Cuando ya tomaron tierra sobre la parte más elevada de una loma cubierta casi en su totalidad por una densa vegetación, lugar que ambos acordaron como el más apropiado en el más frío e incómodo silencio, concluyeron, también sin mediar palabra, tomar asiento el uno frente al otro, manteniendo una distancia entre ellos que no dejaba lugar a dudas acerca de la escasa simpatía que en aquel momento se tenían.
Cornelio suspiró profundamente, parecía inmerso en el proceso de hallar el modo adecuado de iniciar una conversación que no diera pie, al menos en un principio, a una estúpida discusión malhumorada. Sigfrido, por su parte, no tenía la menor intención de tomar la iniciativa, tampoco de dejarse llevar. Estaba convencido de que la única necesidad que movía al viejo para querer hacerle entrar en razones era la de tener acceso al pesado libro —al parecer mágico— de rugosa y negra cubierta que guardaba en el compartimento interior del bajo de la falda de su vestido, de lo contrario, es probable que ya lo hubiese abandonado, o, peor aún, incluso matado. Lo veía en sus ojos, en cada uno de sus gestos, aunque debía reconocer que también podría deberse a su propia percepción de las cosas, un tanto desquiciada en los últimos días. Sea como fuere, no pensaba dar concesiones al anciano, salvo que éstas respondiesen a algún engaño, que bien podía darse el caso, pues el viejo no andaba en absoluto escaso de astucia y malicia, a su parecer.
Mientras las palabras seguían sin dejarse sentir, la cabeza de Sigfrido discurrió hacia atrás en el tiempo, cuando, hacía unos días, siendo víctima de algún maleficio perpetrado sobre él por el espectro de aquel chiquillo que le insistiera tanto en que liberara su cuerpo sin vida de la horrible maldición que podría acabar afectando a su propia alma, perdió el rastro de aquellos con quienes marchaba. Al contrario que Cornelio o él mismo, se trataba de buena gente, de los que no rodean sus vidas con sombras demasiado oscuras y perversas, y eso le hizo recapacitar repentinamente sobre la insensatez que acababa de cometer desafiando de aquel modo al viejo, al que, de súbito, se sorprendió contemplando con cierto temor.
Aprovechando que éste perdía la mirada en algún lugar del horizonte, quizás, donde suponía debía hallarse aquella singular montaña con aspecto de cráneo, estudió cada parte de su rostro, deformado en un gesto donde, en ese preciso instante, convivían la indignación y la impaciencia, entre otras cosas. Sus ojos, que parecían lejanos a cualquier esperanza, daban muestras de un hastío irreversible, y eran aquellas las ventanas por donde, en ocasiones, Sigfrido veía asomarse la oscuridad que atormentaba el alma de Cornelio. Entonces, acudieron a su mente las osadas acciones protagonizadas por éste y de las que había sido testigo: como el hecho de enfrentarse a las dos brujas que lo llevaban preso la misma noche en que lo conoció, provocando así la muerte de ambas; su intromisión en el claro de dónde provenían aquellas voces que oyeron mientras él trataba de solventar aquel incidente tan inoportuno del enganche de su vestido, sorprendiendo con las manos en la masa a tres asesinos sin escrúpulos a quienes pretendía ajusticiar por su cuenta, a pesar de hallarse en clara inferioridad numérica; o la forma en la que había acabado con aquella hechicera, sin tener en cuenta su propia seguridad, lo que le había llevado a accidentarse gravemente hacía tan sólo unos minutos. Era indudable que el anciano tenía agallas, todo lo contrario que él, pero también parecía disfrutar cuando, en pleno frenesí, lograba dañar a su objetivo. Aún recordaba aquel momento, cuando, mientras desvestían a aquellas brujas a las que pertenecían las ropas que llevaban puestas, una de ellas, que daba muestras de estar tan muerta como la otra, clavó de repente sus ojos en Sigfrido, al que parecía seguir con la mirada a todas partes. Entonces, Cornelio pisó la cabeza de ésta, apretando el pie hasta aplastarle el cráneo, cosa que hizo con un sadismo que no se preocupó en disimular. Aquello, sumado a su habilidad con el hacha, por la que parecía sentir especial predilección, hizo que Sigfrido comenzase a padecer los incómodos efectos de un sudor frío, provocado por un repentino miedo.
