugar donde supuso debía estar el corazón. La reacción de su presa le hizo comprender que había acertado. Tomó un nuevo puñal de las garras del cadáver y armó así sus dos manos. Fueron muchos los compañeros que, buscando una luz que pudiese guiarles en aquella oscuridad, se reunieron en torno a él. Algunos, muy pocos, aún portaban sus lanzas y escudos, otros, la mayoría, iban desarmados, quizás, algunos, habían logrado abatir a otra de aquellas criaturas que los atosigaban por la espalda y blandían también una daga de hoja deforme.

—¡Formad un círculo! —ordenó el anónimo héroe, que, a pesar de imprimir firmeza en su voz, no esperaba salir airoso de aquella situación.

   Mientras todo esto sucedía, las pequeñas flechas no habían cesado de caer desde todas partes, ocasionando severas bajas en el cada vez más reducido grupo de desesperados combatientes. Siendo insuficiente el número de escudos, muchos trataron de usar los cuerpos de los muertos como parapeto. Entonces, cuando ya sólo quedaba en pie una veintena de soldados, los arcos dejaron de cantar, y desde el lado que miraba hacia el norte en aquel campo de batalla, el siniestro corno volvió a sonar. Casi al instante, una multitud de voces chillonas lanzó un peculiar grito de batalla, seguido del sonido de muchos pasos que se acercaban desde aquella dirección. No tardó en aparecer una hueste de verdosas criaturas, éstas, al contrario que las otras de su misma especie, pertrechadas con armaduras de extraña confección, nunca antes vistas, y portando todo tipo de armas punzantes, cortantes, y de aplastamiento, además de embrazar extravagantes rodelas que, teniendo en cuenta su tamaño, les servían bien como defensa.

   El choque inicial apenas hizo retroceder a los hombres, que, siendo más corpulentos y pesados, soportaron bien la embestida durante un tiempo. Descubrieron también que aquel enemigo no era difícil de abatir, siendo muchos los que yacían sin vida a causa de las heridas infringidas por sus lanzas, pero su numero resultaba abrumador, por lo que, a causa del cansancio y la desesperación, comprendieron que acabarían siendo derrotados. Fue entonces que, desde el sur, donde quedaba la colina de la que habían huido, llegaron los no muertos a los que se habían enfrentado, que, mezclándose con las criaturas verdosas que había en ese flanco, a las que Sigfrido comenzó a relacionar con unos seres de cuentos a los que creía recordar llamaban goblins, comenzaron a atacar a los aterrados soldados. Los pequeños demonios que había en el lado opuesto, al ver el espanto que los muertos vivientes ocasionaban en los humanos, dejaron de pelear y retrocedieron un par de metros, lo que desconcertó a los pocos guerreros que quedaban. Éstos, no teniendo más alternativa, dedicaron sus esfuerzos a rechazar a los zombis, que, sin compasión, fueron atrapando uno a uno a los defensores.

   Cuando sólo quedó uno, el inesperado líder, que aún empuñaba las dos dagas que arrebatara momentos antes a los cadáveres de los goblins a los que abatiera, éste, prefiriendo una muerte rápida, se lanzó contra los pequeños guerreros que tenía a su espalda, retirados adrede del combate. Pero éstos se limitaron a cerrar filas y permanecer ocultos tras sus escudos sin devolver los golpes con los que el bravo guerrero trataba de provocarles para que le dieran un pronto final.

   Unas frías manos acabaron por asirle de los brazos, a las que pronto se unieron otras, que, con una fuerza difícil de creer, inmovilizaron al desgraciado, que, respondió a las primeras dentelladas profiriendo terribles alaridos de dolor. Antes de perecer, mientras era devorado desde detrás, tuvo tiempo de cruzar su enloquecida mirada con la de algunos de aquellos pequeños seres, que disfrutaban el festín de los no muertos del mismo modo en que lo harían siendo ellos los alimentados. No hubo oraciones con las que honrarle en la hora de su muerte, sino crueles y maliciosas risas.

   Así fue como murió el último de los hombres que formaban aquel ejército que se dispuso a acabar con los muertos en lo más alto de la colina de la que nadie sabía su nombre, y que en adelante sería llamada de los lamentos.

