viernes, 12 de mayo de 2017

50. La Gran Disculpa.

El famélico zorro, tras dudar largamente, se atrevió a olfatear más de cerca la mano inerte que sobresalía de aquella monumental deposición. Su olor, apenas perceptible a causa de las fuertes emanaciones provenientes del descomunal detrito, le recordaba mucho al insensato individuo que con su ruidosa interrupción había echado a perder su último intento de caza, espantando al huidizo conejo cuando ya lo creía suyo. Sin poder creer su suerte, envalentonado por lo que pensaba podría ser, después de todo, un inesperado y sencillo almuerzo, mordisqueó levemente uno de los dedos, más para comprobar que no corría ningún riesgo innecesario que para arrancarlo. La mano se agitó de inmediato, dando al traste con sus esperanzas. Aun así, impulsado por el hambre, tan sólo retrocedió unos pasos. Se marcharía del todo si su comida acababa revelándose demasiado viva, como parecía que sucedería de un momento a otro.
En efecto, el montón de estiércol se removió frenéticamente. Entonces, de sus nauseabundas profundidades emergió la desesperada figura de un hombre embadurnado de toda aquella suciedad inmunda y maloliente.
Un grito enloquecedor inundó el bosque, aterrorizando a tantos animales como pudieran oírlo, ya fuesen grandes o pequeños. Incluso el despreocupado gigante, causante de aquella deyección innombrable, se volvió preocupado preguntándose si debía o no correr en la dirección contraria de la que venía aquel formidable alarido.
Sigfrido, no podía ser otro, se retorció asqueado de sí mismo, sacudiéndose inútilmente mangas, torso y piernas mientras maldecía sin parar. Fue entonces que recordó la existencia de un arroyo cercano, y en busca de sus limpias y cristalinas aguas marchó desquiciado, ignorando la presencia del aterrorizado zorro, que a punto estuvo de perecer a causa del sobresalto recibido, pobre animal.
Disfrutando de un merecido y necesario baño de sol, inmóvil sobre una piedra que sobresalía del caudal, una hermosa rana se perdía en pensamientos agradables y magníficos sueños. De súbito, la quietud fue quebrada violentamente por la llegada en tropel de alguien o algo, según su anfibio pero respetable punto de vista, que ni mucho menos parecía encontrarse en sus cabales. Las aguas estallaron y se tornaron turbias, y el batracio, que había saltado siguiendo el impulso de su acertada intuición, se adentró en la corriente buscando la seguridad que le otorgaban su fondo y el verdoso musgo de río, denso como las nubes del cielo cuando son demasiado oscuras. Aun así fue testigo de primer orden de una terrible imagen que le acompañaría hasta el final de sus días, pues contempló los horrores del alma humana reflejados en un rostro, contraído en un gesto inenarrable, del que se desprendían restos de una oscura y maloliente sustancia cuya procedencia nunca adivinó, para su fortuna.
Sigfrido bregó lo inimaginable en las aguas del arroyo, restregándose por todas partes. Se desproveyó del hábito de bruja, cubierto desde la primera hasta la última costura, quedándose desnudo de piernas pero cubierta la parte superior por la cota de mallas. Lavó todo con decisión, observando traumatizado cómo el agua ennegrecida arrastraba la suciedad en el sentido de la corriente. Así estuvo largo rato, hasta que las aguas volvieron a ser cristalinas.
Empezó a sentir frío.
Sabiendo que no podría permanecer así por mucho tiempo decidió encender un fuego. Que fácil le habría resultado con aquel libro mágico, pero Cornelio, ese maldito viejo, había desaparecido con él tras su escatológico incidente con ese gigante de cuyas inmensas posaderas le había llovido poco menos que su última desgracia, tan humillante o más que las otras.
Con mucho esfuerzo, dada su inexperiencia, Valorquebrado logró ver cómo, al fin, nacía una pequeña llama. La alimentó con pequeñas ramitas, temeroso de ahogarla si daba rienda suelta a un ímpetu desmedido. La lumbre agradeció su ofrecimiento, respondiendo en consecuencia con un reconfortante calor.
Sigfrido, en cuclillas, acercó las manos a la lumbre, así como el vestido de hechicera. Con suerte, estaría seco en unas horas.
Descorazonado, concluyó permanecer allí el resto del día, aún la noche, pese a los peligros a los que se exponía. Igual le daba ser sorprendido mientras dormía por muertos vivientes que por licántropos. “Después de todo, quién querría una existencia como la mía, en la que pretendo no ser y, debido a eso, tantas penurias ridiculizantes me sacuden”, pensó abatido.
Apenas durmió.
Antes del amanecer, tras cubrirse con el negro traje, levantó el sitio y vagó sin rumbo. Su desánimo, lejos de marcharse, parecía haber arraigado en su desangelado espíritu.
Su lento caminar lo llevó por caminos inocuos, con los árboles agolpándose en torno a él. Sus hojas, agitadas por una gélida brisa, parecían susurrarle palabras que no alcanzaba a entender.
Entonces se topó con un muro de afilados y puntiagudos espinos, amenazadores y terribles, que le impidieron seguir avanzando. Sin embargo, Sigfrido sintió la necesidad de traspasarlos. No se trataba de un irreflexivo impulso, tal como él lo percibía, sino de una obligación; un requisito indispensable como puede serlo la comida o el respirar. Bordeó como pudo aquella pared de abrojos y cambrones con insistencia, temiendo no hallar un modo de salvarla, habiéndola golpeado antes sin el menor resultado. Sólo cuando estaba a punto de desistir reparó en una pequeña abertura por la que, contorneándose, podría caber, cosa que sucedió no sin dificultad.
Lo que encontró al otro lado no fue precisamente digno del esfuerzo invertido, pues lejos de dar con un maravilloso paraje, se vio en un estrecho pasadizo que, cuando era seguido, desembocaba en un claro donde, a la sombra de un solitario almendro, descansaba un hombre que ponía todos sus sentidos en un bloc en el que él mismo escribía. A su alrededor, el suelo estaba cubierto por un sinfín de hojas de papel; algunas llenas de palabras, prácticamente vacías otras, la mayoría con innumerables tachones y correcciones.
Contrariado, Sigfrido avanzó hacia él.
El hombre, cuyo blanquecino rostro era tocado por una perilla que no parecía gozar de demasiados cuidados por su parte, alzó la cabeza. Las miradas de ambos se cruzaron.
Valorquebrado se sintió abrumado de inmediato. El sujeto, que superaba la cuarentena, obsequió al recién llegado con una amable sonrisa. Sus ojos, tristes por naturaleza, parecían flotar sobre unos oscurecidos cercos, producto, tal vez, de no descansar todo lo que debiera.
—Al fin llegas —dijo el hombre.
—¿Me esperaba? —preguntó Sigfrido extrañado.
—Claro. Yo te traje aquí.
—No entiendo.
—Podría hacer que lo entendieras con un simple párrafo, pero preferiría que lo hicieses por ti mismo. Tienes vida propia, aunque no sirva de nada más allá de mi mente.
Sigfrido retrocedió un paso.
—¿Un párrafo? ¿Cómo que un párrafo? Oiga, no estoy de humor para esto.
El hombre dejó el bloc en el suelo, junto al resto de papeles que consideraba inservibles.
—Tú naciste de un párrafo, un párrafo nacido de una idea que asomo de repente en mi cabeza. No pensaba en nada concreto, ni siquiera sabría qué aspecto tendrías ni cómo serías, o puede que sí, que ya supiese todo eso antes de tu llegada. Pero aquí estás, tan humano como yo quiero que seas.
—¡Usted es un lunático! ¡No entiendo nada de lo que habla!
El hombre señaló hacia su bloc.
—Estas ahí. Y si has llegado a estar ante mí es gracias a que así lo he querido y escrito.
—No. si estoy aquí es gracias a mi tenacidad. He sido yo quien quería llegar aquí. Pero veo que mejor estoy fuera, a pesar de todo.
El hombre parecía a punto de enojarse, pero su rostro se suavizó al instante.
—Llevas razón, en parte; yo quise que vinieras, pero también tú quisiste venir.
—¿Ve? ¡Está usted loco!
El hombre asintió en silencio. Entonces tomó el bloc y empezó a escribir. Al momento, el rostro de Sigfrido se torció en un gesto turbador.
—¡No! —gritó al borde de las lágrimas, pues de repente le vino todo a la cabeza. No era de carne y hueso —. ¡No! Usted me hizo así. Usted permitió que todas esas cosas me ocurriesen. ¡Cómo pudo!
—Fui mezquino. Fui vil. Fui malvado. Ni siquiera pensé en el sufrimiento que te haría pasar.
—Sí, usted fue todo eso y más. Pero ser parte de un texto del tres al cuarto es peor aún. No existo. Pero si no existo cómo es que siento. No logro entenderlo.
—Eso mismo creía yo al principio, que no existías, que ni la alegría ni el tormento podrían alcanzarte, mas sí que lo hicieron, y de qué forma tan humillante. Mi insensatez provocaron tu dolor y el padecimiento del resto de personajes.
—¿Te refieres a los otros? ¿Qué fue de ellos?
—No saben que estás aquí, pero lo sabrán, puede que ya lo sepan, pues al igual que tú forman parte de mí.
—Todos somos una mentira entonces, y eso a usted le convierte en un farsante, por inventarnos.
—No, así es como empezó todo, sin sentimiento, pero el tiempo me hizo ver que no era justo con vosotros, sobre todo contigo, mi querido Sigfrido. Os debo una disculpa.
—Una disculpa sólo hace que alivie su carga moral, pero no cambia lo sucedido. Sigue siendo igual de culpable. No hay solución posible para mí. Tampoco para usted.
—No hay solución en el mundo al que pertenezco, del que me refugio aquí, en este círculo de espinos al que te he hecho venir, pero sí que podría haberlo en el mundo que constantemente cobra forma en mi cabeza.
—¿Cómo?
—Lo hecho hecho está, debo admitirlo. Podría borrarlo y cambiarlo, pero aun así fue. Es lo que tiene el pasado; es inamovible. Lo que me traigo entre manos es permitiros ser parte de otra historia, compensaros de alguna manera, quedando yo tranquilo y vosotros satisfechos.
—No sé si quiero ser parte de otra historia suya. Si me niego, ¿moriré? No quiero morir.
—Mil veces podría matarte y nunca jamás perecerías, no hasta que yo y el último que te haya leído muramos, aunque ya no te recuerden. Pero tu muerte no te causaría más dolor del que me causaría a mí mismo, pues no dejas de ser mi hijo, en cierto modo.
—Habla usted raro.
—No hay nadie del todo normal. ¿Qué me dices?
—Mucho me temo que lo que quiera que diga.
El hombre, es decir yo, sonrió complacido.
—Ven, siéntate a mi lado. Los otros, a quienes llamaré ahora, tú y yo, todos juntos, trataremos de hacer algo. Y si el resultado no es grande para otros, lo será para nosotros, que ya es bastante.
—¿Y cómo empezar una nueva historia si aún no has acabado ésta? —preguntó la hermosa Lúcida, que apareció allí donde mi cabeza quiso.
—Poniendo fin a la que entre manos nos trae.
—¿Cómo? —preguntó Sigfrido.
—Poniendo fin, ni más ni menos —dije—. Mereces ser tú quien lo ponga, Sigfrido.
El joven pareció dudar. Sin embargo, tomó la pluma entre sus manos y, agitado a la vez que entusiasmado, pues así lo quisimos ambos, escribió:
“Por un nuevo comienzo".
" Fin”.
Se desconoce el autor de la ilustración.

