miércoles, 29 de junio de 2016

46. Una senda entre los árboles.

   Un pequeño incendio mostraba el lugar donde la bruja había sufrido el flamígero ataque de Lúcida, dando motivos a ésta para que emprendiera una precipitada huída montando sobre su escoba. El fuego, que alejaba tímidamente la oscuridad imperante, iba perdiendo poco a poco su viveza inicial, lo que hacía indicar que pronto se extinguiría. Alonso, que seguía tapando sus vergüenzas, se dedicó a pisotear los llamas más pequeñas con objeto de acelerar el proceso de apagado.   El farolillo yacía en el suelo hecho pedazos.
—Sé cómo solucionar ese problema tuyo, Alonso, acompáñame al interior de la casa, aunque tendrás que quitarte los pantalones si quieres que ponga mis manos a trabajar en ese agujero tuyo, el de la prenda, quise decir; porque supongo que no sabrás coser —dijo Nicodemo, que, de repente, parecía haber recobrado la compostura tras el mal trago que le había tocado vivir y que tanto le hubo afectado.
—¿Qué es lo que escucho? ¡No hay tiempo para jugar a los sastres! ¡No es momento de idioteces! —protestó el caballero, que seguía inmovilizado cual estatua.
—Mi buen paladín, dudo mucho que vayamos a ninguna parte contigo en ese estado. La niña y yo no podemos llevarte a hombros, y el chico, aunque es fuerte en extremo, está agotado. No veo qué hay de malo en dedicar un poco de tiempo a algo que podría evitarnos una visión que, al menos a mí, me hace pasar vergüenza en todos los aspectos, si es que me entiendes. El mismo perjudicado se siente incómodo con sus descomunales vergüenzas al aire. ¡Mirad sino cómo cubre su hombría con ambas manos!
   Alonso balbuceó algo ininteligible. Parecía impaciente.
—Lo sé, muchacho. Sígueme, ahora, por favor —dijo Nicodemo, que se adentró en la casa seguido por el enorme hermano de Lúcida.
—¡Pero debemos marcharnos ya! —exclamó el caballero agitado—. Podría haber más como esa maldita vieja por aquí, por no hablar de los muertos, que a saber por dónde las llevan.
   Lúcida se acercó a él.
—¿Qué sientes al no poder moverte? —preguntó curiosa.
   Crisanto la miró un tanto abatido.
—Para ser sincero, me siento ridículamente vulnerable y angustiado —respondió apesadumbrado.
   Una expresión de asombro les llegó desde la casa.
—¡No puedo creer lo que ven mis ojos! Es peor de lo que pensaba, hiriente y ofensivo aun sin pretenderlo. ¡Aparta, muchacho! Aléjate de mí mientras tengas eso al aire, no sea que en algún movimiento involuntario pueda rozarlo, lo que no sería de mi agrado, te lo aseguro. Espero que tampoco del tuyo. Sí, eso espero. En estos casos las distancias cortas son muy problemáticas, demasiado —se oyó decir a Nicodemo—. Anda, ve al otro lado de la sala, justo detrás de la mesa, que yo miraré hacia la pared mientras remiendo el roto. Y no te acerques hasta que acabe, que será cuando yo te lo diga, ¿entendido?
   Alonso gimió con timidez.
—¿Hacia dónde iremos ahora? —quiso saber Lúcida, que parecía divertida por lo que acababa de oír.
   Crisanto suspiró antes de responder.
—Cuando partamos, cosa que quizás hagamos alguna vez antes de que nos encuentren y nos maten, deberíamos dirigirnos hacia el norte. No muy lejos de aquí, a un kilómetro escaso, como ya nos dijo Nicodemo, se encuentra el pueblo de Media Piedra, donde espero hallar algo de descanso, por poco que sea, no sin antes identificarme y haber informado a las autoridades de la naturaleza del peligro que amenaza la seguridad de sus habitantes, cosa que creo haber dicho antes —dijo.
   De súbito, el caballero, que había permanecido paralizado en el inicio de la acción en la que pretendía golpear a la bruja cuando ésta lo hechizó, acabó bruscamente el movimiento hasta entonces inacabado, lo que le hizo caer al suelo atropelladamente
—¡Rayos! ¡Mil rayos! —exclamó dolorido.
   Lúcida, tras el lógico sobresalto, corrió en su auxilio.
—Llevas razón, ya hablaste sobre eso; lo había olvidado con los nervios —reconoció—. ¿Estás bien?
—Sí, al menos ya puedo moverme.
   La voz de Nicodemo volvió a dejarse sentir.
—¡Ya está! Tus pantalones no volverán a dejar en libertad aquello que nunca debió ver la luz mientras hubo presente gente decente, a no ser que vuelvas a desgarrarlos, cosa que no me extrañaría en absoluto teniendo en cuenta lo ajustados que te quedan —celebró el hombre, que parecía satisfecho con aquel logro.
   Alonso gimió agradecido.
   Crisanto, ya en pie, tras comprobar que volvía a gobernar cada parte de su cuerpo, se acercó a la puerta, desde donde se asomó al interior,
—Deberíamos partir ya —dijo.
—En seguida —convino Nicodemo—. Sólo déjame coger otro farolillo de aceite que tengo guardado para casos de necesidad, pues el primero fue heroicamente sacrificado para salvarme de las garras de esa bruja, como bien la llamó Lúcida, ya que aquella horrible mujer no podía ser otra cosa. El camino hasta el pueblo, aunque corto, es demasiado oscuro para recorrerlo a estas horas de la noche, y transcurre por una densa arboleda que no deja pasar la luz de la luna. Nos vendrá bien para no extraviarnos en las tinieblas. Mientras lo enciendo, tú y Alonso, ya con sus pantalones arreglados, como podrás comprobar, deberíais coger vuestras armas, por lo que pueda pasar.
   El caballero asintió, pensando que la propuesta de su anfitrión, muy aficionado a perderse en los detalles cada vez que hablaba, sonaba sensata, entonces, entró y tomó la espada del lugar donde la había dejado una vez se echara a dormir, instando a Alonso, ya completamente vestido, a hacer lo propio con su maza de combate.
   Cuando todo estuvo listo, fue el propio Nicodemo el que insistió en ponerse a la cabeza del grupo.
