lunes, 4 de abril de 2016

43. Una sofocante lectura.

   Habiéndose ya marchado Cornelio, Sigfrido, viéndose completamente a solas y con el firme compromiso de aprovechar el momento para iniciar la lectura del enigmático libro al que el anciano concluyó llamar grimorio, acabó abriendo la oscura cubierta del mismo tras contemplarla un momento sin demasiado interés, con el convencimiento de que su aportación de bien poco serviría para descifrar aquellos símbolos con los que fueron escritas sus páginas.   Si bien el viejo le había asegurado, o ese al menos era su criterio, que sería el propio libro el que, por medio de una voz que sonaría en su cabeza, se encargaría de hacerle entender el significado de sus párrafos a cambio de ir adueñándose de la voluntad del lector, Sigfrido que no lograba imaginarse cómo podía suceder algo así, no pudo evitar discurrir acerca del asunto: "¿Y si la voz de la que habla Cornelio no existe y es creada por su propia mente? Eso significaría que está perdiendo el juicio. Y es cierto que lo parece, mostrándose extraordinariamente lúcido a veces, tan imprevisiblemente intrépido otras. Nadie que fuese realmente sensato haría ciertas cosas que sí hace él. Pero, ¿y si fuera cierto que este libro ayuda a quien trata de leerlo a comprender lo que su autor plasmó en sus páginas? Tampoco sería de extrañar, teniendo en cuenta los inesperados acontecimientos, todos ellos extraordinarios, increíbles, que se vienen sucediendo desde hace varias semanas. Pero basta de dudas. Hemos hablado y llegado a una especie de acuerdo, así que debo obligarme a mí mismo a echarle un ojo a este siniestro volumen, aunque de nada sirva".

   Sigfrido corrió algunas páginas hacia adelante, mostrando cierto interés en los extraños y llamativos dibujos que acompañaban al texto, compuesto éste por símbolos de diversas formas, a cual más inverosímil. Todos ellos se repetían de cuando en cuando, mezclándose entre sí en infinitas combinaciones, lo que evidenciaba que, en efecto, debía tratarse de alguna lengua desconocida, quizás, venida del mismo lugar que aquellos muertos vivientes y demás criaturas. Decidió concentrarse en sus quehaceres a mediación del tomo, abierto el mismo de par en par en una parte en la que, en la página de la izquierda, podía verse un enorme grabado en el que un individuo se erguía en medio de un amenazante círculo de fuego, siendo la página de la derecha la que ofrecía las largas parrafadas, y en la que, tras desviar la vista de la imagen, Sigfrido posó sus ojos con cierto desconcierto e incredulidad. Por más que se esforzó en discernir las posibles similitudes de aquel escrito con la lengua que hablaba, y que era la única que conocía, le resultó inútil hasta el punto de alcanzar los límites de la frustración. No tardaría en darse por vencido. Sin embargo, algo llamó su atención en aquella página repleta de signos de formas inverosímiles; de súbito, gran parte de la misma pareció oscurecerse, a excepción de un grupo de símbolos distribuidos al azar, sin ningún orden aparente, que brillaron con mayor intensidad conforme más se centraba en ellos Sigfrido, que no salía de su asombro. Entonces, como si un guía invisible compartiese aquel momento con él y le indicase lo que debía hacer, averiguó el orden con el que debía distribuir aquellas curiosas letras correctamente hasta formar lo que debía ser una palabra. Una vez dio forma a la misma, una profunda voz resonó en su cabeza, hablando de un modo que no pudo entender en un principio. Luego, la voz repitió una y otra vez el mismo término, hasta que Sigfrido, luego de superar su aturdimiento, comprendió que aquella podría ser la pronunciación con la que debía ser dicha aquella extraña palabra. Impulsado por un leve entusiasmo, dejó que de sus labios brotase la misma repetidamente, al tiempo que se centraba en aquellos signos iluminados por alguna suerte de sortilegio. Y fue entonces que, sorprendentemente, comprendió el significado de la misma.

