miércoles, 28 de octubre de 2015

20. El ser oscuro.

   Tras huir en tropel de la casa, para lo que primero debieron saltar sobre el cadáver del pobre Bernardo, el grupo, siendo Sigfrido el que lo cerraba, corrió presto en dirección norte. Se alejaron del lugar sin mirar atrás, como si de ese modo pudiesen negar la existencia de aquellos monstruosos seres venidos del infierno. Pero las fuerzas estaban muy justas, por lo que pronto se vieron forzados a detenerse y recuperar el aliento. Lo hicieron sin tomar precauciones, justo en el lugar donde Crisanto, el de más edad y el que presentaba peor estado de forma, decidió rendirse al cansancio sin mostrar el más mínimo complejo. 

—¡Maldición! —exclamó el caballero con voz ahogada, como si sus pulmones estuviesen al borde del colapso—. ¡No puedo más! —y entonces cayó al suelo cuan largo era, que no era mucho, con las cuatro extremidades extendidas cual extraña equis y mirando hacia el ancho cielo. Su abultada barriga subía y bajaba pesadamente al ritmo de su descompasada respiración, algo que atrajo durante un instante la atención de Sigfrido, que no supo muy bien qué pensar al respecto. 

   Tras unos minutos de no hacer nada, fue el propio Crisanto el que volvió a ponerse en pie y, sin mediar palabra, continuó la marcha, que discurría por un terreno desigual, salpicado de árboles y demás vegetación propia de la zona. A lo lejos, se erguían majestuosas las altas montañas, que asistían como mudos testigos a lo que acontecía en el mundo, que, últimamente, eran asuntos demasiado extraños y siniestros.  

   Sigfrido, que volvía a cerrar la marcha, tuvo una inesperada visión, que, debido a la sorpresa, le obligó a detenerse. A un lado, junto a un roble muerto de aspecto poco tranquilizador, pudo ver de nuevo al espectro del difunto niño. Éste, a su vez, también lo miraba a él con el gesto endurecido, como si entre ambos hubiese pendiente algún asunto de extrema importancia, como así era. Sigfrido quiso decir algo, pero abrumado como estaba, fue incapaz de emitir palabra. Tampoco el fantasma dijo nada, aunque, en su caso, no parecía que quisiese decir algo. Tras un frío momento, intenso, en que ambas miradas se sostuvieron, aunque cada una con distintas emociones, el joven bribón, sintiendo como si despertara repentinamente de algún sueño, decidió proseguir la marcha, mas cuál fue su sorpresa al verse completamente solo. ¿Dónde estaban Lúcida y los otros? ¿Y por qué la luz del sol era ahora tan débil, como si la noche estuviese próxima? 

   Un escalofrío recorrió a Sigfrido de principio a fin.  

&nbps;  De súbito, un ruido lo puso en alerta. Se trataba de pasos, muchos pasos. Y entonces también oyó aquellos gemidos terribles. Los muertos llegaban. 

   No había tiempo que perder. Invadido por una horrible sensación de terror, Valorquebrado corrió a ocultarse en la maleza, pero, en el último momento, se le ocurrió que sería mejor trepar a un árbol, y así fue que a uno de ellos subió, y, en silencio, se dispuso a aguardar el paso de la horda, rezando porque ninguna de aquellas criaturas, ya fuese por instinto o casualidad, pudiese verlo. Pasaban ya los primeros cuando una voz familiar habló muy cerca de él: 

—Cuando se hayan marchado podrás bajar del árbol —dijo el fantasma del niño, que se hallaba sentado a su vera—. Aún estás a tiempo de impedir que me convierta en un monstruo, tal como le pasó al resto de mi familia. 

   Fue entonces que una oscura presencia llamó la atención de ambos; un ser encapuchado, ataviado con ropas negras y que portaba una espada terrible cuya hoja desprendía un brillo inquietante, que se detuvo junto al roble donde se hallaban Sigfrido y la aparición. El siniestro ser guardaba un silencio sepulcral, sin embargo, parecía capaz de transmitir su voluntad a aquella maligna e inmunda hueste que avanzaba imparable por doquier. 

   Sigfrido se sintió desfallecer. 