—Ninguno conocéis tan bien como yo este sendero, y aunque parezca algo fácil de hacer aun para un foráneo, las sombras invitan a la confusión, y eso podría hacer que nos perdiéramos, con las terribles consecuencias que podría acarrearnos en un momento como éste —decía mientras empezaba a caminar—. Es curioso, esta noche, que debería haber sido tranquila, he sido interrumpido en el momento de la cena por unos desconocidos, vosotros, a los que he abierto la puerta de mi casa y ofrecido asilo. Esos mismos invitados, vosotros también, me desvelan como ciertos unos oscuros rumores que más valdría no conocer, y que tratan sobre muertos que caminan. Entonces, la propia puerta de mi casa se transforma en un monstruo y trata de devorarme, cuando en realidad no había ningún monstruo, sino una vieja, bruja al parecer, que nos ha engañado a todos por medio de una ilusión que a saber cómo ha creado. Me salváis de morir en sus garras, por lo que os estoy agradecido. Ahora, abandono mi hogar y no sé muy bien cómo ni cuándo volveré. Debería estar enfurecido, o algo así, supongo, sin embargo, reconozco estar entusiasmado ante la perspectiva de comenzar una arriesgada aventura en vuestra compañía. No me reconozco, si debo ser fiel a la verdad.
—Hablas mucho, Nicodemo —escupió Crisanto.
—Eso mismo me digo a veces, pero no sé cómo callar a su debido tiempo —reconoció el hombre.
—Si eres incapaz de callar, yo mismo te pondré una mordaza en la boca para obligarte.
   Luego de dar una veintena de pasos, quizás una treintena en el caso de la niña, llegaron a la linde de la arboleda, donde se internaba el estrecho sendero que partía de la casa. Nicodemo se detuvo indeciso, alumbrando con el farolillo los árboles que tenía más cerca.
—Su aspecto durante la noche es mucho menos tranquilizador que cuando luce el sol. Es como si esperasen el momento adecuado para dejar caer esas enormes ramas sobre aquellos que se atrevan a acercarse demasiado, como es nuestro caso —murmuró temeroso.
—No son más que árboles, Nicodemo, no permitas que tu imaginación les otorgue capacidades que no les pertenecen —manifestó Crisanto—. Vamos, no hay tiempo que perder.
   Panzagónica respiró hondo, tras lo cual, inició la marcha un tanto tembloroso. Los árboles se agolpaban a ambos lados de la vereda desde el principio, en algunos tramos, se apretaban los unos contra los otros de tal modo que casi formaban una pared impenetrable por donde ni siquiera era posible ver qué había más allá, más aún en la noche, lo que aumentaba la sensación de agobio de los viajeros, que apenas se atrevían a separar los labios. Alonso cerraba el grupo, cubriendo la espalda a su hermana, que iba de la mano de Crisanto, que, a su vez, no se separaba un palmo del asustado Nicodemo, que cada vez avanzaba con mayor lentitud acuciado por la incertidumbre.
   Una vez dejaron atrás el denso bosquecillo, lo que les llevó una decena de minutos, tal vez, se sintieron de veras aliviados.
—Sé que debe sonar a locura, pero tengo la sensación de que esos árboles estaban dispuestos de otra forma menos asfixiante la última vez que pasé entre ellos, incluso he llegado a sentirme amenazado —declaró Nicodemo con la voz entrecortada.
—Debo admitir que he llegado a ponerme nervioso —reconoció el caballero.
   Alonso se volvió y arrojó una piedra contra los árboles. Tras escucharse el sonido de ésta al chocar, obtuvieron como respuesta un extraño y siniestro murmullo proveniente de la arboleda.
—No debiste hacer eso —lo increpó su hermana.
   Alonso retrocedió consternado.
—Vámonos de aquí —ordenó Crisanto.
   Nicodemo no se lo pensó dos veces y dirigió de nuevo sus pasos hacia el norte, con más brío esta vez.
—¿Oísteis eso? —preguntó agitado—. ¿Qué sería? Nada bueno, estoy seguro.
—Así es, nada bueno —respondió Crisanto, que casi lo atropellaba al andar.
—Quizás no sea tampoco malo —dijo Lúcida—. Nada nos hizo daño allí, a pesar de todo.
—Ya lo discutiremos en otro momento, niña, ahora urge llegar cuanto antes a Media Piedra —repuso el caballero.
   Al fin, tras un corto viaje que se les acabó antojando interminable, alcanzaron el pueblo, protegido por una vieja y descuidada empalizada de madera que daba la impresión de estar a punto de caerse en cualquier momento.
   Nicodemo se acercó al portón y lo golpeó fuertemente con el puño por tres veces.
—¡Abrid! ¡Somos amigos! —dijo, cuidándose de no gritar demasiado.
   Un ruido se oyó del otro lado, aunque no inmediatamente. Daba la impresión de que alguien subía por unas escaleras sin demasiada prisa, incluso se le oía refunfuñar.
—¿Quién sois a estas horas y que queréis? Habéis de saber que la puerta no se abre hasta después del canto del gallo, aunque éste pueda atrasarse —dijo una voz desde arriba—. ¡Nicodemo Panzagónica! ¿Qué haces aquí?
   Los integrantes del grupo miraron hacia el individuo que les hablaba, que se asomaba tras la empalizada por encima de la puerta.
—Será mejor que abráis la puerta, señor —dijo Crisanto, imprimiendo autoridad en la voz a pesar de no haber impartido ninguna orden, al menos de forma directa—. Traemos malas, muy malas noticias.
—¿Qué está diciendo este sujeto, Nicodemo? —preguntó el hombre, que parecía confuso—. ¿Debería abrir la puerta? Si son forajidos y te están obligando a...
—No hay nada que temer de esta gente que viene conmigo, Antonio Plomocansino, ya que no son forajidos, sino unos amigos, por así decirlo, que me han salvado la vida recientemente. Será mejor que abras la puerta cuanto antes, no sabemos de cuánto tiempo disponemos. Además, si te contamos desde aquí lo que hemos venido a decir no nos abrirías nunca —dijo el aludido con cierta urgencia.
—De acuerdo —accedió Antonio, que hizo señas a alguien con la antorcha que portaba—. Pero, quizás, cuando sepas algunas de las cosas que desde hace unos días suceden aquí dentro, prefiráis estar fuera.
   De nuevo, el solitario aullido de un lobo, tal como sucediera después de la huida que emprendiera la bruja una vez se vio envuelta por las llamas, desgarró la quietud de la noche. Esta vez sonó más cercano, como si el animal, de ser el mismo, hubiese tomado la decisión de seguir los pasos de Crisanto y el resto de componentes del grupo, por así decirlo.
   Una serie de ruidos sonaron tras el portón, que no tardó en abrirse pesadamente.
   Imagen tomada de www.lugubreclamor.blogspot.com Desconozco la identidad del autor de la obra.

