“Perdido”, pensó Sigfrido, que, desanimado, se dejó caer entre la fronda y el musgo, rodeado de coníferas cuyas susurrantes hojas eran mecidas por una suave brisa fresca. “Perdido y, para colmo, sin darme la oportunidad a mí mismo de encontrar la senda correcta. Sí, quizás sea más cómodo llamar a otro, como acabo de hacer, para que sea él quien la busque por mí. ¿Tan incapaz soy? ¿Pero cómo ha sido ahora? Quizás, cuando tuve esa extraña sensación de que alguien trataba de guiar el discurrir de mi mente; es posible que me despistara entonces. Qué extraño me sentía, como si hubiesen querido desplazarme de mí mismo. ¿Y por qué pensaba en Cornelio como alguien a quien venerar y servir? Es todo muy inquietante y siniestro, tanto como esos muertos que caminan y esas brujas que vuelan, o el fantasma de ese niño". "Todo va de mal en peor desde que me alisté en el ejército para combatir en aquella guerra. En realidad no quería medir mi valor lastimando a nadie, sólo brillar y ser admirado. Pero la ilusión se esfumó en cuanto presencié el horror y el sufrimiento. ¿Qué locura lleva al hombre a dar muerte a sus semejantes? Huí, y para ello no tuve reparos en engañar a una buena persona, alguien que me tenía por amigo y a quien no dudé en mandar de nuevo a la contienda para que vengara la que él creyó sería mi irremediable muerte. ¿Y qué puedo decir de cuando abandoné al buen Alonso en aquel pequeño cementerio, rodeado de esos zombis, inventando una mentira que pudiera justificarme. Qué bueno que el muchacho se las arregló para salir de allí con vida. Pero yo..., no hay un solo gesto del que pueda enorgullecerme. ¿Qué hago? ¡Basta! ¿Cómo pretendo seguir adelante con semejantes reflexiones! Sigo vivo, y eso no creo que sea algo que muchos hubiesen podido celebrar de estar en mis circunstancias. Sí, aún respiro, y eso es bueno, por muy viciado que este el aire. Estas verdades de las que me lamento y muchas otras, si alguien supiese de ellas... No, nadie sabrá. A fin de cuentas, todos se disfrazan de lo que no son; eso decía mi padre cuando aún vivía, ¿o era mi madre? Fuese quien fuese, yo mismo soy un claro ejemplo de que llevaba razón. No hay más fin que vivir, a pesar de todo, y hoy día, no es poca cosa”.
—¿Dónde estás? —llamó Cornelio de súbito, interrumpiendo la reflexión de Sigfrido.
Éste se puso en pie, tratando de adoptar una actitud apropiada, aunque sólo fuese de cara al exterior.
—¡Estoy aquí! —exclamó.
Las pisadas de Cornelio empezaron a sonar más cercanas, aunque aún no se veían el uno al otro.
—Me pregunto cómo es que te has extraviado en un recorrido tan miserablemente corto; ¿pensabas en algo que requería demasiada atención, tal vez? —iba diciendo el viejo mientras andaba, en clara alusión al supuesto hechizo fallido que, estaba prácticamente convencido, había tratado de lanzar sobre el muchacho. Ardía en deseos de saber si, realmente, Sigfrido había sentido algo al respecto; ¿pero cómo preguntar una cosa así sin ser directo?—. Supongo que tampoco habrás encontrado nada con lo que matar el hambre.
En ese mismo momento, guiados por una fuerza invisible, como puede ser la propia suerte, los ojos de Sigfrido fueron a posarse en las ramas de un árbol, entre las cuales, había sido construido un nido. Entonces, teniendo en cuenta la ausencia de pájaros aquella mañana, reparó en que, si éstos se habían marchado, no habrían podido llevarse consigo sus huevos.
—Sí que habrá desayuno, nada que ver con aquellas ratas que preparaste —dijo, empleando un tono de fingida autosuficiencia.
Fue entonces que la figura encorvada de Cornelio hizo acto de presencia. Al fin, ambos se tenían el uno frente al otro.
—Imagino que te refieres al aire, pues, salvo la espada y la escoba, tus manos no tienen nada que pueda apetecerme —comentó, al ver que Sigfrido no tenía nada que ofrecerle.
El muchacho señaló hacia el nido.
—Por eso te llamé en realidad, aunque pienses que fue porque me perdí —mintió resuelto—. Si observas, el nido está en un lugar donde, por circunstancias del terreno, no puedo trepar, pero si me subo sobre tus hombros, esos huevos serán nuestros.