   Imagen tomada de www.akreon.deviantart.com Nazgul by Akreon on deviantart.



martes, 20 de octubre de 2015

19. Destino cruel.

   Antes de que cierta posada llamada ‘La Penúltima’ cayera en desgracia junto al amable matrimonio que la regentaba, estando ya hospedado en ella el joven Sigfrido, que con tanto orgullo representaba su papel de respetable y admirado guarda temporal de la misma, su salón solía ser frecuentado por Bernardo Añejoluengo, un fiel parroquiano que sentía devoción por el vino que allí era servido. Solía llegar solo y sentarse apartado de todos para beber tranquilo, sumido en sus pensamientos. Entonces, cuando la bebida hacía efecto, solía mezclarse en charlas ajenas, aconsejando a unos y a otros sobre qué debían hacer con esos asuntos que tan libremente exponían cuando corrían la cerveza o el brandy. No tardaban en darle la espalda, pues era común verlo montar en cólera cuando alguien contradecía sus palabras, haciendo que el posadero, que era hombre comprensivo y paciente, acabara mediando, tratando así que el asunto no fuera a mayores. Cierta noche, la ultima que fue visto por allí, Bernardo, como era costumbre en él, abandonó la parroquia con la firme intención de llegar a casa y dormir a pierna suelta. Era más tarde de lo normal, pero no era la primera vez que perdía la noción del tiempo a causa del mal beber. Caminaba dando tumbos, con la mente nublada, aunque se las apañaba para sostener en ambas manos sendas jarras repletas de vino que, tras mucho insistir, había logrado que le sirvieran como condición para marcharse en paz. Una vez llegó al cruce donde debía tomar el desvío hacia el norte, se le ocurrió que bien podría liberar la valiosa carga que portaban aquellos recipientes en el gaznate, así que, ni corto ni peresozo, las vació dando un solitario y largo trago a cada uno. Aquello significó un esfuerzo que su castigado cuerpo no soportó todo lo bien que debiera, por lo que acabó cayendo de bruces al suelo, perdiendo el sentido por completo.   Ya al día siguiente, siendo muy temprano, fue hallado en aquel mismo lugar por un leñador que se dirigía al bosque a iniciar la faena. Al ver al estado de Bernardo y las dos jarras vacías esparcidas por el suelo junto a él, no le fue difícil imaginar qué había pasado. Sin embargo, cuando fue a despertarle, descubrió con horror que éste no tenía pulso. Asustado, llamó a voces pidiendo auxilio, que le fue ofrecido por un campesino que empezaba a trabajar la tierra cerca de allí. Siendo ambos desconocedores del funcionamiento del cuerpo humano, no viendo más salida que la de avisar con la mayor brevedad al barbero, que era la máxima autoridad en la materia en aquellos contornos, concluyeron que fuera el leñador quien fuera a llamarlo, quedando el labriego al cuidado de lo que entendían era un cadáver. El barbero, al recibir tan terrible noticia, decidió desatender de inmediato el afeitado que practicaba en un cliente, al que dejó de un palmo de narices, y corrió junto al leñador hasta el lugar de los hechos. Al llegar donde yacía Bernardo en compañía del campesino, tras examinar el cuerpo con detenimiento, no encontrando indicios de lo contrario, determinó que éste, efectivamente, había fallecido a causa de la bebida, y que debía recibir sepultura cuanto antes. Como todos sabían que el desgraciado no tenía familia cercana ni tampoco amigos, decidieron llevarlo al cementerio, donde, junto al enterrador y a un enviado de las autoridades de la comarca, que tardó casi mediodía en personarse debido a una serie de imprevistos, lo introdujeron en un ataúd y fue sepultado a golpe de pala. Mientras esto sucedía, fueron dichas unas palabras en su honor como única ceremonia, tal fue su último adiós, tras lo cual, todos recogieron sus cosas y se marcharon a casa, sufriendo el campesino y el leñador por la jornada perdida más que por el difunto, pues nada sacarían rentable de ella, y encontrando el barbero su local vacío, sin una triste nota donde su cliente de la mañana le remitiera si pensaba volver al día siguiente para que la faena empezada pudiera ser acabada y cobrada. 