lunes, 20 de junio de 2016

45. ¡Brujería!

   Los desagradables sonidos que producía aquella aberración en su empeño por engullir a su desgraciada presa, además de la horrible sensación que provocaba contemplar tan horrenda escena, hicieron que Alonso y Crisanto permanecieran inmóviles durante unos segundos que se volvieron desesperadamente eternos. Finalmente, fue el caballero el primero en reaccionar, abalanzándose sobre lo que antes fuera una puerta normal y corriente y tomando a Nicodemo por uno de los pies, del que tiró con fuerza. El hermano de Lúcida no tardó en situarse junto a él, haciendo lo propio con el otro pie. Ambos combinaron esfuerzos en un desesperado intento por salvar a Nicodemo, al que oían decir cosas que no eran capaces de comprender, aunque sí que imaginaban, dadas las circunstancias.   Espantada, Lúcida permanecía tan lejos como le era posible del lugar donde se desarrollaba la acción, cuando una inquietante pregunta acerca del tamaño que debía tener aquel ser acudió súbitamente a su cabeza. Se le ocurrió que podría hallar respuesta a la misma si, ayudándose de una luz y reuniendo el valor suficiente, se asomaba por una de las ventanas y echaba un vistazo. Tras pensarlo dos veces, sintiéndose en la obligación de hacer algo, la chiquilla corrió hacia la chimenea, donde se las ingenió para encender con relativa rapidez un pequeño farolillo de aceite que colgaba de una de las paredes, y con el cual se acercó a la ventana más próxima, desde donde esperaba gozar de una perspectiva que le permitiera hacerse una idea del alcance del problema al que se enfrentaban. Retiró el pestillo que mantenía bloqueada la puertecita de madera que impedía que nadie del exterior pudiese curiosear el interior y viceversa, y, sin atreverse a abrir la ventana, miró a través de ella hacia el lado donde estaba la monstruosa puerta, por llamarla de algún modo, esperando toparse con el gigantesco cuerpo de algún ser no menos abominable que el rostro al que se enfrentaban Alonso y Crisanto, y del que debía ser inequívoco dueño. Supuso que, dada la situación, la criatura debía estar echada sobre la tierra, desparramada cuan larga era, sin embargo, no vio más que oscuridad. Azotada por la inquietud y la agitación, tras una insistente ojeada durante la cual no logró descubrir nada digno de mención, Lúcida, justo cuando estaba a punto de desistir, se percató de la presencia de un objeto alargado apoyado contra la fachada de la casa. Centró la vista en el mismo y averiguó que se trataba de una vieja escoba. No recordaba haberla visto allí cuando llegaron, aunque es cierto que aquello había sido en plena noche y bien podría habérsele pasado por alto un detalle así.

—¿Recordáis alguno que hubiese una escoba fuera de la casa, no muy lejos de la puerta? —preguntó en voz alta.