sábado, 20 de agosto de 2016

49. Despojos y más despojos. Y entre tanto, un adiós.

   Podría rondar el mediodía cuando un astuto pero escuálido zorro, que se empleaba a fondo en hallar el rastro de una escurridiza liebre, fue espantado por el inesperado y brusco agitar de unos matorrales, lo que le llevó a descubrir quién era el autor de ese mal olor que venía soportando desde hacía un buen rato, y que le había nublado momentáneamente los sentidos conforme más se acercaba a su origen, echando a perder el trabajo de toda la mañana, para infinita desgracia de su vacío estómago. Mientras huía, cosa que hizo con el rabo entre las piernas, como es costumbre entre los de su especie, el animal intuyó que, quizás, no le quedaban demasiadas oportunidades para saciar su apetito antes de derrumbarse para siempre, pues su otrora infalible olfato empezaba a dar claros signos de debilidad, lo que no le auguraba un prometedor futuro. ¿Cómo sino explicar aquel desafortunado incidente? En otros tiempos más felices, habría detectado con relativa facilidad que había alguien más, aparte de él mismo y su presa, en las inmediaciones, incluso se aventuraría a adivinar lo que ese tercer individuo, fuese lo que fuese, estaría haciendo y cuáles eran sus pretensiones, sin embargo, las cosas cambian, y en su caso, no parecían ir a mejor.   Ajeno al desastre que acababa de provocar, Sigfrido salió de entre la maleza y se dirigió al lugar donde, junto a Cornelio, acampaba desde hacía días. Se trataba de una pequeña gruta con la que se toparon durante una de las muchas exploraciones que habían llevado a cabo en la inmensa colina donde decidieran posarse —pues habían llegado allí a lomos de sus escobas mágicas— para tratar de aclarar posturas tras ser testigos de la batalla en la que las tropas de Eliseo Portebrillante fueron masacradas hasta el último hombre. Aquello no sirvió de mucho, pues estaban lejos de confiar el uno en el otro, aunque sí que mejoró ligeramente la relación entre ambos, que estaba lejos de ser cordial.

   Al llegar junto a un pronunciado accidente del terreno, el joven retiró unas ramas que servían de camuflaje a la entrada de la cueva y penetró en la misma, siendo recibido por el estimulante olor de la carne asada que Cornelio, en cuclillas y de espaldas a él, preparaba al rescoldo de las brasas en un apartado rincón de lo que habían acordado llamar hogar.

—Es un alivio saber que eres tú por el sonido de tus pasos y no por el insoportable hedor que desprendías hasta no hace mucho —dijo el anciano en tono jocoso, ni siquiera se volvió para mirarlo.

   Sigfrido suspiró, consideraba que aquella broma comenzaba a pesar demasiado.

—Sí, fue una suerte que encontrásemos ese río de aguas claras donde pude lavar este maldito disfraz de bruja —se limitó a decir.

—Aguas claras, sí, aunque se oscurecieron lo suyo en cuanto tú y ese vestido que llevas os sumergisteis en ellas. Me pregunto cuántos peces, ranas y demás bichos morirían entonces debido a la contaminación a la que fueron sometidos —rió Cornelio, que, ahora sí, miró al recién llegado—. Supongo que te habrás alejado para desahogarte, tal como acordamos.

   Sigfrido se sentó en un extremo, apoyando la espalda en la desigual pared, en la parte de la misma donde menos molestias le pareció que sentiría.

—Sí, me he ido bien lejos —respondió sin demasiado ánimo—. Sería una desafortunada casualidad que algo que se dedicase a oler mis despojos llegase hasta aquí.

   Cornelio señaló su hacha con aire amenazador.

—En ese caso, no tendría más remedio que echar mano de esta preciosidad, y ya sabes qué podría pasar si intuyo que exista la más mínima intencionalidad por tu parte en que eso ocurra.

—¡No seas absurdo! —protestó el joven, que, recordando algo de repente, buscó agitado con la mirada, aunque nada vio—. ¿Y el libro de hechizos?

   Hubo un momento de silencio antes de que Cornelio hablase.

—¿Con qué crees que he encendido el fuego, acaso? No tenía nada con lo que prender una mísera llama, así que no tuve alternativa; era el libro o comernos esta deliciosa carne de murciélago cruda. Creo que el sacrificio bien merece la pena, si me permites opinar.

   Sigfrido se levantó de un salto y fue hasta el lugar donde se encontraba Cornelio, dirigió entonces sus incrédulos ojos hacia los restos de la hoguera, los cuales, aún mostrando signos de vida, estuvo a punto de remover con las manos, a pesar de poner en peligro con ello la integridad de la carne, ya casi hecha. La idea de estropear el almuerzo y de no obtener más que una fea quemadura le hizo desistir.

—¡No puedo creer que hayas quemado el grimorio, viejo loco! —exclamó conmocionado.

   Cornelio rió animadamente.

—Y yo no puedo creer que hayas tragado el anzuelo tan fácilmente —el viejo señaló hacia un rincón, donde descansaba el negro volumen, al cual habían dedicado, cada día, un tiempo de estudio, tratando, cada uno, que el otro no se beneficiase de más minutos bajo ninguna circunstancia, algo que fue motivo de varias disputas del todo innecesarias de haberse mostrado ambos razonables.