   Para desgracia de Bernardo, que había sido dado por muerto por todos los que le vieron, argumentando cada uno razones que ninguno de los presentes osaría poner en duda, seguía muy vivo. Por causas extrañas e inexplicables, su corazón, que había dejado de latir, y sus pulmones, que no quisieron buscar más aire, volvieron a funcionar de repente. Cuando, recuperadas sus constantes vitales, volvió en sí, descubrió con horror que se hallaba encerrado en un estrecho y oscuro lugar. La desagradable y claustrofóbica sorpresa le hizo caer presa de un profundo pánico del que no fue capaz de reponerse. “¡He sido enterrado vivo!”, se dijo desesperado. “¿Por qué? ¿Quién? ¿Por qué?". Sintiéndose víctima de una cruel broma del destino, gritó con todas sus fuerzas pidiendo socorro, tanto, que pronto acabó afónico. Perdido, apenas sin esperanzas, pero aun así con ánimos de vivir, golpeó y arañó la madera hasta descarnarse las manos. Finalmente, el aire comenzó a escasear, haciendo su aparición la temida y agónica asfixia, que fue en aumento hasta que su corazón, derrotado, latió por última vez. 

   Bernardo había dejado de respirar para siempre, pero cuando se disponía a atravesar el umbral de la muerte fue llamado por una dulce y melodiosa voz femenina que le instaba a regresar al mundo de los vivos, donde habría de volver a caminar hasta el final de los tiempos, que así le fue prometido. De súbito, para su sorpresa, volvía a tener control sobre sí mismo. Siguiendo un irrefrenable impulso, volvió a golpear la madera que tenía sobre sí, descubriendo que podía hacerlo con una fuerza asombrosa y sin sufrir el menor daño. No tardó demasiado en hacer saltar en pedazos la cubierta del ataúd, lo que propició que la tierra lo inundará todo. Temió entonces que le faltase el aire, pero descubrió que no lo necesitaba, pues no respiraba, para alivio suyo. 

   Por fin, tras mucho esfuerzo, logró abandonar la tumba donde fuera enterrado vivo, siendo recibido por una ligera brisa nocturna que no produjo en él el menor efecto. A su alrededor pudo ver un sinfín de otros que, como él, salían de sus sepulturas y nichos; pero le parecieron distintos, pues sus miradas estaban vacías y carentes de toda emoción o cualquier otro signo de vida. Además, aquellos rostros desapasionados resultaban grotescos y aterradores, insoportables para la visión de cualquier persona en su sano juicio. Y su forma de caminar, torpe y ralentizada, le pareció tan odiosa como ellos mismos. Recordó la hermosa voz que lo despertara, pero no pudo relacionarla con nada de lo que allí veía. Entonces, se preguntó si también aquellos mugrosos habrían sido llamados de la misma forma; por aquella que, sin duda, debía ser una mujer de extraordinaria belleza. “No siento nada, mi corazón no late y mis pulmones no precisan aire que respirar. Debería estar muerto. ¿Lo estoy? ¿Qué terrible destino me alcanzó? Pero no soy como ellos. No puedo serlo. Percibo en sus míseras existencias un odio hacia la vida que no comparto y que tampoco logro entender. ¿Por qué? Qué terrible todo esto”.