   Alonso dejó escapar un extraño gemido al tiempo que negaba con la cabeza. Tanto él como Crisanto seguían tirando de Nicodemo con brío, y a Lúcida le pareció que habían logrado recuperar buena parte de él, aunque seguían lejos de poder rescatarlo del todo.

—Ninguna escoba vi, aunque debo reconocer que tampoco puse interés en buscar alguna —respondió el caballero con voz forzada—. ¿A qué viene la pregunta en un momento tan inapropiado como éste, si puede saberse?

   Lúcida no contestó, sino que volvió su atención a la ventana y, sin ceder al miedo, que lo tenía, abrió la misma, dejando el hueco suficiente para dejar pasar parte de su cuerpo. Primero sacó la mano con la que aferraba el farolillo para seguir luego asomando el resto, hasta llegar casi a la cintura. Una vez creyó estar en la posición idónea, giró la cabeza en dirección a la puerta. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, ayudándose con la escasa luz de la linterna que portaba, en lugar de encontrarse con un ser monstruoso, como esperaba, fue insólita testigo de cómo una mujer excesivamente mayor que reía maliciosamente sin parar, toda ella vestida de negro y tocada con un largo sombrero picudo del mismo color, tiraba del pobre Nicodemo, que, aterrorizado, no paraba de pedir auxilio. Más de la mitad del cuerpo de éste asomaba por el lado de la puerta que daba al exterior, y que presentaba un aspecto de lo más normal, a pesar de la dantesca forma que miraba hacia dentro de la casa y que había atrapado a su inquilino, al que parecía estar devorando en las mismas narices de aquellos que eran sus huéspedes y que ofrecían a la bestia toda la resistencia que les era posible.

   Lúcida advirtió de inmediato la importancia de poner en conocimiento de Alonso y Crisanto su reciente y asombroso descubrimiento. ¿Quién o qué demonios era aquella anciana y por qué disfrutaba tanto haciendo aquello? La niña cayó al instante en la respuesta: "¡es una bruja!", se dijo.

   Mientras la chiquilla mostraba su valía en un arriesgado ejercicio de investigación, el hermano de ésta y el caballero agotaban las pocas fuerzas de que disponían en su empeño por salvar a su desafortunado anfitrión. Tal era el cansancio, dado el poco descanso del que habían disfrutado en el corto periodo de sueño recién interrumpido, que a Crisanto, que aferraba una de las piernas de Nicodemo, le temblaron las suyas propias, lo cual le hizo caer durante un lance de tan singular contienda. Trató de incorporarse, pero su agotamiento le impedía moverse con la frescura que exigía el momento, así que permaneció sujeto al pie de la víctima que pretendía rescatar, pues hasta allí descendieron sus manos, aplicando su peso como única medida de oposición mientras buscaba tomar un merecido soplo de aire. Fue entonces que se percató de la incómoda cercanía de las nalgas de Alonso, que se dejaba el alma en un esfuerzo sobrecogedor. Crisanto, que apenas podía girar la cabeza, no pudo evitar fijarse que, justo a la altura de la entrepierna, el pantalón del gigantesco hermano de Lúcida presentaba un desgarrón de dimensiones considerables por el que asomaba buena parte de la nobleza del muchacho. Aquella visión resultó desagradable en exceso al caballero, que tardó en apartar la mirada de tan inesperado hallazgo, con tan mala suerte, que fue a apuntar con la nariz hacia el trasero del bueno de Alonso justo cuando éste, debido a la dedicación con la que se empleaba, sin olvidar los excesos que protagonizó durante la cena, dejaba escapar una larga, estruendosa, y maloliente ventosidad que bien podría haber protagonizado una mofeta sobrealimentada con serios problemas de digestión. Humillado, Crisanto soltó un lamento tan agónico como el de un moribundo, al que siguió un sinfín de maldiciones como nunca antes había dicho. De buena gana habría pateado aquellas nalgas, a pesar de comprender la involuntariedad de Alonso, que parecía pedirle sinceras disculpas con la mirada. Como respuesta, el caballero, colérico, con renovadas energías a causa de la ira, comenzó a tirar con fuerza del pie de Nicodemo mientras gritaba furibundo.

   En ese preciso instante llegaba Lúcida junto a ellos.

—Hay una mujer al otro lado tirando de Nicodemo. No está siendo devorado por ningún monstruo, aunque parezca lo contrario —advirtió.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Crisanto, que de repente caía en la cuenta de que, a pesar de los afilados y enormes colmillos que poblaban las fauces del grotesco rostro contra el que luchaban, no había sangre de ningún tipo que evidenciara mordisco alguno en su desgraciada presa —¡Maldición! ¿Qué diantres está pasando?

   Alonso gimió desconcertado.

   Ante la atónita mirada de todos, Lúcida, ignorando al monstruo, acercó la mano a la cerradura de la puerta, giró la llave y agarró el tirador de la misma. Después, hizo señas a su hermano y al caballero de que soltasen a Nicodemo. Éstos, tras dudar un momento, obedecieron. Las piernas del hombre desaparecieron al instante, lo cual aprovechó la niña para abrir la puerta con toda tranquilidad.

   Ante ellos, gracias a la luz que proyectaba el farolillo, pudieron ver a la vieja de la que les hablara Lúcida, que echaba ambas manos al cuello del aterrado Nicodemo, dispuesta a estrangular al buen hombre, sobre el que, además, se inclinaba con la intención de besar en los labios, para mayor horror de éste.