   Sigfrido suspiró visiblemente aliviado.

—Ya decía yo —murmuró más calmado.

—Dirías, tal vez, pero tu cara no parecía dispuesta a creer aquello que te decías a ti mismo, muchacho. Anda, siéntate de nuevo, que el momento de la pitanza ha llegado.

   Ambos comieron sin intercambiar impresiones, sufriendo, más que saboreando, la ingesta de aquella comida que, de haber podido, se habrían ahorrado sin la menor duda.

   Fue Cornelio el primero en retomar la palabra al inicio de la digestión, aprovechando que se veía con ánimos de hablar, tal vez mas de lo necesario, como acabaría descubriendo en breve, debido a ciertas influencias que escapaban a su control y que hallaban explicación en una tropelía protagonizada por aquél a quien se disponía a dirigirse, que en absoluto, esperaba el desarrollo de los acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse, y que acabarían por salpicarlos a ambos, aunque de distinto modo, como podrá verse.

—Hay un asunto sobre el que quisiera hablarte. Por algún extraño motivo, necesito saber tu opinión al respecto, pero hay una parte de mí que se niega a ello, aunque comienza a ceder, como prueba que esté diciendo algo tan desconcertante. Se trata del libro.

   Sigfrido torció el gesto en una maldisimulada mueca de sorpresa.

—El sabio y experimentado anciano pidiendo consejo al insensato e ingenuo joven sobre materia de erudición mágica. Haces que me sienta halagado —bromeó, empleando un inusual tono de voz, emulando la solemnidad de aquellos que, en días mejores, se dedicaban a dar lecciones filosóficas a quienes pudieran costearse las elevadas tarifas exigidas por éstos. “Tener acceso al conocimiento exige un esfuerzo de voluntad”, decían para justificarse mientras ofrecían la palma de la mano donde el aprendiz, o en su defecto sus padres o tutores legales, debían dejar la cantidad acordada; una pequeña fortuna en algunos casos.

—No vueles tan alto en tus pretensiones, amigo, si quisiera consejo serías tú el último en saberlo, y nunca jamás se me ocurriría acudir a ti, vacía fuente del saber, a no ser que quisiera suicidarme de una forma espantosamente ridícula y ser recordado por ello —dijo Cornelio con expresión dura—. Deberías abandonar de una vez ese absurdo teatro que te empeñas en protagonizar y en el que pretendes demostrar más valía de la que en realidad atesoras, lo que te acerca peligrosamente a un estado de imbecilidad tal que impide que veas con claridad lo patético que puedes llegar a ser en ocasiones. Ni siquiera estoy seguro de que comprendas la mitad de las cosas que trato de decirte.

   Sigfrido, sintiéndose humillado y un tanto conmocionado, dedicó una iracunda mirada a Cornelio.

—¿Por qué eres tan irritantemente odioso! —escupió dolorido.

—No esperaba decir eso, fue como si alguien tirase de las palabras hacia fuera, sin embargo, no creo que sea un secreto para ti el que no te vea capaz; de hecho, considero un misterio que sigas con vida. Muchos de los muertos que caminan fueron mucho mejor que tú mientras vivieron —el anciano suavizó el gesto tras un considerable esfuerzo—. Tendrás que perdonarme, te aseguro que no puedo controlar lo que digo. No sé si querrás continuar charlando conmigo después de esto.

   El joven refunfuñó por lo bajo brevemente antes de asentir con un gesto de la cabeza, resultaba evidente que luchaba por contenerse. Cornelio volvió a endurecer su mirada, entonces, y pareció disfrutar con la reacción de Sigfrido, aunque no dijo nada, no hasta acomodarse.

—El libro ha sido sometido ya a varias lecturas, en ellas incluyo también esas en las que, tanto tú como yo, haciéndonos el dormido y aprovechando que el otro duerme de veras, o al menos creyendo que así era, pues te vi en más de una ocasión yendo a hurtadillas, cosa que también debo reconocer haber hecho yo, nos hemos apoderados de él y, viéndonos a solas, nos hemos arrojado sobre sus páginas con las mismas ansias con las que un lobo hambriento devora a su desgraciada presa —Sigfrido quiso protestar en el momento en que era acusado de practicar la lectura del grimorio con alevosía y nocturnidad, sin embargo, comprendió al instante que sería una verdadera estupidez negar lo obvio, por lo que optó por continuar guardando silencio—. Con el paso de los días, mi comprensión sobre los párrafos que residen en su interior ha ido en aumento, de tal modo; que cada vez necesito menos tiempo para saber qué diablos dice aquello que esté leyendo. Este avance, tal como yo lo veo, viene acompañado de un curioso detalle; el peso del libro es cada vez menor, y dudo mucho que se deba a que mi masa muscular haya aumentado.

   Sigfrido enarcó las cejas, como si de repente cayera en la cuenta de algo.

—Sí, es cierto. Llegué a pensarlo una vez. No sé por qué no le di mayor importancia —dijo.

—Lo mismo me ocurrió a mí, pero me sobrecogió el hecho de que no fuese un pensamiento propio, sino una sutil orden por parte de esa misteriosa voz interior que con tanto esmero nos muestra el modo adecuado de pronunciar las extrañas palabras con las que fueron compuestas las frases que llenan el libro. “No desvíes tu atención en asuntos sin importancia”, me sugirió —explicó Cornelio—. Supongo que ya sabes cómo trata de buscar dentro de ti cada vez que abres sus páginas y posas tus ojos en ellas. Ofrece un conocimiento con el que nunca nadie pudo sino soñar, pero exige un pago a cambio. Siempre sospeché que esa presencia, por llamarla de algún modo, anhelaba abrirse paso hasta mis recuerdos, aun los más íntimos secretos.

—Sí, hemos hablado de esto otras veces, y tengo la misma sensación —concedió Sigfrido.

   Cornelio miró al muchacho con un inquietante brillo en los ojos.

—Desde esta mañana soy incapaz de recordar a mis padres —dejó escapar en una especie de lamento—. Lo peor es que no albergo ningún sentimiento de pérdida, tampoco de tristeza. Sé que es debido a esa cosa, lo que sea, que despierta siempre que me entrego al estudio del grueso volumen y penetra en mí hasta alcanzar, cada vez, mayor profundidad, pero mi deseo por seguir leyendo, lejos de evaporarse, aumenta a cada momento que pasa —hubo un incómodo silencio—. Hay algo más; no sé cuánto tiempo podré soportar viéndote con él entre las manos, pues lo considero mío, aunque no lo sea desde un punto de vista ajeno a mí, y no deseo compartir sus incalculables tesoros contigo ni con ningún otro.

   El joven suspiró con gesto preocupado. "¿Qué está ocurriéndo?", pensó. "¿Qué es lo que ha fallado? ¿Qué he hecho mal?".

—Eso que dices no es muy tranquilizador —logró decir trabándose al hablar.

—No buscaba tranquilizarte, sino ser franco contigo, pero no por decisión propia, sino por imposición de algo que no logro entender. De buena gana te abriría la cabeza cada vez que te contemplo adorando esos textos, pero llegamos a un acuerdo que yo mismo propuse, y bien saben los dioses que trato de cumplir con mi palabra, sin embargo, me cuesta cada vez más calmar ese impulso salvaje, hoy es casi una necesidad. Y es por ello que, en este mismo momento, he decidido marcharme antes de llegar a un punto del que no pueda regresar, si es que me entiendes, pues, a pesar de todo, te tengo aprecio, tal vez no demasiado, pero no quisiera acabar hundiendo mi hacha en tu corazón, o en sitios peores.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —exclamó Sigfrido sobresaltado.

—Ni yo que lo esté diciendo, aunque bien que lo intento callar, lo que me hace pensar que has debido lanzar sobre mi algún hechizo que extreme la sinceridad, si es que eres capaz de algo así. Dime, Sigfrido, ¿cuándo hiciste tal cosa?

—Esta misma mañana, justo antes del amanecer —confesó el joven, un tanto consternado—. Encontré unos versos que parecían hablar sobre la confianza, o eso me pareció leer. No pretendía conocerlo todo sobre ti, sólo entender como podíamos llevarnos bien. Debí malinterpretar la lectura, me temo.

—¡Maldito entrometido! ¡Debería matarte ahora mismo! ¡Vaya forma más absurda de desvelar mis intenciones!

   En ese preciso instante, el tremendo retumbar de unos pesados pasos resonó en el exterior, interrumpiendo inesperadamente la singular conversación que estaba teniendo lugar en la pequeña caverna.