"¿Qué diablos he hecho?", pensó el muchacho. "Este hombre, estando ya en el ocaso de su vida, incapaz, al parecer, de sentir miedo de las brujas o los zombis, puede que de ninguna otra cosa, que pretendía dirigirse a esa gigantesca aberración salida de la misma tierra sin tener en cuenta los peligros que pudiese albergar, que cada día que pasa le acerca más a su propia muerte por leyes naturales, ha visto frenado sus deseos por alguien que no ha demostrado ninguna valía digna de tener en cuenta, salvo la de esquivar el peso de la responsabilidad cada vez que ha podido: ese alguien soy yo. ¿Qué puedo esperar que haga en cuanto sea consciente de lo sencillo que le resultaría rebanarme el cuello mientras duermo y acabar de ese modo con mi molesta presencia? Es probable que ya lo esté pensando, que concluya disimular entendimiento y comprensión hasta que, llegado el momento idóneo, acabe dándome matarile. Puede que ni siquiera espere a que le de la espalda, pues tiene el arrojo suficiente para enfrentarse a mí, y yo le correría, a pesar de ser mucho más joven que él, pues vería la determinación en sus ojos, la que a mí me falta y puede que nunca tenga. ¿Y si lo mato yo mientras duerme o está desprevenido? No, no sería capaz de algo así, eso quiero creer. No por lástima, que también, sino por miedo a enfrentarme a mí mismo desde el momento en que lo hiciese. Preferiría huir, pero eso significaría estar solo en un mundo aberrante y terrible como éste; quizás, por esa misma causa seguimos juntos, porque ninguno quiere verse sin compañía, aunque no nos guste del todo la que tenemos al lado, que, bien visto, no deja de ser un semejante, que es mejor que nada. Pero no siempre es así, a veces, la experiencia es tan terrible que el camino conduce a una perdición de la que no puede volverse. ¿Será éste el caso? No quiero estar solo, pero tampoco quisiera arriesgarme a morir por no estarlo. Quizás, debiera hablar con él y decirle que, lo que realmente me ocurre, es que estoy aterrado".
Cornelio aún guardaba silencio cuando Sigfrido decidió hablar.
—Creo que te debo una disculpa —empezó diciéndole, dubitativo—. No sé qué pudo ocurrirme, fue como si se me hubiese nublado la razón por momentos.
—Tratar de dar explicaciones no servirá de nada. Ambos nos limitaríamos a decirnos mutuamente lo que creemos que el otro desea escuchar, más preocupados por enterrar el hacha de guerra que de ser sinceros, lo que nos llevaría a silenciar las verdades tal como las sentimos, no dejándolas salir, emponzoñando más aún nuestras propias heridas, que acabarían infectándose de tal modo que podría no existir cura para ellas. Déjalo. No te fuerces. No merece la pena. Será mejor que aceptes que es así como funciona, a no ser que se trate de personas extraordinarias, cosa que ni tú ni yo somos —el viejo hablaba mientras jugueteaba con uno de sus dedos en la tierra, trazando extraños símbolos que carecían de importancia, al parecer—. No obstante, déjame decirte que, en cierto modo, llevas razón; tengo mis sombras, al igual que tú, como todos. Quizás, las mías puedan ser más acusadas, pero no porque tenga más pecados a mis espaldas que ningún otro, sino porque no trato de ocultarlas como sí hacen muchos, la inmensa mayoría. No, no me refiero a ti, tan joven e inexperto, aunque habría de decir que te sobran maneras para llegar a ser alguien oscuro de veras en el futuro, si es que sobrevives a este incierto presente y no haces por cambiar. Muchacho, el problema no es la propia oscuridad con la que convivimos, a pesar de todo, sino que nos negamos a nosotros mismos al no aceptar su existencia, apresurándonos a ocultarla de los demás disfrazándola con mentiras que nos harán cautivos de por vida. Así es el hombre, que prefiere vivir en paz con los demás antes que consigo mismo, ignorando que lo primero es imposible sin cumplir antes con lo segundo. Se fiel a ti mismo, Sigfrido, tal como hiciste hace un momento, cuando me increpaste, aunque te recomiendo que cuides las formas, aunque sólo sea por decoro. Yo debería hacer lo mismo, ya lo sé. Pero basta ya de tanta cháchara aburrida que a nadie hace disfrutar. Baste decir que la verdad es incómoda en ocasiones, difícil de digerir, dolorosa de aceptar. Anda, saca ese libro y hablemos sobre él en su presencia. Diría que, de algún modo, posee vida propia y que piensa por sí solo, y que trata de embaucar a su lector. Pero creo saber cómo despistarlo.