   Alonso gimió confuso.

—¡Es una bruja! —gritó la niña, que, de repente, señaló hacia un lado—. Ahí tenéis la escoba de la que os hablé, su escoba.

   Crisanto, exigiéndose un último esfuerzo, aunque no tuviese la espada entre sus manos, cargó decidido contra la que Lúcida calificó como bruja, dando por buena la acusación de la niña. La hechicera, al verse sorprendida, dejó libre a Nicodemo, que cayó al suelo con estrépito, absolutamente abatido, y centró su atención en aquellos tres insensatos que con tanta insolencia la habían interrumpido.

   Recibió al caballero sin el menor nerviosismo, paralizándolo con un rápido gesto de la mano. Lo mismo habría hecho con Alonso de no ser por la distracción que para ella supuso la visión del miembro de éste sobresaliendo por el roto de sus pantalones mientras se acercaba a toda velocidad, lo que dio al muchacho el tiempo suficiente para descargar en el rostro de la desconcertada vieja un fuerte puñetazo que habría sido suficiente como para arrancar la cabeza a la mayoría de los hombres comunes, sin embargo, la bruja no cedió más que un palmo de terreno a causa del impacto, tras lo cual, saltó sobre el muchacho dando terribles e histéricos gritos que parecían imposibles. Alonso apenas podía contener la rabia de la hechicera, que arañaba y mordía su carne tal como lo haría una bestia del campo que se siente acorralada y sin escapatoria. Aun así, el muchacho, lejos de amedrentarse, logró encajar un buen cabezazo entre los ojos de la enloquecida anciana, que volvió a retroceder aturdida, momento que fue aprovechado por Lúcida para arrojar sobre ésta el farolillo de aceite, que, al chocar contra el cuerpo del objetivo, se quebró, liberando incontables llamas que comenzaron a devorar a la bruja, que profirió alaridos de un dolor que parecía insoportable.

   A pesar de todo, la hechicera, en lugar de caer al suelo y agonizar, extendió uno de sus brazos incendiados hacia la escoba, que flotó en el acto hacia ella, y, tomándola, la montó a horcajadas de inmediato e inició un apresurado ascenso hacia el estrellado cielo nocturno, hasta confundirse con una diminuta bola de fuego que se desplazaba en las alturas en dirección sur entre terribles gritos donde se mezclaban el odio y la aflicción.

   De haber estado despiertos, el propio Sigfrido y Cornelio, que no estaban demasiado lejos de allí, la habrían visto pasar sobre sus cabezas.

   Nicodemo, aún tembloroso, trataba de recobrar la compostura.

—¡Qué horrible todo! ¡Qué horrible! —repetía una y otra vez.

—Será mejor que escondas eso —le pidió Lúcida a su hermano, tapándose los ojos con una mano y señalando con la otra las partes pudendas de éste que asomaban al exterior en vez de estar cubiertas como es debido.

   Alonso gimió avergonzado mientras trataba de rehacer aquel entuerto.

—Deberíamos irnos cuanto antes —dijo el caballero—. No sé cómo lo ha hecho esa anciana, pero me ha dejado petrificado. Sin embargo, no creo que tarde en recobrar el control sobre mí mismo, pues ya soy capaz de mover los labios, así como los dedos de los pies y de las manos. Nada que hacer con el resto, por el momento.

   Lúcida echo un vistazo al lado de la puerta donde antes hubiera una cara aberrante repleta de dientes afilados, encontrando que no había ahora nada fuera de lo normal. Sin duda, aquello había sido obra de alguna brujería, tal como sucedía en los cuentos; y ella, una niña, había sido capaz de resolver el problema al que acababan de enfrentarse y del que, por suerte, habían salido airosos.

—¡Qué horrible todo! ¡Qué horrible! —volvió a decir Nicodemo, que seguía afectado por lo sucedido.

   El lejano aullido de un lobo se dejó sentir en la noche.

   Imagen tomada de www.fleetingperusal.blogspot.com Desconozco la identidad del autor. Cualquier seña sobre el mismo será bienvenida. Si éste prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

jueves, 16 de junio de 2016

44. Unos huéspedes agotados.

   La misma noche en que Cornelio y Sigfrido se conocieron, siendo precedido este encuentro por una serie de extraordinarios acontecimientos que provocarían el inicio de la extraña sociedad que ambos formarían desde entonces, los apresurados pasos de aquéllos que hasta poco antes de ese momento fueran compañía del joven Valorquebrado, y que huían de una hueste de muertos vivientes capitaneados al parecer por un siniestro sujeto con un aspecto de veras amenazador, tras protagonizar una larga caminata, se detuvieron junto a la puerta de una solitaria casa situada en mitad de una arboleda. El inquilino de la misma, un individuo de mediana edad y sobresaliente tripa, que se disponía a cenar cuando fue interrumpido por la llegada de tan inesperados visitantes, y que respondía al nombre de Nicodemo Panzagónica, sospechando que más le valdría mostrarse hospitalario con aquella gente desesperada, concluyó abrirles la puerta y ofrecer su casa como refugio, esperanzado en no tener que arrepentirse en el inmediato futuro de la decisión adoptada, algo de lo que comenzó a dudar en cuanto se percató de que la cena que con tanto esmero había preparado y que debía ser para él, apenas sí fue suficiente para calmar el hambre de aquellos dos varones armados hasta los dientes que, extrañamente, iban en compañía de una hermosa chiquilla de aspecto delicado, y que resultó ser hermana de uno de ellos; el más alto y fornido ser humano que Nicodemo recordaba haber visto en su vida.