—¿Qué es eso? —inquirió sobresaltado el muchacho.

—No tengo la menor idea, pero parece enorme. Más nos vale callarnos —advirtió el anciano, que seguía siendo presa de indignación.

   Los pasos se acercaron hasta detenerse justo al lado de la entrada de la gruta, después, se dejó sentir un extraño sonido, producido, al parecer, por lo que debía ser una gigantesca tela al caer, que fue seguido al instante por una serie de enérgicos gemidos, lógicos de oír en alguien que realiza un esfuerzo que requiere cierta concentración.

   Cornelio y Sigfrido se miraron desconcertados un instante, tras el cual, el joven, siguiendo un inexplicable e insólito impulso, removió las ramas que ocultaban la guarida de ojos ajenos y, tras echar un rápido y apresurado vistazo del que nada sacó en claro a causa de las prisas, abandonó la seguridad de la covacha, topándose sorpresivamente con un par de enormes piernas desnudas del tamaño de varios hombres a lo ancho, muchos más a lo alto, que, en cuclillas, y con lo que debían ser unos pantalones bajados hasta los tobillos, sostenían un gigantesco cuerpo que, por fortuna, le daba la espalda. Atónito, Sigfrido fue siguiendo con la mirada el largo de aquellas zancas flexionadas, deteniendo su ocular exploración en unas dantescas nalgas que, estimuladas por el esfuerzo, daban paso a lo que se convertiría, sin lugar a dudas, en una de las peores experiencias vividas hasta el momento por el joven, que, de repente, encontró todo el sentido a la imagen que ante sí tenía, y que, combinada con aquellos gemidos causados por el esfuerzo que realizaba aquella colosal criatura humanoide, hacía presagiar un desenlace francamente desagradable.

   Demasiado tarde, pues, aunque se volvió a la velocidad del rayo con intención de correr hacia el lugar del que con tanta insensatez había salido, fue abatido por una nauseabunda lluvia de excrementos que, irremediablemente, lo cubrió de la cabeza a los pies, si se respeta el orden en que sus miembros sufrieron la impregna de aquellos malolientes despojos. Tal fue la terrible experiencia que, Sigfrido, quizás por una muestra de piedad por parte de los dioses, perdió el conocimiento casi de inmediato, lo que aprovechó Cornelio, que había sido testigo de todo, para hacerse con el oscuro libro de hechizos y, sobre su escoba, emprender un vuelo cuyo incierto destino tenía el principal propósito de alejarlo de allí y de su joven compañero, al que dedicó un pensamiento acerca de la extraña relación que parecía guardar éste con las heces, ya fuesen propias o ajenas, teniendo en cuenta lo acaecido desde que lo conociera días atrás.

   Así fue que Cornelio abandonó a Sigfrido en pos de convertirse en un poderoso brujo sin tener que compartir sus estudios sobre lo arcano con nadie, lo que, quizás, pueda verse más adelante, quedando nuestro particular protagonista, mientras tanto, sepultado bajo una montaña de estiércol.

   El gigante, ajeno a lo que ocurría a su espalda, tras sanear su trasero con ayuda de las ramas cuyo fin era camuflar la caverna que a los dos hombres sirviera de guarida, pues fue lo primero que encontró al alargar una de sus enormes manos sin prestar atención, tal como suele suceder con los de su clase, se ajustó los raídos pantalones y se marchó de allí a atender sus propios asuntos, que consistían principalmente en seguir sembrando el pánico allí donde fuera, aunque de vez en cuando debiera hacer un alto para dormir, comer, y aliviar sus tripas, tal como acababa de suceder.

   Unos curiosos ojos lo contemplaron todo desde la espesura, y su dueño sintió un irresistible deseo de acercarse a la inerte mano que sobresalía de la enorme boñiga.

   ¿Sería aquel el abominable final del desventurado Sigfrido Valorquebrado?

   Imagen tomada de http://racasderpgeduardoteixeira.blogspot.com.es/2010/09/gigantes-3d.html

miércoles, 10 de agosto de 2016

48. Huyendo del hogar.

  Epifanio Rostrocándido despertó con un terrible dolor de cabeza. Al principio, su desconcierto era tal que no sabía dónde se encontraba, sin embargo, los recuerdos no tardaron en acudir a su mente, y pronto, entre mudos quejidos, supo lo que había ocurrido. Aún en el suelo, rememoró el instante en que el gobernador, guiando un carro tirado por dos caballos, se detuvo ante la puerta y ofreció dinero, mucho, a todo el que quisiera marcharse con él. Considerándose a sí mismo un hombre recto y honorable, Epifanio, escandalizado por la desvergonzada propuesta del funcionario, se negó en redondo a desertar, todo lo contrario que sus compañeros, que no dudaron en aceptar el sucio trato que Herminio Bolsasinfin les brindaba.

—¡No me dejáis más alternativa que la de arrestaros a todos! —sentenció entonces, lo que provocó el estupor de los presentes, que estallaron en hilarantes carcajadas.

—¡Da gracias a que te tenemos aprecio, idiota! —exclamó uno de ellos al tiempo que le golpeaba en la cabeza desde detrás con el asta de la lanza, la cual yacía hecha añicos junto al dolorido Epifanio, al que le costó lo suyo rehacerse como mejor pudo.

   Sí, así fue como debió perder el sentido.

—¡Malditos canallas! —murmuró malhumorado.

   Ya en pie, el buen Epifanio se encaminó tambaleante hacia las puertas de la empalizada, que habían quedado abiertas de par en par. Trató de cerrarlas, pero la fuerza de un solo hombre era insuficiente para llevar a cabo tal cometido, por lo que tendría que pedir ayuda. Dada la urgencia del momento, cualquiera vería razonable pedir el auxilio de los vecinos que dormían, pero la idea de molestar no era en absoluto del agrado de Rostrocándido, que optó por dirigir sus pasos hacia la puerta sur, donde esperaba encontrar al resto de la guardia, pues la patrulla hacía días que no salía a hacer su ronda a causa de los extraños fenómenos que se daban en algunas calles una vez caía la noche, a la que, quizás, le quedaban minutos antes de dar paso al amanecer.

   En un lance del trayecto, el hombre, al que todavía no había abandonado del todo el desconcierto, tuvo el desatino de pisar el rabo de un perro que dormía al raso. El animal, aunque noble, luego de aullar afligido, se revolvió y propinó un rabioso mordisco en el pie causante de su inesperado tormento, tras lo cual, corrió a buscar otro lugar donde echarse y continuar con su reparador sueño. Epifanio, sorprendido por la rapidez con la que se había desarrollado el desafortunado incidente, reaccionó sin pensar tratando de dar una patada al cánido, la cual falló por mucho, lo que le llevó a caer con estrépito, yendo a parar su rostro a las turbias humedades de un charco que, por el olor, pudo identificar como orina, quién sabe si del mismo animal al que acababa de pisar.

   Amargado por tanta desgracia en tan poco tiempo, incapaz de comprender por qué los dioses se cebaban de esa forma con él, que tanto se esforzaba por ser una persona ejemplar, el alma de Epifanio se quebró en mil pedazos, liberando su gran pesar, tanto el reciente como el de ocasiones pasadas, que no era poco, con un estridente grito que sería digno de recordar hasta el fin de los tiempos. Algo así supuso un verdadero inconveniente para aquellos que dormían, pues significó el final de su descanso. Fueron muchos los que, ya despiertos, permanecieron con los ojos fijos en el techo, que debía seguir ahí, a pesar de la oscuridad, oyendo aquel interminable alarido, formidable para tratarse de la garganta de un hombre. “Cuánta ira contenida”, pensaron los más reflexivos, tan sólo unos pocos. “¡Maldito animal!”, fue el pensamiento más generalizado.

   En ocasiones, el berrinche era interrumpido por la falta de aire, pero continuaba en cuanto Epifanio lograba llenar sus pulmones, para desgracia de sus somnolientos oyentes. Sólo cuando el agotamiento se apoderó de él, cesó todo, quedando el culpable de tanto escándalo sumido en un estado anímico ciertamente preocupante, como si hubiese descendido al subsuelo de la tristeza, más abajo aun, si cabe.

   De repente, todo volvía a estar en silencio, y los ojos que hacía un instante se abrieran, volvieron a cerrarse, anhelando caer de nuevo en los brazos de Morfeo. Sin embargo, el destino había determinado que ya ningún Mediopedrero dormiría desde aquel momento sobre su lecho.