   Mientras sus pensamientos discurrían sobre aquel acontecimiento y la suerte que le había tocado correr, se dejó arrastrar por la multitud de muertos, que se encaminaban decididos hacia un lugar del que le llegaba el clamor de una desesperada lucha. No tardó en ver la imponente figura de un muchacho que, con una antorcha en cada mano, rechazaba el ataque de varios de aquellos diablos, haciendo gala de una osadía digna de cantar de gesta. Junto a éste, había otro más menudo que, aunque empuñaba una vieja espada, estaba más preocupado por escabullirse y salvar el pellejo que por presentar batalla y vender cara la piel, tal como hacía su valeroso compañero de fatiga. Entonces, el que parecía menos gallardo dijo algo urgente al otro mientras señalaba hacia algún punto en la noche, tras lo cual, desapareció presto, dejando solo al formidable guerrero, que pareció conforme con aquello. Bernardo, que empezaba a comprobar que también él compartía con sus congéneres sus patosos modos al caminar, reconoció en aquel valiente gigantón a Alonso Menteclara, hermano de Lúcida, del que muchos se burlaban a causa de su escasa inteligencia y extrema nobleza llamándolo Cortoperofornido, y por el que siempre había sentido un gran aprecio, aunque nunca se lo dijera. Le bastó una mirada para comprender que, a pesar de revelarse como un titán en el combate cuerpo a cuerpo, el número de enemigos era tal que acabaría siendo derrotado. Sabía lo que harían con el muchacho una vez lo redujesen, pues también él sentía algo que lo empujaba a lanzarse sobre el imponente joven con objeto de desgarrar y comer su carne, sin embargo, quizás por haber sido llamado de nuevo a la vida sin haber cruzado del todo el umbral de la muerte, aún mantenía la capacidad de reflexión y seguía sintiendo emociones propias de un ser humano. Resuelto a equilibrar la balanza, Bernardo, o lo que pretendía seguir siendo él, se colocó al final del grupo de muertos que se agolpaban desordenadamente en torno a Alonso, que se había situado en un lugar que le impedía ser atacado por varios frentes a la vez. Sin pensarlo dos veces, tomó una piedra de importantes dimensiones y empezó a golpear al sujeto que tenía más cerca. Por más que le diera, éste no parecía acusar los golpes, salvo cuando acertó a alcanzarle en el cráneo, momento en el que la víctima, que en ningún momento se defendió, cayó al suelo con estrépito y no volvió a moverse. Aquello le sirvió para entender que era ahí, en la testa, donde debía dar, y sin dudarlo, siguió haciendo lo mismo con los demás, aliviando en gran medida el número de adversarios al que el muchacho habría de enfrentarse. Una vez creyó que éste saldría con vida, se ocultó entre las sombras y esperó a que diese buena cuenta de los pocos enemigos que tenía ante sí. Luego, decidió seguirlo a cierta distancia, adivinando que se dirigía hacia la posada, donde, para horror de ambos, descubrieron que ésta sufría el asedio de los muertos, que acabaron derribando la puerta y otorgando un cruento final a los padres del aterrorizado muchacho, que no pudo contener las lágrimas. Acto seguido, fue testigo de cómo Alonso, tras masacrar con rabia a un zombi con el que se topó, se alejó de allí a grandes zancadas, imponiendo un ritmo que el pobre Bernardo no podía seguir. Aun así, fue tras él, paciente. “Tengo toda la eternidad para alcanzarte”, pensó resuelto. En el camino, no tardaron en sumársele otros zombis, cada vez más, hasta formar una inmensa hueste. Preocupado por lo que aquello pudiese significar, comenzó a abatir a todos cuanto pudo sin que ninguno hiciese nada por defenderse, lo que hizo que retrasase su posición hasta casi el final de la horda.

   Llegado un punto, en el que el terreno se volvió ascendente hasta alcanzar la cima de una colina, se percató de que algo ocurría, pues la excitación crecía entre los muertos vivientes. Se detuvo a mirar, y pudo ver a Alonso combatiendo junto a un caballero, éste, al contrario que el hermano de Lúcida, era más bien bajo y patizambo. Ambos trataban de defenderse del brutal ataque de los no muertos. Un hermoso caballo había sido amarrado por las riendas a un árbol cercano a lugar donde tenía lugar la desigual pelea. De cuando en cuando, el paladín de oronda figura asestaba sobre el dogal un golpe con la espada, hasta que, al fin, logró su objetivo. Una vez el animal quedó libre, huyó del peligro, lo mismo que Alonso y su compañero de armas, que en nada se parecía, ni en cuerpo ni en valor, al que lo abandonase en el cementerio hacía dos noches. Mientras eso sucedía, el grito de una voz familiar atrajo su atención; se trataba de Lúcida, que, rodeada de grotescas criaturas, tenía sobradas razones para temer por su vida. Un muchacho acudió junto a ella en el momento oportuno, y, tras numerosas peripecias, todos lograron refugiarse en una humilde casa cercana. Como era de la esperar, los muertos se agolparon en torno a ella, pugnando por derribar puertas y ventanas. ¿Cuánto podría aguantar aquella construcción un asalto de esa magnitud? Fue entonces que apareció un hombre, que quedó petrificado ante una escena tan grotesca, y que cayó en desgracia debido a un tremendo descuido. El infeliz sirvió de festín a aquellas bestias diabólicas, que, atraídos por los gritos de dolor y terror, se alejaron de la vivienda sitiada en busca de saciar su hambre con la carne de la víctima. Bernardo, aprovechando que quedaron muy pocos no muertos alrededor de la casa, comenzó a deshacerse de ellos tan rápido como pudo a golpe de piedra. Luego, sin tiempo de perder, llamó a la puerta, aunque no de la forma en que hubiese querido hacerlo. Oyó voces dentro que evidenciaban sorpresa y alivio. “¡Sólo queda uno!”, le pareció escuchar. Tras un nervioso intercambio de palabras, se abrió la puerta, dejando ver la imponente figura de Alonso, que le dedicó una extraña mirada. “Me ha reconocido”, pensó Bernardo. “Sabe quién soy. ¿Sabrá que he sido yo el que ha eliminado a estos enemigos para que puedan salir? Quizás me dejen ir con ellos. Podría serles útil. Y cuidaría de Alonso y su hermana como si fuesen mis propios hijos, en honor a sus padres, que siempre supieron que la soledad me dañaba de tal modo que corría a su parroquia a refugiarme en el vino, torpe de mí”. Quiso decirle todo eso y más, estrecharle entre sus brazos y dar todo el amor que en vida se negó a ofrecer a nadie.