Desconcertado, Sigfrido extrajo el libro, tal como le pidiera Cornelio, y lo puso entre los dos. El viejo se acercó al tomo e invitó alegremente al joven a imitarlo.
—He supuesto, tras mucho pensar, que cada hechicera porta uno de estos volúmenes. Sin duda, debe servirles como un recordatorio de sortilegios al que acudir cuando su memoria flaquea, si damos por bueno que lo que contienen son hechizos. El que debía ir en mi vestido bien puede estar sepultado junto a las brujas que colisionaron contra la casa donde te ocultabas hace unas noches. Siguiendo este razonamiento, es probable que aquella a la que he dado muerte hace un rato guarde otro similar. Es algo que, creo, deberíamos comprobar en cuanto pudiésemos.
—¿Qué lograríamos con eso? —preguntó Sigfrido, un tanto sorprendido por el cambio de actitud de Cornelio. No le parecía que fuese una treta para ganarse su confianza.
—Descartar la posibilidad de que todos los libros sean iguales. No tienen por qué serlo.
—¿Y de qué podría servirnos tal cosa?
—En el mejor de los casos, siendo muy optimistas, para extender nuestros conocimientos arcanos por encima de todas ellas, si es que eso es posible.
—Para eso haría falta saber leer la lengua en la que esos supuestos hechizos fueron escritos, después, si es que somos capaces de aprender algo, alcanzar su nivel, el cual ignoramos —protestó Sigfrido—. Y, la verdad, el detalle del idioma no deja de ser importante, si me permites la ironía.
Cornelio sonrió al oír al muchacho.
—Precisamente eso es lo que menos me preocupa, desde que le puse las manos encima, ese libro no hace más que susurrarme cosas en la cabeza, y créeme, aunque es cierto que se expresa en una lengua extraña, entiendo cada una de las palabras que dice. No te gustaría saber lo que piensa de ti —Sigfrido arqueó las cejas al oír aquello—. Para evitar que llegue a controlarnos, que es una sospecha de la que ya te hablaré más adelante, alternaremos la lectura, quizás, así tarde más en conocernos y doblegarnos a su voluntad, que creo que la tiene. No debemos olvidar que se trata de un libro hecho para brujas, posiblemente por otra de su misma especie, y nosotros no somos más que seres humanos. Pero, ¿quién sabe? Puede que esto nos lleve a adquirir una comprensión de todo este problema muy distinta de la que tenemos ahora, hasta es probable que demos con la solución, o que nos quedemos cerca, que ya es un logro.
—Muy alto apuntas.
—¿Y por qué no habría de hacerlo? ¿Es que no estás cansado ya de ser tan insignificante? El mundo está del revés, y el que antes estaba arriba ahora está por debajo. ¿Cuántos crees que habrá que, al igual que nosotros, hayan descubierto que son inmunes al interés de los no muertos, puede que también de otras criaturas, por ir vestidos como brujas? Particularmente, no creo que sean muchos.
Y así fue como, contra todo pronóstico, Cornelio y Sigfrido comenzaron, al fin, a colaborar como es debido. Fue el muchacho quien, animado por el anciano, inició el estudio del enigmático libro mientras el viejo, satisfecho por el modo en que había resuelto aquella pequeña crisis, se dedicaba a buscar algo con lo que contentar sus hambrientos estómagos.
Imagen tomada de www.imagui.com Desconozco la identidad del autor. Si este prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.
Eso está bien que empiecen a entenderse... jajajaj... y ese libro me encandila¡¡¡ genial relato¡¡ sigue así¡¡¡
ResponderEliminarQuién sabe hasta dónde podrán llegar este par de dos. Jajaja
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