   No habiendo pasado más de dos minutos desde que se acabaron los gritos de Epifanio, el estridente sonido de unos cuernos quebró la recién instaurada calma, dando al traste con las esperanzas de todos de estirar el sueño hasta donde pudieran. Poco a poco, la calle fue abarrotándose de curiosos que, ahora sí, veían motivos para saciar su creciente curiosidad. Al gentío no tardaron en unírsele Crisanto y Nicodemo, a los que siguieron Alonso y la pequeña Lúcida, quienes se agarraban de la mano. Era común ver a la gente portando farolillos de aceite o velas con las que alumbrarse, ya que la oscuridad se resistía a marcharse.

—¡Ay de mí! ¡Qué mal estaré pagando hoy, que todo me sale mal! ¡Oídme! ¡Oídme todos! El gobernador huyó anoche con el tesoro por la puerta del norte, llevándose consigo a mis compañeros, que no dudaron en reducirme por querer detenerles en cumplimiento de mi deber. ¡Esos traidores vuelven ahora con un ejército comprado con el oro robado para aplastarnos! Hay que cerrar los portones de la empalizada antes de que entren y nos masacren —anunció Epifanio como enloquecido, entonces, se puso en pie y comenzó a correr en la dirección de la que partió al despertar, que, dicho sea de paso, era la misma de donde llegaba aquella fanfarria marcial, a la que ahora se unía el redoblar unos tambores.

   Tratándose de Rostrocándido, al que los Mediopedreros daban por alguien que jamás mentía, todos dieron por buena la historia por él contada. Algunos, los más jóvenes e impetuosos, se unieron al desquiciado centinela en su angustiada carrera, todo lo contrario que el resto, que prefirió avanzar a un ritmo más pausado, siguiendo la estela de aquéllos desconocidos que, guiados por un cauteloso Crisanto, encabezaban la marcha.

—¿No es ése el tal Panzagónica, el que vive solo en una casa a las afueras del pueblo? ¿Qué hace con esa gente? —oyó Nicodemo que decía alguien refiriéndose a su persona, algo que provocó en él sentimientos encontrados, pues la idea de ser reconocido y asaltado a preguntas le aterraba, por suerte, no se dio tal circunstancia.

   Una vez la empalizada estuvo a la vista, momento que coincidió con la llegada del amanecer y el obligado canto del gallo, que sonó un tanto apagado aquella agitada mañana debido al insistente toque de los cuernos, fue inevitable fijar la vista en las puertas de la misma, que, efectivamente, tal como anunciara Rostrocándido, permanecían abiertas, tanto, que bajo el arco tenía lugar una trifulca protagonizada por Epifanio y aquellos que con él marcharon, que hacían frente a una escuadra de lanceros que, en formación cerrada y las puntas de las armas mirando hacia delante, se empeñaban en hacerlos retroceder, aunque cuidando de no ocasionarles daño. Al otro lado de la vieja y descuidada muralla, varios centenares de soldados pertrechados para la batalla aguardaban formando largas hileras, por delante de éstos, un grupo de oficiales, reunidos en torno a un individuo que portaba una deslumbrante armadura plateada, parecían discutir animadamente sin quitar ojo de lo que sucedía en la refriega. Uno de ellos, al ver que llegaba gente, ordenó que cesara el sonido de los cuernos de inmediato, lo que dejó que todos oyesen la suerte de improperios que se dedicaban los involucrados en el pequeño enfrentamiento entre el grupo de lanceros avanzados y la banda comandada por Epifanio.

   Crisanto, sabiendo que la presencia de aquella hueste respondía al llamado que el propio gobernador hiciera al capitán de la misma y no a un intento de asalto, avanzó decidido hacia la puerta ordenando poner fin a las hostilidades, recibiendo la inestimable ayuda de Alonso, que apartaba por medio de la fuerza bruta a todo aquel que se ponía al alcance de sus grandes manos.

   Finalmente, se impuso la calma y se acordó celebrar un consejo extraordinario de manera inmediata allí mismo, delante de los congregados, donde fue expuesto todo lo que cada uno sabía, no quedando nada por contar en lo referente a cualquier cosa que pudiera parecer fuera de lo normal. Estuvieron de acuerdo en condenar los actos protagonizados por el gobernador y el grupo de desertores, que serían tratados como traidores en adelante, a no ser que existieran evidencias de lo contrario. Lo que más preocupaba era la proximidad de la hueste de muertos vivientes, que podría hacer su aparición de un momento a otro. “"Si no han llegado ya se debe a su falta de inteligencia, aunque diría que son dirigidos por un ser oscuro y malicioso. Yo mismo lo vi”, dijo Crisanto al referirse a aquella amenaza. Los habitantes de Mediapiedra, al ser conocedores de los peligros que se cernían sobre el lugar donde se desarrollaban sus vidas, vieron razonable la posibilidad de marcharse a otro lugar más seguro. “Después de todo, el pueblo ya está maldito, aunque aún se podía vivir aquí”, comentó alguien.

   Y así fue que, por unanimidad, con tanto dolor como alivio, los Mediopedreros optaron por el exilio, marchando a sus casas a recoger únicamente lo indispensable para afrontar un viaje que debía durar de dos a tres días, según se había previsto. Sin embargo, Eliseo Portebrillante, hombre de una arrogancia insoportable y de una valentía que, para muchos, rozaba la estupidez, entendiendo que debía ofrecer batalla a los muertos para dar así más tiempo en su inminente viaje a aquellas personas, decidió marchar hacia el sur, donde esperaba llegar a la cima de La Colina sin Nombre, donde formarían sus heroicos lanceros y lucharían hasta sufrir una horrible muerte a manos del diabólico enemigo, tal como ha sido contado con anterioridad en esta misma historia.

   Cuando ambos contingentes se separaban, uno, el que formaban las familias, marchando hacia septentrión, el otro, el que portaba las lanzas, buscando meridión, Lúcida echó la vista atrás, hacia el sur, preguntándose qué sería de Sigfrido.

   De súbito, desde el alto cielo les llegó la hilarante y enloquecedora carcajada de una anciana que parecía fuera de sí. Aunque no vieron nada, a todos les vino a la mente la historia que durante la asamblea narrara Nicodemo, en la que explicó con todo lujo de detalles cómo aquella bruja que trataba de raptarlo, una vez se vio envuelta por las llamas gracias a la acción de la intrépida hermana de Alonso, montó a horcajadas sobre su escoba y huyó surcando los aires bajo las estrellas. Pocos fueron los que no sintieron entonces un desagradable escalofrío.

Imagen tomada de https://lesenfantsdelapluie.wordpress.com

miércoles, 20 de julio de 2016

47. Desleal lealtad.

   Cuando Herminio Bolsasinfin, gobernador de Mediapiedra por designio del rey, título que obtuvo a cambio de una serie de favores que más le valía callar para siempre, fue despertado de improviso restando aún algunas horas para la llegada del nuevo día, sintió deseos de apalear hasta la muerte —casi en sentido literal— al causante de tal desfachatez, aunque, viendo que se trataba de uno de los guardias destinados a la puerta sur de la empalizada, se dejó llevar por la sensatez y escuchó con atención lo que éste tenía que decirle; tras lo cual, decidió dar extraordinaria audiencia al singular grupo de recién llegados que, según el centinela, exigían verle con la máxima brevedad dada la urgencia de los tenebrosos asuntos que habrían de ser tratados.   Así pues, azuzado por la prisa, tratando de actuar como pensaba debía hacerlo toda autoridad que quisiera aparentar estar a la altura de las circunstancias, Herminio Bolsasinfin, aún arropado por su largo y cuadriculado camisón de terciopelo, calzando unas pantuflas de andar por casa y tocando su cabeza con un gracioso gorro de dormir, no se hizo esperar, y más pronto que tarde, por así decirlo, se vio sentado frente a aquella gente, entre quienes vio un rostro conocido y una niña de no más de diez u once años, a los que, luego de dar la bienvenida y pedirles que tomaran asiento en torno a la larga mesa situada en la parte central de un gran salón, el mismo donde eran celebrados los consejos considerados importantes para el devenir de la localidad que regentaba, los invitó a contar cuanto estimaran oportuno acerca de los extraños acontecimientos que aseguraban haber presenciado como testigos de primer orden. Su inquietud fue en aumento conforme las palabras de unos y otros fueron dando forma a una historia que le habría parecido inverosímil un tiempo atrás, más que posible en aquellos días aciagos. Aun Alonso, impedido para el habla y de muy justas entendederas, dio su propia versión de los hechos acompañando con exagerados gestos su ininteligible perorata. Por suerte, Lúcida, su hermana, sirvió como intérprete, por lo que todos pudieron entender a la perfección la singular exposición del descomunal y voluntarioso muchacho, que, al acabar, se sintió satisfecho consigo mismo por no haber olvidado un solo detalle de lo vivido.