   Sigfrido había contemplado toda la escena suspendido en el aire, hasta la llegada de los muertos, momento en que cerró los ojos y taponó sus oídos con ambas manos. Alguien le palmeó uno de los hombros, era Cornelio, que se había situado junto a él.

—Tenemos que irnos —dijo.

—Esos pobres muchachos, han muerto todos —logró decir el joven.

   El anciano miró hacia abajo, pensativo. 

—Y tú no hiciste nada por evitarlo, aunque tampoco habrías logrado cambiar las cosas.

—Soy un cobarde despreciable —se dijo Sigfrido, aunque en voz alta, algo que lamentó al instante, pues se cuidaba muy mucho de mostrar a otros, aun a sí mismo, sus oscuridades con tanta sinceridad.

—Muchacho, no pienso discutir verdades de las que estoy convencido, pero ten en cuenta una cosa, esos hombres que acabas de ver morir luchando como jabatos venían de huir de la colina en la que antes libraban un combate, abandonando a muchos de sus compañeros. Si batallaron con tanta fiereza fue porque su vida pendía de un hilo y no encontraron el modo de escapar de nuevo. Lo mejor y lo peor siempre tienen cabida en un mismo lugar, por más que haya gente que se empeñe en decir lo contrario. Jamás un acto sería considerado bueno sin la existencia de las malas acciones, del mismo modo que la comida carecería de lógica si no hubiese hambre que calmar.

—Pero siempre podemos elegir —repuso Sigfrido.

   Cornelio negó con la cabeza.

—A veces sólo podemos elegir qué sacrificar en función de lo que hagamos. Todo tiene un valor, incluso lo más nimio, y cómo podrás comprender, o eso es lo que debieras hacer, últimamente, el valor de las cosas ha subido de precio —Cornelio invitó al joven a mirar lo ocurrido abajo—. Pregúntale a ellos, sino.

   Sigfrido no dijo nada.

   El viejo hizo que su escoba se deslizara por el aire con suavidad, ganando altura a un ritmo que, al muchacho, una vez éste decidió ponerse también en marcha, le resultó sencillo de seguir. De repente, volvió a caer en la cuenta de que Cornelio movía su escoba sin el uso de ningún gorro. ¿Podría él hacer lo mismo y seguir volando? Teniendo en cuenta sus muchas dificultades para iniciar el despegue, supuso que le sería imposible, pero, movido por la curiosidad, optó por llevar una mano a su sombrero y quitárselo tímidamente, lo que le hizo perder altura a una velocidad alarmante. Rápidamente, volvió a colocar el gorro en su lugar, con lo que pudo volver a estabilizar el vuelo, para alivio suyo. Tuvo que esforzarse para alcanzar a Cornelio, que no parecía haberse percatado de su pequeño experimento.

—Esos seres, no los había visto antes —comenzó a decir el viejo—, pero bien que me recordaban a unas criaturas que solían aparecer en cuentos de miedo, también en las pesadillas.

—Goblins, así es como se llamaban, si no recuerdo mal —dijo Sigfrido.

—Muertos vivientes, brujas, ahora goblins. También hay quien asegura haber visto fantasmas, incluso ogros y trolls. Todos ellos seres que vivían en las historias que han pasado a nosotros de generación en generación. Siempre había quien aseguraba haber visto alguno, aunque, en realidad, nunca podía demostrar que era cierto. Ahora, sin embargo, el que no los ve es porque está ciego, o muerto.

   Algo llamó su atención desde su izquierda, al oeste, donde, desde lo alto, casi a la altura de las nubes, pudieron ver una porción de tierra que parecía haber sido oscurecida por algún tipo de devastación. En el centro, respondiendo a un extraño e inexplicable capricho de la naturaleza, se alzaba una especie de montaña solitaria cuya forma se asemejaba a la de una siniestra calavera, que abría sus fauces de un modo desmesurado, mientras sus ojos se clavaban angustiados en el alto cielo. Su sola visión era suficiente para detener el latido de cualquier corazón, por bravo que fuese. Se trataba, sin duda, de un nuevo e inquietante descubrimiento. Nunca antes había estado ahí. Sigfrido, al ver el gesto de Cornelio, supo que tenía razones para temerse lo peor.

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