El anciano dejó escapar una sonrisa.
—Subirte sobre los cansados hombros de un viejo y tocar los huevos con esas manos, que, teniendo en cuenta lo sucedido ayer por la tarde, habrán de estar tan limpias como los excrementos de un cerdo. ¡Ni lo sueñes! Serás tú el que ofrezca sus hombros y yo el que se suba a ellos para agarrar esos deliciosos huevos, si es que queda alguno en el nido.
—También podríamos usar las escobas —propuso Sigfrido, al que no agradaba del todo la perspectiva de cargar con el peso del viejo, aunque éste no pareciera demasiado pesado—. La mía, al menos, sabemos que aún vuela.
Cornelio torció el gesto, pensativo.
—Inténtalo —dijo.
Sigfrido envainó la espada y se pasó la escoba entre las piernas, luego, suponiendo que debía centrar su atención en algo, miró fijamente hacia el nido y, esperando iniciar el vuelo, dio un brinco, que resultó acabar como cualquier otro; con los pies en el suelo. Decepcionado, lo intento un par de veces más, con idéntico resultado. Tras dedicar una significativa mirada a Cornelio, que daba muestras de estar aburriéndose, comenzó a correr con la escoba en la misma posición y a dar enérgicos saltos a cada pocos pasos, lo que resultaba poco menos que ridículo. Tampoco aquello funcionó.
—Cuando lo veas oportuno, estaré encantado de subirme sobre tus hombros —dijo Cornelio, que empezó a ojear el libro.
—¡No lo entiendo! ¿Por qué voló ayer sin que nadie le dijera nada? —protestó Sigfrido, que ya se situaba cerca del tronco del árbol en cuestión.
—Supongo que algo debió pasar para que emprendiera el vuelo —razonó Cornelio, que, tras tender al muchacho su escoba y sujetar el libro al vestido con la misma guita donde colgaba el hacha, trepó por la espalda de éste, que antes tuvo el detalle de agacharse y facilitarle así la tarea—. Ahora, si puedes, trata de levantarte para que pueda llegar hasta esos huevos.
Con una escoba en cada mano, Sigfrido, consciente de la importancia de no hacer movimientos bruscos, comenzó a alzarse con cuidado. Le había sorprendido la habilidad del anciano para colocarse en la posición idónea, pero más le sorprendió el poco peso de éste, aunque no esperara demasiado. “Sin el libro, que pesa lo suyo, sería incluso más liviano”, pensó.
—¡Ya están a mi alcance! —celebró Cornelio—. ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gustan los huevos?
El anciano estiró el brazo hacia el nido, mientras tanto, a Sigfrido lo alertó un ruido que venía de atrás. Por instinto, quiso volverse a mirar, a lo que el viejo protestó con un gruñido de desaprobación.
—¡Estate quieto, hombre!
Entonces, oyeron el lamento propio de los muertos, al que, a pesar de todo, no acababan de acostumbrarse. Sigfrido, finalmente, optó por volverse tan despacio como pudo, lo que obligó a Cornelio a mantener el equilibrio sobre sus hombros haciendo auténticos malabares.
Antes de que nadie dijera nada, las miradas de ambos se toparon con la oronda figura de un extraño espécimen de zombi al que le faltaban ambos brazos casi en su totalidad. La criatura, que en un principio parecía haber irrumpido en escena por mera casualidad, comenzó a olfatear el aire casi de inmediato, y, por consiguiente, a excitarse.
—¿Qué hace? —preguntó el joven, boquiabierto.
—La brisa hace que le llegue tu puñetero mal olor —respondió Cornelio, que seguía guardando el equilibrio.
De súbito, el no muerto miró amenazante a Sigfrido, que, permaneciendo muy quieto, con una escoba en cada mano y cargando al anciano sobre los hombros, comenzó a sospechar que tenía serios motivos para estar preocupado. El muerto, furioso, movió los muñones de los brazos, como si quisiese agarrar al muchacho, dirigiéndose acto seguido hacia él con ese característico y torpe caminar tan peculiar en aquella grotesca especie, y que, en su caso, además, evidenciaba una acusada cojera.
