Sigfrido necesitó un dilatado momento para poder apartar la vista del anciano, que yacía a sus pies sin sentido.
Abrumado por los últimos acontecimientos y la velocidad con la que éstos se habían desarrollado, sintió cómo un repentino cansancio se apoderaba de él, haciendo que sus párpados pesasen demasiado como para resistirse por más tiempo a caer en las redes del sueño. Pero no podía dejar al viejo allí; la pared había cedido, y el interior de la pequeña casa, o lo que quedaba de ella, era ofrecido gratuitamente a todo el que pasase y quisiera mirar. Decidió reunir los pocos muebles que veía y amontonarlos junto a una de las esquinas, improvisando así una suerte de refugio. Después, fue hasta donde se encontraba el anciano y lo arrastró hasta ponerlo a buen recaudo en el nuevo escondite. Se tumbó junto a él y, justo antes de ceder al sueño, su mente creó la inquietante visión de una manada de lobos hambrientos que, atraídos por el olor de la carne de los zombis abatidos y del que desprendía el propio cadáver del niño, llegaban y comenzaban a devorarlo todo. ¿Qué ocurriría si aquel pensamiento era premonitorio y se volvía real? Cabía la posibilidad de que alguno de aquellos animales quisiera husmearlo todo y diese con ellos mientras dormían. Sintió escalofríos al imaginarse una horrible escena en la que despertaba mientras, tanto él como el viejo, eran mordidos por una jauría de enormes y feroces lobos salvajes. No. No podía permitir que sucediese algo así. ¿Pero cómo evitarlo? Miró al anciano, que seguía sumido en un profundo sueño.
De repente, supo lo que tenía que hacer.
Tras suspirar pesadamente, Sigfrido se incorporó, lo cual hizo con extrema lentitud y cautela; por nada del mundo debía hacer ruido, eso al menos le decía su intuición. Volvió a tomar al viejo del mismo modo en que lo hizo antes y comenzó a arrastrarlo hasta el lugar donde éste había perdido el conocimiento. Allí lo dejó, con el mismo cuidado con el que debería ser tratado un familiar enfermo que es muy querido, y volvió a la frágil seguridad que le otorgaba el rincón donde había amontonado los muebles. De ese modo, si sus temores cobraban forma y, finalmente, eran visitados por una manada de lobos o algo similar, incluso peor, cabía la posibilidad de que éstos calmasen su hambre con la carne de los cadáveres que había alrededor de la casa, incluido el del pobre niño, y que, si aun así sus estómagos exigían más, terminaran saciando el apetito con la del viejo, que no parecía tener mucho que ofrecer en ese aspecto, quedando él como la última y más difícil opción a la que hincar el diente.
A pesar del agotamiento, tardó en conciliar el sueño, pues el sentimiento de culpabilidad por lo que pudiera pasarle a aquel hombre se resistía a abandonarlo. Cuando logró cerrar los ojos y dormir, algo que sólo el agotamiento propició, tuvo un inquietante sueño en el que era perseguido de forma incansable por una siniestra sombra que albergaba dudosas intenciones para con él.
Cuando despertó, cosa que sucedió a la mañana siguiente, un tanto sobresaltado, comprobó con alivio que el anciano aún seguía donde lo había dejado. Se acercó a él y se aseguró de que no le faltaba ningún trozo y que seguía respirando, cosa que, por fortuna, así era. Luego fue a sentarse donde había estado la puerta antes de que todo acabase patas arriba y contempló durante largo tiempo el desolador paisaje. Recorrió con la vista todos y cada uno de los cadáveres que yacían en el suelo preguntándose quienes y cómo habrían sido antes de acabar así. Cuando llegó al del pobre niño no pudo evitar sentir compasión. Sobrecogido, desvió la mirada, y sus ojos dieron con el lugar donde habían perecido las brujas, sepultadas por los escombros de la malograda pared contra la que habían chocado de una forma tan estrepitosa.
—Tuvieron el final que merecían —dijo el anciano desde detrás, que, al fin, había recobrado el conocimiento—. Ellas y todos esos malditos muertos que caminan —el viejo calló de repente—. ¿Y ese pobre niño? Deberíamos darle un entierro adecuado a esa criatura.
—Sí. Deberíamos —respondió Sigfrido.
El anciano, que aún seguía aturdido, miró a su alrededor, como tratando de cerciorarse que en realidad se hallaba en aquel lugar.
—¿Qué hacen todos esos muebles apilados en el fondo de la casa? No los recuerdo así anoche —dijo extrañado.
—Anoche estaba oscuro y no se veía nada —mintió Sigfrido.
—No estaba tan cerrada la noche como para no ver nada. Yo te vi a ti cuando esas malditas zorras me llevaban colgando por los aires con sus infernales escobas. Te pedí auxilio, y no recuerdo que me lo prestaras —repuso el viejo, con tono acusador.
—Te dejé pasar aquí la noche, por si eso te sirve.
—Acabé con esas brujas, aunque sólo fuera por un golpe de suerte. Creo que me gané con creces tu gratitud.
—También echaste la casa abajo.
El viejo señaló a las brujas.
—Eso lo hicieron ellas, no yo.
Hubo un momento de silencio en el que los dos hombres se sostuvieron la mirada.
—Cornelio Malhadado —dijo el anciano, que tendió la mano a Sigfrido. Éste, a su vez, se presentó dando su nombre y, por supuesto, estrechando la mano que le era ofrecida.
Aquel apretón de manos no fue precisamente el que se dan dos hombres de firmes principios, algo que no escapó a ninguno de ellos.
Imagen tomada de www.fondosmatrix.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder dedicarle una más que merecida reseña o retirarla de la publicación si así lo pidiese.
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