   Tanto Herminio como el centinela que ante él llevase a aquellas personas, también presente en la estancia, no pudieron evitar asombro y estupefacción por lo que allí estaba siendo revelado. Cuando no hubo más que contar, una sombra de preocupación oscurecía los rostros de ambos.

—Aquí, donde, de un tiempo a esta parte, venimos sufriendo los devastadores efectos de una oleada de fenómenos inexplicables, todos ellos de índole fantasmagórica, nos creíamos el epicentro de una especie de maldición, como si el mismísimo infierno hubiese abierto sus puertas en la plaza central del pueblo —dijo el gobernador tras un momento de silencio—. Cuando todo comenzó, tan sólo se trataba de una serie de inquietantes ruidos y alguna que otra voz susurrante nacida en la oscuridad de cualquier rincón olvidado. Aunque no tardamos en ver las primeras apariciones de nuestros antepasados, que nos atormentaban mientras estábamos solos o dormíamos. La propia guardia dejó de patrullar algunos sectores de la ciudad por miedo a lo que pudieran encontrarse.

—Una decisión bastante comprensible, si se me permite el comentario —observó el soldado, en pie junto a Herminio.

—Ahora, dando por cierta vuestra historia, pues no veo razón para que hayáis mentido, las cosas empeoran gravemente —prosiguió el gobernador, que parecía un tanto molesto por la interrupción del guardia—. Por suerte, soy un hombre precavido, por lo que, siguiendo mi instinto, ante la supuesta inoperatividad del rey, pues desconocía su decisión de dispersar a sus mejores caballeros a lo largo y ancho del reino para recabar información sobre estos turbios asuntos, envíe ayer mismo una misiva al afamado capitán Eliseo Portebrillante, con quien guardo una excelente relación, y cuyas tropas se encuentran acuarteladas a mediodía de aquí. 

—¿Eliseo Portebrillante, decís? —preguntó, sorprendido, Crisanto—. ¡Conozco a ese hombre!

—¡Magnífico! —celebró Herminio—. Estaréis conmigo en que se trata de un célebre y carismático personaje, justo lo que necesitamos.

—Es esclavo de su propia vanidad —protestó el caballero.

—No puedo negar que se trata de alguien que se otorga a sí mismo un gran valor, quizás más del que debiera —reconoció el gobernador—. Pero junto a él viajarán quinientas lanzas empuñadas por manos experimentadas, y ese detalle puede hacer que ciertas cosas sean pasadas por alto, ¿no creéis, Crisanto?

—¡Quinientas lanzas! ¿Con cuántas contáis vos?

—No más de cincuenta, todas ellas manejadas por gente que, con toda probabilidad, les han dado el mismo uso que darían a un largo bastón en el que apoyarse para echar alguna que otra cabezada cuando tumbarse en el suelo no es una opción —respondió Herminio, acompañando sus palabras con un claro gesto de decepción.

—Mucho me temo que así sea, señor, a excepción de Antonio Plomocansino, el sargento encargado de la puerta sur, el mismo que me ordenó traer a estos viajeros ante vos; él sí sabe manejar las armas con cierta profesionalidad, o eso es lo que se dice —dijo el soldado, que, nuevamente, se había atrevido a hablar.

—Sí, quizás Plomocansino sea la única lanza en toda la guarnición de Mediapiedra capaz de hacer daño si se lo propone, y no por efecto de la suerte —coincidió el gobernador.

   Nicodemo, sentado junto a Lúcida, parecía querer tomar la palabra.

—No entiendo qué se pretende con poco más de quinientas lanzas ante una horda de no muertos, tal como mis acompañantes los describen. Las manos que sostienen esas armas pertenecen a hombres que, en su mayoría, acabarán cediendo al miedo en cuanto tengan ante sí una visión que sólo de pensarlo me horroriza, aunque es cierto que no soy soldado ni nunca he poseído un corazón aguerrido como para que mi opinión sea tenida en cuenta. En el mejor de los casos, si se decide defender la plaza, puede que se lograra mantenerlos al otro lado de la empalizada, pero eso nos dejaría encerrados en medio de una marea de desolación de la que, mucho me temo, no seriamos capaces de escapar; acabaríamos cediendo al hambre y la locura —dijo.

—Pues precisamente esa es la idea, defender la plaza. La gente de este pueblo querrá ver cómo sus casas, sus pertenencias, son defendidas por aquellos a quienes pagan sus impuestos —señaló Herminio—. ¿Preferirías acaso que abandonásemos esa casa de las afueras donde vives, que tanto trabajo les costó a tus padres levantar, a pesar de lo que trató de hacer contigo la puerta de la entrada?

—No me apetece marcharme y dejarlo todo, mucho menos siendo de noche y tras lo ocurrido antes y durante un trayecto tan corto, no quiero ni imaginar lo que podría suceder en una travesía de mayor calado, pero tengo el presentimiento de que quedarnos empeoraría las cosas aún más, si cabe —dijo Nicodemo, que trataba de ser elocuente a pesar de su nerviosismo.

—Bien pensado, no parece tan mala idea esa de marcharnos, ayudaría a evitar víctimas, al menos durante un tiempos —opinó Crisanto—. Podríamos dirigir a los ciudadanos más al norte, ya se nos ocurrirá algo por el camino.

—¿Ordenar el desalojo urgente de Mediapiedra e improvisar sobre la marcha cómo organizar un exilio de más de mil almas? Está claro que elegisteis bien el oficio, caballero; lo vuestro es empuñar la espada, no gestionar —protestó incrédulo Herminio, que, luego, pareció hundirse en sus propias cavilaciones antes de proseguir—. Será mejor que os retiréis a descansar, el agotamiento se refleja en vuestros rostros y os nubla el juicio. Abelardo Luengapicota, aquí presente, os proporcionará alojamiento en Aquí Bebe Quien Paga, una taberna que regenta un buen amigo mío. No habréis de preocuparos por la cuenta, que correrá a cargo de la comunidad a la que tan buen servicio prestáis con esta información que acabáis de transmitirme, es lo menos que puedo hacer por vosotros en estos momentos.

—Torcuato Vinoagrio no suele atender visitantes nocturnos, menos aún desde que las cosas se pusieron feas —advirtió Abelardo, que, según observaba Lúcida, poseía una nariz que hacía sobrados honores a su apellido.

—Si ese desagradecido de Vinoagrio hace oídos sordos a tu llamada, tienes total libertad para echar abajo la puerta de su casa. La cuenta de su reparación correrá a cargo de las arcas públicas, por supuesto.

—Así será, gobernador —dijo Abelardo, que, acto seguido, hizo señas a Nicodemo y los otros para que dejaran sus asientos y lo acompañasen.

—¿Qué pensáis hacer? —quiso saber Crisanto antes de salir del salón.

   Herminio dejó escapar un largo suspiro antes de responder.

—Cumplir con mi deber, no os quepa la menor duda, tal como haríais vos en mi lugar, caballero.

   Crisanto pareció vacilar, entonces, inclinó la cabeza a modo de despedida y se unió a sus compañeros. Nicodemo lo recibió con palabras a propósito del encuentro que acababan de tener, tratando de intercambiar impresiones con alguien que, al contrario que Alonso, pudiera comunicarse con algo más que gemidos y gruñidos.

   Una vez estuvo a solas, tras aguardar lo que supuso sería un tiempo prudencial, Herminio Bolsasinfin saltó de su silla y abandonó a toda prisa la estancia. Subió a sus aposentos, donde tomó un grueso pero elegante abrigo como única prenda, y se precipitó hacia las caballerizas, donde, con gran agitación, llevó a los dos caballos que tenía en propiedad a engancharlos a un viejo carro que esperaba cargado con todo el oro que pudo amontonar desde que, un par de días atrás, decidiera, en secreto, abandonar a su suerte a los habitantes de Mediapiedra, dada a la insostenible situación del pueblo desde que los fantasmas y otros fenómenos decidieran ponerlo todo patas arriba. La verdadera razón por la que Eliseo Portebrillante había sido llamado no era otra que la de protegerse a sí mismo con ayuda de sus lanzas para cuando todos lo vieran salir con el dinero de las arcas, cosa que pensaba hacer durante la mañana del día siguiente, que es cuando esperaba llegasen el afamado pero estúpido capitán y sus hombres. A través de engaños, esperaba que éste le diese el visto bueno y le proporcionara escolta hasta ponerlo a buen recaudo, pues le diría, entre otras cosas, que su intención era la de poner a salvo el tesoro del rey, tan importante para la paga de un soldado. Sin duda, lograría su propósito sin demasiadas complicaciones, o eso esperaba.