   Al principio, Alonso no supo qué hacer. Tras abrir la puerta y reconocer a Bernardo transformado en uno de aquellos muertos vivientes sintió pena. Aquel hombre, a pesar de parecer desagradable, nunca la había tomado con él ni jamás lo insultó. Pero al verlo emitir una serie de extraños gruñidos y alargar sus brazos hacia él, aunque no pareciera un ataque, reaccionó de la única forma que sabía le ahorraría problemas, lo que equivalía a aplastarle el cráneo al desgraciado empleando su maza. Así fue el final de Bernardo, aquella fue su injusta recompensa por el esfuerzo invertido en ayudar al hijo del posadero, que no se lo pensó dos veces para pasar por encima de él una vez lo derribó y encabezar así la huida del grupo mientras, más allá, los zombis se disputaban los restos de aquel pobre individuo que tuvo la desgracia de acudir a tiempo a su ineludible e inesperada cita con la muerte en, quizás, su forma más cruenta.

   Imagen tomada de www.blogdo-tiodan.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


miércoles, 14 de octubre de 2015

18. Libertad y encierro.

   Crisanto llegó a tiempo de interponerse entre su montura y uno de aquellos malditos seres, al que, una vez cerca, contempló horrorizado. Tras un instante de duda que casi le cuesta la vida, el caballero traspasó con relativa facilidad el abdomen de su grotesco adversario. Éste, lejos de dar muestras de dolor, siguió avanzando hacia él, a pesar del afilado acero que lo atravesaba. ¿Cómo era aquello posible? ¿Era acaso esa bestia inmortal? A su lado, Alonso, que había llegado antes que él al combate, ya había dado muerte a tres de ellos. Un cuarto cayó entonces, y Crisanto, al ver que todas las víctimas de su compañero de armas tenían en común la cabeza destrozada, decidió seguir el ejemplo; así que liberó como pudo la espada de las putrefactas entrañas del zombi y, tras esquivar en última instancia una malintencionada dentellada, clavó la punta de su arma en la sien de su enemigo, que cayó fulminado con estrépito. Luego, miró al frente, lo que le llevó a ver cómo varios no muertos se acercaban amenazantes a su posición. Creyéndose con el tiempo suficiente, dio una fuerte estocada a las riendas que mantenían su caballo cautivo al árbol al que fuera atado, pero no obtuvo el resultado esperado.

   No pudo hacer un nuevo intento. Un muerto viviente de notable envergadura y con aspecto de no haber sido un hombre de formas elegantes en vida se abalanzó voraz sobre el pobre animal. 

—¡Pezuño! ¡No! —gritó el caballero, que, raudo, trinchó el cráneo de aquella especie de depredador venido de lo más profundo de los infiernos. Aprovechó los segundos de que disponía antes de la llegada del siguiente enemigo para lanzar un apresurado tajo sobre las riendas. Esta vez, aunque no tuvo éxito, logró debilitarlas al menos. Necesitaría un golpe más. 