   Panzagónica, hombre de costumbres solitarias poco dado a recibir visitas, no tardó en echar de menos la tranquilidad que había dejado marchar en cuanto abrió la puerta y dejó pasar a sus invitados. Sus continuas idas y venidas a la despensa, que cada vez presentaba más huecos vacíos, no ayudaban a mejorar su ánimo. Fue cuando depositaba la tercera jarra de vino sobre la mesa que decidió hacer algo al respecto.

—Si necesitáis algo más podréis encontrarlo en la alacena, aunque comienza a escasear la variedad así como también la cantidad. Soy un hombre humilde al que nada sobra aun para sí mismo, lo que complica la cosa cuando se trata de colmar las necesidades de tres estómagos más, uno de ellos, al parecer, con una capacidad inagotable —dijo, mientras tomaba asiento en un viejo taburete con las patas reforzadas y fijaba su atención, no sin asombro, en el gigantesco Alonso, que no daba respiro a ninguno de los platos dispuestos en honor de tan peculiares huéspedes.

—Está todo muy rico —observó la niña con amabilidad, obsequiando a su anfitrión con una sonrisa.

   Nicodemo devolvió agradecido el gesto a Lúcida, que no tardó en centrarse en el queso y el pan con los que calmaba su hambre dando pequeños mordiscos, todo lo contrario que los otros dos, mucho más bruscos a la hora de comer. La imagen de aquella chiquilla trajo a Panzagónica recuerdos de juventud, cuando soñaba con compartir el resto de sus días con una hermosa muchacha que nunca le hizo cuentas y a la que jamás tuvo el valor de declarar su secreto y desesperado amor, y que acabó sufriendo la traición de un galán que no conocía la moral ni el compromiso. Quizás, si las cosas hubiesen sido distintas, ella estaría ahora con él, que bien procuraría otorgarle todas las alegrías posibles, y puede que incluso tuviesen un hijo, o una hija, que podría ser tan dulce como lo parecía Lúcida. Sin embargo, la realidad era muy distinta, y el hombre que era en aquellos días poco o nada tenía que ver con alguien que pudiese llevar alegrías a la vida de nadie, ni siquiera a la suya propia, salvo cuando disfrutaba de una buena comida a solas.

   De súbito, Nicodemo sintió el frío contacto del afilado acero de una espada apoyarse en su garganta, ejerciendo sobre la misma una presión que hacía adivinar lo que podría suceder si la fuerza aplicada en el arma aumentaba lo más mínimo.

—Aparta los ojos de la niña —le ordenó el caballero, que sostenía la espada con la diestra al tiempo que daba buena cuenta de unas tiras de delicioso bacon, sin apartar los ojos de la mesa—. Agradezco tu hospitalidad, Nicodemo, no me malinterpretes, hasta creo que tienes buen corazón, pero esta misma mañana he sido testigo de cómo un desarmado se disponía a traspasar con una estaca el pecho del cadáver de un pobre crío. Y eso, sumado a otras cosas que he visto, me hacen estar un poco susceptible con ciertos asuntos. No te conozco, y no quisiera cometer errores que luego debamos lamentar ambos.

   Nicodemo, sorprendido, tembloroso, contuvo la respiración.

—¿Un desarmado? No sé qué sería de él, aunque puedo imaginarlo, pero os aseguro que no hay nada que debáis temer de mí. Miradme, todos, no tengo el aspecto de un depravado, si a eso os referís. La niña me trajo recuerdos del pasado, eso es todo.

   Alonso dejó escapar una protesta, luego, dejó la comida sobre la mesa y se dirigió hacia Nicodemo, al que, tras apartar a un lado la espada de Crisanto, dedicó un cordial abrazo.

—El chico se fía de ti, aunque también confió en Sigfrido, el desarmado del que te acabo de hablar, que no vaciló a la hora de traicionarlo. Pero no lo maté, si pensabas eso. Tampoco escapó, o eso creo. Se extravió, ignoro si porque así lo quiso o por pura incompetencia. Volví en su busca, tal como es mi obligación de caballero según los votos que juré, lo cual casi me cuesta la vida. No lo encontré, pero, con un poco de suerte, es posible que a estas horas su corazón haya dejado de latir; no sería algo tan malo, teniendo en cuenta la clase de persona que es —dijo Crisanto, que envainaba la espada sin prisas.

—Sigfrido y yo vimos un fantasma, el del niño. Eso fue antes de que intentase abrir la puerta de aquella casa por la fuerza —comentó Lúcida—. Yo le pedía que nos marchásemos de allí, pero parecía empeñado en entrar y averiguar qué había pasado en realidad. Estaba muy raro, como si no fuese él del todo. Entonces, la puerta se abrió y aparecieron unos monstruos que casi lo arrastran adentro. Yo tiraba de él con todas mis fuerzas, pero no podía hacer nada. Si no es por mi hermano, que llegó justo a tiempo, ambos habríamos muerto en ese momento, o eso creo. Al parecer, el espectro del niño se le seguía apareciendo al pobre Sigfrido, aunque ya sólo lo viese él, y le pedía una y otra vez que clavase en su corazón un trozo de madera. Él mismo talló esa estaca con la vieja espada que le dieran mis padres.

