Sigfrido, aún con el cuerpo del niño entre los brazos, contemplaba absorto lo que sucedía por encima de su cabeza, incapaz de mover un solo músculo, tal era su sorpresa. Y es que, una mujer, toda ella vestida de negro y tocada con un sombrero picudo del mismo color, sobrevolaba el cielo estrellado montada sobre una vieja escoba mientras reía a diestro y siniestro, tal como haría alguien que pierde la cabeza y le encuentra la gracia a cualquier cosa, sea lo que sea. Allí por donde pasaba iba dejando una suave estela de lo que parecía una especie de humo blanquecino que tardaba unos segundos en disiparse. Otra bruja, pues no podía tratarse de otra cosa, se acercó a la primera. También ésta reía de aquella forma tan demencial. Con una de las manos, tal como pudo apreciar Sigfrido con horror, agarraba sin ningún cuidado lo que parecía un enclenque anciano, que, aterrorizado, se balanceada de un lado a otro en el vacío al tiempo que agitaba inquieto las extremidades y lanzaba desesperados gritos pidiendo auxilio. Sin previo aviso, la malvada hechicera lanzó al viejo hacia su compañera sin mostrar la menor consideración, como si se tratara de un singular juego de pelota. Ésta, que se hallaba concentrada en lo que pudiera ver en el suelo, quizás buscando alguna otra presa, se percató del pasatiempo que proponía su pareja de vuelo cuando todo parecía indicar que el infeliz hombre caería sin remedio. Lo atrapó con la habilidad propia de un halcón y volvió a elevarse con él, alargando así el tormento de la pobre víctima, que no paraba de proferir terribles alaridos. Sigfrido, dándose cuenta de que, gracias a eso, aún no había sido descubierto, soltó el cadáver que abrazaba sin el menor reparo y corrió a ocultarse a la casa muerto de miedo. Justo cuando entraba en la misma y agarraba la puerta para cerrarla, oyó la voz del anciano, que desde las alturas le pedía desesperado que lo socorriera. "¡Ayúdame, muchacho! ¡Ayúdame!", decía. Pudo sentir cómo las brujas cambiaban el tono de sus malévolas carcajadas, sin duda, intuyendo muy acertadamente que había alguien más allí aparte de ellas y su presa para que ésta hubiese reaccionado de ese modo.
"¡Maldición!", pensó.
Aún sin cerrar, con la puerta entornada, esperando obtener algo de cobijo con la negrura, Sigfrido acabó cediendo a la curiosidad y se asomó con extremo cuidado para fisgonear. ¿Qué estaría pasando?, se preguntaba. Tuvo que fijar la vista de nuevo para descubrir que las brujas habían descendido con brusquedad hasta casi tocar el suelo, y que volaban a ras del mismo en dirección a la casa.
En un momento dado, el viejo, reuniendo fuerzas de flaqueza, sin nada que perder, logró dar un manotazo en la fea cara de la bruja que lo llevaba casi arrastrando. Ésta, que no esperaba algo así, acusó el golpe en exceso, y la escoba, que quedó momentáneamente sin control, comenzó a describir una trayectoria de vuelo de lo más desconcertante, yendo a chocar con la que montaba su compañera. El anciano salió despedido hacia un lado, mientras que las brujas gritaban y maldecían en medio de un remolino de brazos y piernas, habiendo iniciado sus escobas un giro sobre sí mismas que no se detendría hasta llegado un desenlace que Sigfrido comenzó a temer, pues aquel peculiar vuelo de brujas prometía acabar con un aterrador impacto contra la fachada de la casa en la que se ocultaba.
No había tiempo que perder.
Cerró la puerta de golpe y corrió a refugiarse justo detrás de la pared de la derecha. Angustiado en exceso, pensó que, quizás, estaría más seguro en la otra parte, sin embargo, tras sopesar varias posibilidades, decidió ir hacia el lado más alejada de la puerta, justo enfrente, pero no logró llegar allí antes que un estremecedor ruido le hiciera saber que las brujas y sus escobas mágicas habían llegado violentamente al destino que había predicho un instante antes. Ya no reirían ni gritarían más, o eso creyó él, un tanto aliviado, por cierto. En ese momento pensó en el viejo, en la valentía que había mostrado al final, plantando cara a un ser que a él mismo le habría hecho permanecer inmóvil a causa de la impresión, por no entrar en más detalles. "Los buenos siempre mueren antes", se dijo entristecido. "Ese hombre merecía seguir vivo".
Fue entonces que alguien llamó a la puerta. Parte de la pared de ese lado cedió de inmediato, cayendo con estrépito y llenándolo todo de cascotes. El techo apenas aguantaba. Sólo la puerta, que no se apoyaba en casi nada, y las otras tres paredes seguían en pie. En el lugar donde, debido al accidente, se había efectuado el derrumbe, tres manos, dos pies calzados con zapatos negros de tacón ancho, y los extremos astillados de dos escobas sobresalían de entre los escombros. Sigfrido, que apenas sí salía de su asombro, abrió la puerta, que también acabó en el suelo con estrépito. En ella sostuvo la mirada un instante, incrédulo a la vez que confuso, para luego alzarla lentamente, hasta toparse con unos ojos nerviosos y llenos de vida, a pesar de hallarse alojados en un rostro carcomido por el tiempo y, por supuesto, también lleno de magulladuras a causa del tremendo golpe.
—Parece que alguien ha tenido problemas con su escoba últimamente —dijo el anciano, mostrando una inquietante sonrisa—. Siento lo de la casa, muchacho —volvió a decir.
Y entonces, sin previo aviso, perdió el conocimiento, dejando a Sigfrido con un palmo de narices en medio de aquel calamitoso escenario. “Podría ser peor“, pensó desorientado, tratando de darse unos ánimos de los que se sentía demasiado lejos.
Imagen tomada de www.elceluloidedeavogadro.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder dedicarle una más que merecida reseña o retirarla de la publicación si así lo pidiese.
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