   Su llegada a la corte sería bien recibida por el monarca, sobre todo si era acompañado por la totalidad de los impuestos recaudados en lo que iba de año, a excepción de ciertas cantidades que Herminio se había tomado la libertad de emplear para uso y disfrute personal, así como para engordar su propia riqueza invirtiendo lo que no era suyo en negocios más oscuros que la propia noche, lo cual le había reportado suculentas sumas de dinero. Sin embargo, la llegada de aquella gente y las noticias que portaban daban una nueva dimensión al asunto, agravando la realidad hasta límites difíciles de asumir para cualquiera. Es por ello que, tras pensarlo brevemente, decidió adelantar su plan y adaptarlo a las necesidades del momento, fuesen cuales fuesen las dificultades a las que hubiera de hacer frente en adelante. En primer lugar, tendría que olvidarse de la seguridad que le darían las lanzas de Eliseo Portebrillante y aprovechar la negrura de la noche para pasar desapercibido una vez lograse salir del pueblo, para lo cual, ya sabía cómo se las apañaría.

   Una vez abierta la puerta del establo, Herminio Bolsasinfin, valiéndose de dos farolillos de aceite para alumbrar el camino, ambos dispuestos a cada lado del pescante, tomó las riendas del carruaje y azuzó los caballos, abriéndose paso de ese modo entre la densa oscuridad. Se cuidó mucho de no adentrarse en las calles consideradas malditas desde que dieran comienzo aquella serie de sucesos tan inexplicables como aterradores que tanto habían condicionado la vida de aquellos a quienes gobernaba con más codicia que buen juicio. Las voces susurrantes, que parecían conspirar sin cesar desde las sombras, no paraban de atosigarle, al igual que la sobrecogedora aparición de su padre, ya fallecido, hombre honrado estando en vida, que le dedicó un sinfín de iracundas miradas y gestos desaprobadores. Sin duda, este hecho generó una gran turbación a Herminio, que trataba, sin lograrlo, de ignorar a toda costa aquella fantasmal presencia.

   Al fin, llegó ante la puerta norte de la empalizada, donde los guardias allí apostados le dieron el alto, tal como esperaba.

—¿Quién vive? ¿Y qué rayos hacéis guiando un carro a estas horas con un gorro de dormir sobre vuestra cabeza? —inquirió agitado uno de ellos.

   Herminio ordenó detenerse a sus caballos a pocos metros de los soldados, que parecían indecisos. Luego, introdujo una mano en uno de los bolsillos del largo y grueso abrigo y, tras cerrarla en torno a algo que halló sin apenas buscar, la extrajo del mismo repleta de monedas, las cuales mostró a los centinelas, que, a pesar de la escasa luz y la distancia que los separaba, supieron al instante de qué se trataba.

—Vengo a ofreceros un trato del que sacareis un buen pellizco, muchachos —dijo Herminio, que, mientras hablaba, había arrojado a los pies de aquellos hombres todo el dinero—. Me preguntaba si puede ser ésta la llave que abra la puerta que custodiáis.

   Y entonces hubo palabras, y las voluntades se quebraron bajo el delicioso e insoportable peso del oro.

   Imagen extraída de www.neostuff.net Desconozco la identidad de su autor.