—Pudo haber inventado esa historia para evitar que lo ajusticiara allí mismo —protestó Crisanto.

—Pues yo creo que era cierta, a pesar de todo —dijo la niña.

—No deberías hablar bien de él —la reprendió el caballero.

—Dices que tus padres le dieron una de espada a ese tal Sigfrido, ¿dónde están? ¿Llegarán pronto, quizás? Lo digo porque no tengo mucho más para ofrecerles. Deberíais haber pensado en ellos antes de vaciar mi despensa del modo en que lo habéis hecho —observó Nicodemo.

   Una sombra oscureció el rostro de Lúcida, a cuyos ojos no tardaron en acudir las lágrimas. Alonso, su hermano, dejó salir un profundo y doloroso lamento al oír cómo Panzagónica se refería a sus padres.

   Fue Crisanto quien aclaró al desconcertado Nicodemo el motivo por el que Alonso y Lúcida se entristecieron tan de repente.

—Están muertos, amigo. El grandullón tuvo la desgracia de presenciar cómo eran víctimas de los muertos vivientes, esos malditos diablos de miradas vacías. El tal Sigfrido, en un acto ruin y mezquino, hizo creer a la chiquilla que la llevaba junto a ellos, cuando lo único que hacía era huir.

—¿Muertos vivientes? ¿Qué decís? ¿Es que son ciertos los rumores, acaso? —preguntó Nicodemo, que sintió una gran agitación en su interior ante las palabras de Crisanto. Ni siquiera cayó en la cuenta de pedir disculpas a los hermanos por, en su ignorancia, remover un recuerdo tan doloroso, más teniendo en cuenta lo reciente que era todo.

   Crisanto se inclinó hacia delante, clavando sus ojos en los del atemorizado Panzagónica.

—¿Qué sabes exactamente de esos rumores?

   Nicodemo comenzó a temblar, si es que había dejado de hacerlo desde que aquellos tres hubieron entrado en su casa.

—No tengo nada que ver con lo que sea que pensáis —dijo consternado.

—Nadie os acusa, buen hombre, pero necesito saber el alcance de la ignorancia sobre este puñetero asunto que hace que los habitantes de Media Piedra continúen con sus vidas como si tal cosa. La comarca de la que venimos, peligrosamente cerca de aquí, ha sido devastada por una horda de muertos que se levantan de sus tumbas con el único propósito de masacrar a los vivos. ¿Cómo? ¿Por qué? Nadie lo sabe, pero lo que todos sí deberían saber es que no se trata sólo de rumores, sino que hablamos de un hecho consumado que amenaza la supervivencia del reino y de los que existen más allá de nuestras fronteras, puedo garantizaros esto que os digo —Crisanto señaló a los entristecidos hermanos, ahora sumidos en un abrazo, buscando consuelo el uno en el otro—. Ellos bien saben que es cierto.

   Nicodemo suspiró hondo antes de responder.

—Voy poco al pueblo, aunque no está a más de un kilómetro de ésta mi pequeña hacienda, pero, cuando lo hago, no suelo relacionarme con demasiada gente, salvo la estrictamente necesaria para llevar a cabo mis propósitos, que se reducen a comprar ciertas cosas y vender aquello que da mi huerto y no consumiré en largo tiempo, lo que haría que se echase a perder. Dispongo, eso sí, el oído a todo aquello que escucho y me parece de interés, lo que me permitirá contestar con cierta exactitud a la pregunta que me hacéis.

—Procurad no andaros con rodeos, os lo suplico —se impacientó el caballero.

—Habréis de perdonarme, pues mucho me temo que no sea algo fácil de corregir, pero trataré de evitarlo en la medida que me sea posible —se disculpó Nicodemo—. Veréis, al parecer, hay gente que asegura conocer a alguien cercano que ha visto fantasmas, tal como el de ese niño del que hablabais antes, aunque nadie afirma haber visto uno en persona, quizás para evitar que lo señalen como a un loco. De lo que más se rumorea es sobre una serie de extraños ruidos y otros fenómenos que ocurren durante la noche en las calles del pueblo. La propia guardia, que como supondréis es la encargada de patrullar, se ha negado en ocasiones a transitar ciertas zonas por ser demasiado misteriosas aun para la ley y el orden. De muertos vivientes nada se dice, aunque algunos viajeros traían noticias que hacían referencia a ellos y a las desgracias que dejaban a su paso. No sé si la gente no los escuchaban por no creer lo que decían, o por miedo a pensar que cosas así podrían ser ciertas.

—Pues son muy ciertas, yo misma los he visto dejar sus tumbas y caminar dando tumbos. Sólo pensar en ello me provoca escalofríos —dijo Lúcida, que trataba de secarse las lágrimas.

—Deberíamos partir de inmediato y poner sobre aviso a los habitantes de Media Piedra, merecen saber qué calamidad se les viene encima, sin embargo, estamos demasiado cansados; necesitamos un respiro, aunque sólo sea de una o dos horas. Sé que esos mal nacidos nos pisan los talones, pero, al menos yo, estoy agotado. Me duele reconocerlo, pero es así. Si en el trayecto, por corto que sea, sufrimos un ataque, mucho me temo que mi espada no servirá de gran cosa.