Sigfrido, desoyendo los consejos de Cornelio, que le pedía que mantuviera la calma, giró sobre sus pies y emprendió la huida apoyándose en las escobas a modo de bastones mientras avanzaba dando rápidos pasos aunque muy cortos. El anciano, que estuvo a punto de caer, se vio obligado a devolver al nido los huevos capturados, que fueron dos, y a inclinarse sobre la cabeza del muchacho, a la cual se agarró tomando un puñado de pelos en cada mano, lo que provocó las airadas protestas del joven. Así, de esa guisa, anduvieron los tres en círculos, o dos, mejor dicho, pues uno, más que caminar, montaba sobre otro.
Debido a la complejidad con la que se movía Sigfrido, el zombi, a pesar de sus muchas limitaciones físicas, le fue ganando terreno, hasta llegado un punto en que el agobiado muchacho casi podía sentir su aliento en el cogote. “De tener enteros los brazos, ya me habría cogido”, pensó horrorizado.
—¡Esto es una verdadera vergüenza! —gritaba el viejo ofuscado—. ¡Deja que me baje y pelee! Ése no me dura más de un golpe.
—¡Ni lo sueñes! –se negaba Sigfrido—. Si quieres bajar y pelear, hazlo de un salto. No pienso pararme para que me muerda mientras tú desciendes con toda tranquilidad. ¡Salta ahora y pártete la crisma, si quieres!
—¡Maldito idiota! No me quiere a mí, sino a ti y a tu nauseabundo olor a porqueria. Si tuviese veinte años menos ibas a ver.
—Si al señor le molesta el olor del transporte puede bajarse cuando guste, con sus veinte años de más, por cierto.
—¡Eres un cobarde pestilente! —rugió Cornelio.
—¡Y tú un viejo arrogante con muy mala baba! ¡Déjame en paz!
Mientras esta discusión se daba, la criatura se acercó más aún, tanto, que a punto estuvo de morder a Sigfrido. Entonces, tras proferir éste un grito de absoluta angustia y terror, sintió que ambas escobas empezaban a tirar de él hacia arriba.
—¿Qué sucede? —preguntó Cornelio alarmado.
—Algo me dice que el suelo está ahora mucho más abajo que antes —respondió Sigfrido.
—¡Es cierto! ¡Estamos volando! —exclamó el anciano, que, asombrado, dirigía la vista hacia el suelo, desde donde el zombi los seguía con la mirada.
—Sí, volamos, pero no sé cuánto podré soportar agarrado a estas escobas contigo encima de mí, tirándome tan fuerte del cuero cabelludo —advirtió Sigfrido, cuyas fuerzas empezaban a ceder.
Cornelio, abrumado por la sensación, apenas era consciente del peligro que corrían.
—¡Estamos volando! —celebró entre risas.
—¡Sí, es fantástico! Pero no creo que éste sea el modo más apropiado: yo, sujetando dos escobas; tú, subido a mis hombros y a punto de provocarme una severa calvicie con tanto tirarme del pelo.
Cornelio pensó que, tal como advertía Sigfrido, para tratarse de su primer vuelo, segundo del muchacho, la experiencia estaba resultando de lo más arriesgada, por no mencionar las formas, que no eran nada elegantes, por más que las circunstancias así lo hubiesen dispuesto. "Hay que poner remedio a esta caótica situación. Me haré con mi escoba y aprenderé a manejarla, al igual que hallaré el modo de hacerme con ese dichoso libro. Quién sabe, quizás, con un poco de suerte, acabe convirtiéndome en un brujo de renombre". Aquel pensamiento, lejos de preocupar al anciano, le hizo dibujar una maliciosa sonrisa. "Sí, un brujo. Por qué no".
Nada de aquello ocurriría si no salían de aquel entuerto. Debía subirse a su escoba, y debía hacerlo en aquel momento.
Se preparó para saltar.
—¿Qué te propones? —preguntó Sigfrido, que creía adivinar lo que ocurriría en cuestión de segundos.
Imagen tomada de www.villadanieli.com Desconozco la identidad del autor, por lo que será bienvenida cualquier referencia al mismo. Si éste prefiriese que su obra fuese retirada de esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.
Jajajaj.. esta relación me resulta muy curiosa y entretenida... además magia y zombies... me encanta¡¡ seguiré leyéndote; me lo estoy pasando en grande¡¡¡
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Esa es la idea, tratar de divertir a quien lea la historia a la vez que me divierto yo escribiéndola. Habrá muchas cosas más, pero no puedo desvelar nada por la sencilla razón de que todo es improvisado sobre la marcha. Ni siquiera sabría decirte cómo se me ocurrió dar pie a los zombis en este curioso apocalipsis místico.
EliminarPrometo seguir.