   Abrumado por el descubrimiento, separó los ojos del libro. Necesitaba ordenar sus pensamientos. Reconocía que, después de todo, Cornelio tenía razón, aquel libro enseñaba a su lector el modo correcto de ser leído, haciendo además uso de una voz que mostraba aun la forma en que debían ser dichas las palabras que en sus páginas habían sido escritas. Decidió volver su atención sobre el texto, pero los símbolos iluminados al azar sobre un fondo oscurecido habían dado paso a las páginas en su versión original. Contempló el dibujo nuevamente durante un instante, tras el cual, se volcó sobre el texto. La oscuridad no tardó en resurgir, al igual que los signos brillantes y la voz interior. Sigfrido se vio a sí mismo entonando continuamente la misma palabra, que comprendía ya con absoluta claridad. Cuando su pronunciación logró la perfección, cosa que sucedió en un tiempo extraordinariamente corto, otros símbolos distintos a los primeros ocuparon el lugar de éstos, y la voz cambió la palabra, invitando al joven a imitarla. Así fue que, siempre formados por símbolos que provenían de distintas partes de la misma página, aparecieron, uno tras otro, un sinfín de términos. El joven pronunció todos y cada uno de ellos tal como le mostraba la voz que debía hacerlo, cada vez con más claridad y fluidez. Sin embargo, sintió cómo alguien o algo hurgaba en algún lugar de su interior, quizás, buscando el abismo más profundo de su ser. Sea como fuere, Sigfrido no le dio demasiada importancia, atendiendo tan sólo a aquello que hacía, ávido de saber más a cada minuto que pasaba.

   Por alguna razón, el grabado del hombre rodeado por un anillo de fuego emergió también de entre las sombras, brillando con la misma fuerza que las letras, pareciendo incluso cobrar vida, pues las llamas danzaban enérgicas en torno al sujeto, que permanecía inmóvil en el centro del círculo. Sigfrido comenzó a sentir un calor sofocante, quizás, a causa del sol del mediodía, que ya desde la mañana anunciaba un día caluroso, o puede que por la curiosa lectura también, pues trataba sobre alguien que amaba al fuego, y las llamas, sabiéndose adoradas, ofrecieron a éste protegerlo contra todo mal a cambio de un pequeño trozo de su alma, que ya nunca le sería devuelto. Y Sigfrido quiso ser como aquel hombre de la historia, para no tener que volver a temer a nada ni nadie en adelante.

   Una voz, distinta a aquella que le hablaba en su cabeza, trató de hacerse sitio llamándolo por su nombre de manera incansable, pero el joven no quería atenderla, le impedía escuchar a la otra, que tantas cosas maravillosas le estaba mostrando, sin embargo, la nueva voz parecía resuelta ha hacerse oír costase lo que costase. Molesto, trató de ignorarla, pero fue inútil, pues el vigor de la misma fue deshaciendo el encanto que lo ligaba a la anterior, que, poco a poco, fue desvaneciéndose hasta desaparecer del todo, al igual que los símbolos brillantes y el vivo dibujo sobre fondo oscuro. No tardó en volver al mundo real.

—¡Sigfrido! —gritaba Cornelio fuera de sí.

   El muchacho buscó al anciano con la mirada, al que encontró observándolo con gesto de extrema preocupación.

—¡Al fin vuelves en ti! —exclamó éste—. ¡Sal de ahí, si no quieres asarte como un trozo de carne, mendrugo!

   Desconcertado, Sigfrido no logró entender las palabras de Cornelio, así como tampoco comprendía el motivo de tanta urgencia. Fue entonces que reparó en el abrasador e insoportable calor que le hacía sudar con acopio, y en el fuego que le rodeaba, cuyas llamas apenas alcanzaban la altura de las rodillas de un hombre adulto de mediana estatura. La sorpresa fue tal que no supo reaccionar.

   El viejo tomó su escoba por el mango y comenzó a golpear el fuego con las cerdas de la misma con objeto de ahogarlo y obtener un hueco por el que poder pasar, algo que logró sin mucho esfuerzo dada la debilidad del incendio. Entonces, con un rápido movimiento, entró en el anillo y, tomando a Sigfrido de la solapa, lo obligó a salir al exterior, donde su vida no corría peligro. Tras ello, el anciano siguió asfixiando las llamas hasta extinguirlas del todo mientras el joven lo miraba ausente.

—¿Qué diablos estabas haciendo, insensato?

   El muchacho dudó un instante antes de responder.

—Creo que he hecho magia —dijo al fin, apretando el negro libro contra su pecho en un gesto protector, algo que no acabó de gustar a Cornelio.

   

   Imagen tomada de www.forocoches.com Desconozco la identidad de su autor. Si éste prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.