—¿De tan poco tiempo disponemos? —inquirió Nicodemo.

   Tras un visible esfuerzo, Crisanto se puso en pie.

—No hay tiempo sería la expresión más adecuada. Será mejor que partamos cuanto antes —dijo el caballero, cuyo rostro mostraba inequívocos signos de padecer un profundo cansancio.

   Unos pesados ronquidos se dejaron sentir entonces en la estancia. Alonso, con la cabeza apoyada sobre la mesa, había acabado cediendo a los encantos de Morfeo.

—Parece que vuestro amigo ha tomado su propia decisión —observó Nicodemo con timidez.

—Podríais descansar tú y él mientras nuestro anfitrión y yo hacemos guardia. Os despertaremos cuando pase un rato, a no ser que antes suceda algo —propuso Lúcida.

—¿Y dejarte a solas con un extraño? —respondió Crisanto, no demasiado convencido.

—Me quedaré a tu lado, y él se pondrá frente a mí, para que pueda verlo con facilidad. Así, si intenta algo, no tendré más que darte un pellizco para que despiertes y lo ensartes con el filo de tu espada —dijo la niña, para desagrado de Nicodemo.

—No pienso intentar nada —se apresuró a asegurar éste.

   Crisanto asintió en silencio.

—Más os vale que así sea, Panzagónica, por vuestro bien. Echad el cerrojo a la puerta y poneos frente a la niña, en el otro extremo, y no hagáis nada sin consultármelo antes, tanto tú como ella.

   Nicodemo obedeció en silencio las instrucciones del caballero, que se acomodó en el suelo con la espada empuñada con ambas manos. Lúcida se sentó a los pies de éste, a no mucha distancia de su hermano, dedicando una enigmática mirada a su compañero de guardia.

—No creo que seas malo —le dijo.

   El hombre sonrío sin demasiado entusiasmo.

—Es un consuelo saberlo —contestó.

   Y ya no hablaron más.

   Crisanto apenas tardó en dormirse, tal era su cansancio tras estar todo el día batallando y corriendo, algo muy meritorio teniendo en cuenta su edad y su bajo estado de forma. Lúcida, metida en su papel de fiel guardiana, no dejaba de posar su mirada en la puerta de la casa y las ventanas, todas cerradas a cal y canto, y en echar un ojo constante a Nicodemo, que, de cuando en cuando, avivaba el fuego del hogar. Sin embargo, pronto se sintió invadida por una intensa oleada de aburrimiento, por lo que buscó distracción en otras cosas. Finalmente, un libro de los muchos que Nicodemo guardaba en una librería llamó su atención. Lúcida, sin caer en la cuenta de que, al menos, debería pedir permiso, fue a por él, y, tras lograr su propósito, volvió a su sitio, donde se dispuso a ojearlo. "Las aventuras de Nevin Conrack, por Dogo Matapies", rezaba el título de la cubierta, que también mostraba un grabado en la que un fornido héroe con cara de no tener miedo de nada, y que esgrimía a dos manos una formidable espada flamígera, se enfrentaba a una gigantesca criatura que parecía más que dispuesta a destruirlo todo a su paso, aunque, para ello, debiera derrotar antes al fiero guerrero. 

   De pronto, algo golpeó levemente la puerta desde el exterior. Al principio, tanto la niña como Nicodemo pensaron que podía deberse a algún efecto del aire, que habría arrastrado alguna rama que acabó estrellándose contra la madera, pero, para espanto de éstos, la quietud de la noche volvió a ser rota por una nueva serie de extraños sonidos que ponían la piel de gallina; algo, lo que fuese, parecía estar frotando la puerta.

   Pero había más, tanto Lúcida como el hombre se preguntaron en silencio si, además de aquello, también oían cómo alguien entonaba en apagados susurros una extraña canción. Nicodemo, movido por una insensata e insolente curiosidad, se acercó lentamente a la puerta, tratando de ese modo de hacerse una idea más precisa de lo que podía estar pasando al otro lado.

   Lúcida, temiéndose lo peor, fue incapaz de articular palabra.

   Nicodemo pegó el oído a la madera.

   Fue entonces que ocurrió.

   Cuando Crisanto abrió los ojos, apenas comprendía qué estaba pasando. Confuso, sintió como Lúcida lo agitaba con fuerza mientras no paraba de pedir auxilio a gritos y señalaba en una dirección. Al mirar hacia el lugar indicado por la asustada chiquilla, sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Qué diablos! —exclamó.

   Alonso, que también acababa de despertar, dejó escapar un alarido de pavor.

   Un gigantesco rostro terrible había tomado forma en el lugar que ocupaba la puerta, al parecer, usando la superficie de la misma para materializarse, quizas, siendo la propia puerta la que cobraba vida adoptando un aspecto propia de pesadilla. Entre las fauces de tan singular bestia, enormes y repletas de amenazadores colmillos, yacía el pobre Nicodemo, al cual trataba de engullir de una tacada. El hombre, que había desaparecido de cintura para arriba, agitaba las piernas desesperado.

   El espantoso y desgarrador grito de Lúcida resonó en toda la estancia.

   Imagen tomada de www.puertadebaldur.com Desconozco la identidad del autor, por lo que se agradecerá cualquier seña sobre el mismo. Si éste prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.