miércoles, 29 de junio de 2016

46. Una senda entre los árboles.

   Un pequeño incendio mostraba el lugar donde la bruja había sufrido el flamígero ataque de Lúcida, dando motivos a ésta para que emprendiera una precipitada huída montando sobre su escoba. El fuego, que alejaba tímidamente la oscuridad imperante, iba perdiendo poco a poco su viveza inicial, lo que hacía indicar que pronto se extinguiría. Alonso, que seguía tapando sus vergüenzas, se dedicó a pisotear los llamas más pequeñas con objeto de acelerar el proceso de apagado.   El farolillo yacía en el suelo hecho pedazos.
—Sé cómo solucionar ese problema tuyo, Alonso, acompáñame al interior de la casa, aunque tendrás que quitarte los pantalones si quieres que ponga mis manos a trabajar en ese agujero tuyo, el de la prenda, quise decir; porque supongo que no sabrás coser —dijo Nicodemo, que, de repente, parecía haber recobrado la compostura tras el mal trago que le había tocado vivir y que tanto le hubo afectado.
—¿Qué es lo que escucho? ¡No hay tiempo para jugar a los sastres! ¡No es momento de idioteces! —protestó el caballero, que seguía inmovilizado cual estatua.
—Mi buen paladín, dudo mucho que vayamos a ninguna parte contigo en ese estado. La niña y yo no podemos llevarte a hombros, y el chico, aunque es fuerte en extremo, está agotado. No veo qué hay de malo en dedicar un poco de tiempo a algo que podría evitarnos una visión que, al menos a mí, me hace pasar vergüenza en todos los aspectos, si es que me entiendes. El mismo perjudicado se siente incómodo con sus descomunales vergüenzas al aire. ¡Mirad sino cómo cubre su hombría con ambas manos!
   Alonso balbuceó algo ininteligible. Parecía impaciente.
—Lo sé, muchacho. Sígueme, ahora, por favor —dijo Nicodemo, que se adentró en la casa seguido por el enorme hermano de Lúcida.
—¡Pero debemos marcharnos ya! —exclamó el caballero agitado—. Podría haber más como esa maldita vieja por aquí, por no hablar de los muertos, que a saber por dónde las llevan.
   Lúcida se acercó a él.
—¿Qué sientes al no poder moverte? —preguntó curiosa.
   Crisanto la miró un tanto abatido.
—Para ser sincero, me siento ridículamente vulnerable y angustiado —respondió apesadumbrado.
   Una expresión de asombro les llegó desde la casa.
—¡No puedo creer lo que ven mis ojos! Es peor de lo que pensaba, hiriente y ofensivo aun sin pretenderlo. ¡Aparta, muchacho! Aléjate de mí mientras tengas eso al aire, no sea que en algún movimiento involuntario pueda rozarlo, lo que no sería de mi agrado, te lo aseguro. Espero que tampoco del tuyo. Sí, eso espero. En estos casos las distancias cortas son muy problemáticas, demasiado —se oyó decir a Nicodemo—. Anda, ve al otro lado de la sala, justo detrás de la mesa, que yo miraré hacia la pared mientras remiendo el roto. Y no te acerques hasta que acabe, que será cuando yo te lo diga, ¿entendido?
   Alonso gimió con timidez.
—¿Hacia dónde iremos ahora? —quiso saber Lúcida, que parecía divertida por lo que acababa de oír.
   Crisanto suspiró antes de responder.
—Cuando partamos, cosa que quizás hagamos alguna vez antes de que nos encuentren y nos maten, deberíamos dirigirnos hacia el norte. No muy lejos de aquí, a un kilómetro escaso, como ya nos dijo Nicodemo, se encuentra el pueblo de Media Piedra, donde espero hallar algo de descanso, por poco que sea, no sin antes identificarme y haber informado a las autoridades de la naturaleza del peligro que amenaza la seguridad de sus habitantes, cosa que creo haber dicho antes —dijo.
   De súbito, el caballero, que había permanecido paralizado en el inicio de la acción en la que pretendía golpear a la bruja cuando ésta lo hechizó, acabó bruscamente el movimiento hasta entonces inacabado, lo que le hizo caer al suelo atropelladamente
—¡Rayos! ¡Mil rayos! —exclamó dolorido.
   Lúcida, tras el lógico sobresalto, corrió en su auxilio.
—Llevas razón, ya hablaste sobre eso; lo había olvidado con los nervios —reconoció—. ¿Estás bien?
—Sí, al menos ya puedo moverme.
   La voz de Nicodemo volvió a dejarse sentir.
—¡Ya está! Tus pantalones no volverán a dejar en libertad aquello que nunca debió ver la luz mientras hubo presente gente decente, a no ser que vuelvas a desgarrarlos, cosa que no me extrañaría en absoluto teniendo en cuenta lo ajustados que te quedan —celebró el hombre, que parecía satisfecho con aquel logro.
   Alonso gimió agradecido.
   Crisanto, ya en pie, tras comprobar que volvía a gobernar cada parte de su cuerpo, se acercó a la puerta, desde donde se asomó al interior,
—Deberíamos partir ya —dijo.
—En seguida —convino Nicodemo—. Sólo déjame coger otro farolillo de aceite que tengo guardado para casos de necesidad, pues el primero fue heroicamente sacrificado para salvarme de las garras de esa bruja, como bien la llamó Lúcida, ya que aquella horrible mujer no podía ser otra cosa. El camino hasta el pueblo, aunque corto, es demasiado oscuro para recorrerlo a estas horas de la noche, y transcurre por una densa arboleda que no deja pasar la luz de la luna. Nos vendrá bien para no extraviarnos en las tinieblas. Mientras lo enciendo, tú y Alonso, ya con sus pantalones arreglados, como podrás comprobar, deberíais coger vuestras armas, por lo que pueda pasar.
   El caballero asintió, pensando que la propuesta de su anfitrión, muy aficionado a perderse en los detalles cada vez que hablaba, sonaba sensata, entonces, entró y tomó la espada del lugar donde la había dejado una vez se echara a dormir, instando a Alonso, ya completamente vestido, a hacer lo propio con su maza de combate.
   Cuando todo estuvo listo, fue el propio Nicodemo el que insistió en ponerse a la cabeza del grupo.
—Ninguno conocéis tan bien como yo este sendero, y aunque parezca algo fácil de hacer aun para un foráneo, las sombras invitan a la confusión, y eso podría hacer que nos perdiéramos, con las terribles consecuencias que podría acarrearnos en un momento como éste —decía mientras empezaba a caminar—. Es curioso, esta noche, que debería haber sido tranquila, he sido interrumpido en el momento de la cena por unos desconocidos, vosotros, a los que he abierto la puerta de mi casa y ofrecido asilo. Esos mismos invitados, vosotros también, me desvelan como ciertos unos oscuros rumores que más valdría no conocer, y que tratan sobre muertos que caminan. Entonces, la propia puerta de mi casa se transforma en un monstruo y trata de devorarme, cuando en realidad no había ningún monstruo, sino una vieja, bruja al parecer, que nos ha engañado a todos por medio de una ilusión que a saber cómo ha creado. Me salváis de morir en sus garras, por lo que os estoy agradecido. Ahora, abandono mi hogar y no sé muy bien cómo ni cuándo volveré. Debería estar enfurecido, o algo así, supongo, sin embargo, reconozco estar entusiasmado ante la perspectiva de comenzar una arriesgada aventura en vuestra compañía. No me reconozco, si debo ser fiel a la verdad.
—Hablas mucho, Nicodemo —escupió Crisanto.
—Eso mismo me digo a veces, pero no sé cómo callar a su debido tiempo —reconoció el hombre.
—Si eres incapaz de callar, yo mismo te pondré una mordaza en la boca para obligarte.
   Luego de dar una veintena de pasos, quizás una treintena en el caso de la niña, llegaron a la linde de la arboleda, donde se internaba el estrecho sendero que partía de la casa. Nicodemo se detuvo indeciso, alumbrando con el farolillo los árboles que tenía más cerca.
—Su aspecto durante la noche es mucho menos tranquilizador que cuando luce el sol. Es como si esperasen el momento adecuado para dejar caer esas enormes ramas sobre aquellos que se atrevan a acercarse demasiado, como es nuestro caso —murmuró temeroso.
—No son más que árboles, Nicodemo, no permitas que tu imaginación les otorgue capacidades que no les pertenecen —manifestó Crisanto—. Vamos, no hay tiempo que perder.
   Panzagónica respiró hondo, tras lo cual, inició la marcha un tanto tembloroso. Los árboles se agolpaban a ambos lados de la vereda desde el principio, en algunos tramos, se apretaban los unos contra los otros de tal modo que casi formaban una pared impenetrable por donde ni siquiera era posible ver qué había más allá, más aún en la noche, lo que aumentaba la sensación de agobio de los viajeros, que apenas se atrevían a separar los labios. Alonso cerraba el grupo, cubriendo la espalda a su hermana, que iba de la mano de Crisanto, que, a su vez, no se separaba un palmo del asustado Nicodemo, que cada vez avanzaba con mayor lentitud acuciado por la incertidumbre.
   Una vez dejaron atrás el denso bosquecillo, lo que les llevó una decena de minutos, tal vez, se sintieron de veras aliviados.
—Sé que debe sonar a locura, pero tengo la sensación de que esos árboles estaban dispuestos de otra forma menos asfixiante la última vez que pasé entre ellos, incluso he llegado a sentirme amenazado —declaró Nicodemo con la voz entrecortada.
—Debo admitir que he llegado a ponerme nervioso —reconoció el caballero.
   Alonso se volvió y arrojó una piedra contra los árboles. Tras escucharse el sonido de ésta al chocar, obtuvieron como respuesta un extraño y siniestro murmullo proveniente de la arboleda.
—No debiste hacer eso —lo increpó su hermana.
   Alonso retrocedió consternado.
—Vámonos de aquí —ordenó Crisanto.
   Nicodemo no se lo pensó dos veces y dirigió de nuevo sus pasos hacia el norte, con más brío esta vez.
—¿Oísteis eso? —preguntó agitado—. ¿Qué sería? Nada bueno, estoy seguro.
—Así es, nada bueno —respondió Crisanto, que casi lo atropellaba al andar.
—Quizás no sea tampoco malo —dijo Lúcida—. Nada nos hizo daño allí, a pesar de todo.
—Ya lo discutiremos en otro momento, niña, ahora urge llegar cuanto antes a Media Piedra —repuso el caballero.
   Al fin, tras un corto viaje que se les acabó antojando interminable, alcanzaron el pueblo, protegido por una vieja y descuidada empalizada de madera que daba la impresión de estar a punto de caerse en cualquier momento.
   Nicodemo se acercó al portón y lo golpeó fuertemente con el puño por tres veces.
—¡Abrid! ¡Somos amigos! —dijo, cuidándose de no gritar demasiado.
   Un ruido se oyó del otro lado, aunque no inmediatamente. Daba la impresión de que alguien subía por unas escaleras sin demasiada prisa, incluso se le oía refunfuñar.
—¿Quién sois a estas horas y que queréis? Habéis de saber que la puerta no se abre hasta después del canto del gallo, aunque éste pueda atrasarse —dijo una voz desde arriba—. ¡Nicodemo Panzagónica! ¿Qué haces aquí?
   Los integrantes del grupo miraron hacia el individuo que les hablaba, que se asomaba tras la empalizada por encima de la puerta.
—Será mejor que abráis la puerta, señor —dijo Crisanto, imprimiendo autoridad en la voz a pesar de no haber impartido ninguna orden, al menos de forma directa—. Traemos malas, muy malas noticias.
—¿Qué está diciendo este sujeto, Nicodemo? —preguntó el hombre, que parecía confuso—. ¿Debería abrir la puerta? Si son forajidos y te están obligando a...
—No hay nada que temer de esta gente que viene conmigo, Antonio Plomocansino, ya que no son forajidos, sino unos amigos, por así decirlo, que me han salvado la vida recientemente. Será mejor que abras la puerta cuanto antes, no sabemos de cuánto tiempo disponemos. Además, si te contamos desde aquí lo que hemos venido a decir no nos abrirías nunca —dijo el aludido con cierta urgencia.
—De acuerdo —accedió Antonio, que hizo señas a alguien con la antorcha que portaba—. Pero, quizás, cuando sepas algunas de las cosas que desde hace unos días suceden aquí dentro, prefiráis estar fuera.
   De nuevo, el solitario aullido de un lobo, tal como sucediera después de la huida que emprendiera la bruja una vez se vio envuelta por las llamas, desgarró la quietud de la noche. Esta vez sonó más cercano, como si el animal, de ser el mismo, hubiese tomado la decisión de seguir los pasos de Crisanto y el resto de componentes del grupo, por así decirlo.
   Una serie de ruidos sonaron tras el portón, que no tardó en abrirse pesadamente.
   Imagen tomada de www.lugubreclamor.blogspot.com Desconozco la identidad del autor de la obra.