   Alonso, movido por una furia y un odio que rayaban la locura, no dejaba de lanzar golpes mortíferos hacia todas partes. Lo mismo agarraba la maza con ambas manos para destrozar algún cráneo cercano, que sujetaba con la zurda al rival de turno y descargaba el arma con la diestra con una eficacia sencillamente magistral. Los muertos abatidos, al igual que sucediera en el cementerio, empezaban a amontonarse a sus pies a una velocidad de veras sorprendente. Gritaba y reía cada vez que hacía morder el polvo a uno de aquellos zombis. Sí, sin duda, disfrutaba destruyendo a esas terribles monstruosidades.

   Por su parte, Crisanto, tras dejar fuera de combate a un par de no muertos casi al unísono, volvió a asestar un último tajo sobre las riendas, las cuales, al fin, logró cortar. El caballo, viéndose libre, galopó veloz lejos de allí. 

—¡Márchate, Pezuño, mi fiel montura! No quieran los dioses que ninguna de estas escorias te eche el guante —dijo el caballero, que ya enfrentaba a otra criatura que avanzaba tambaleante hacia él. 

   De repente, trás ellos, se oyó el desgarrador grito de Lúcida, el mismo que oyera Sigfrido al poco de iniciar su huida.

  El muchacho, espada en mano, corría de vuelta en dirección a la casa mientras libraba una dura batalla interior. Por un lado, su yo más puro le exigía ponerse a salvo de inmediato y olvidarse de todo lo demás; por otro, su escaso sentido del deber, que casi le imploraba que diera solución al caso del niño fantasma, le reclamaba enérgicamente que corriera de inmediato en auxilio de Lúcida, que sufría un grave peligro, y justamente eso es lo que hacía. "Acabarás lamentándolo, estúpido", se reprochaba a sí mismo sin cesar.

   No tardó en ver a la niña, que retrocedía hacia la casa acosada por varios zombis que, con torpeza, avanzaban hacia ella. Más adelante, Alonso y Crisanto se hallaban rodeados, pero trataban de abrirse camino hacia la niña a base de estocadas el uno y golpes de maza el otro. Sigfrido supuso que no llegarían a tiempo de socorrer a la chiquilla. "Soy su única opción", pensó consternado. "¿Pero quién vendrá a sálvarnos a ambos una vez llegue junto a ella? Quizás sí a la niña, ¿pero quién querría salvarme a mí? ". 

   Sigfrido entró con todo lo que tenía —que, aunque no era mucho, era más que nada—, irrumpiendo entre todos aquellos zombis que acorralaban a Lúcida con, más que un grito de guerra, un extraño alarido donde convivían el asco más atroz y un miedo sobrecogedor. Soltó sin decisión alguna el brazo con el que empuñaba la espada hacia el no muerto más cercano, acertándole en el hombro de pura casualidad. El monstruo centró su atención en su incompetente atacante, al cual agarró en última instancia del brazo con una fuerza terrorífica, irresistible. Sigfrido, al sentirse atrapado, apretó a correr con más fuerza aún, pero era tal el agarrón del zombi que tan sólo lograba correr en círculos en torno a éste del mismo modo que un niño al que sujeta su madre mientras le da unos azotes y éste se niega a quedarse quieto en el sitio, como si pudiese escapar así a su castigo. Con el brazo que le quedaba libre, que era el que empuñaba el arma, trató de golpear a su adversario, pero los nervios provocaron que lo hiciese hacia el lado opuesto, lo que propició, por fortuna para Lúcida, que golpeara el cráneo de un muerto viviente que estaba a punto de apresar a la niña. El tajo fue tan profundo que destrozó el cerebro de la criatura, que cayó al suelo para no levantarse más. Sigfrido, presa del miedo, como venía siendo habitual en él en este tipo de casos y otros similares, ignoraba por completo la hazaña de la que acababa de ser protagonista. Viendo que su depredador no lo soltaba y que su espada apuntaba hacia el lado equivocado, trató de corregir la situación redirigiendo la dirección de sus estocadas, lo cual resultó inútil del todo, pues éstas eran lanzadas hacia el interior del círculo que trazaba mientras corría, no encontrando más blanco que el aire. Tendría que pararse si pretendía acertar a su insistente captor. 

   Y así fue. Se detuvo en seco. Pero, quizás movido por la necesidad de verse libre de nuevo, Sigfrido, en lugar de arremeter con el arma en la grotesca testa del zombi, que ya se abalanzaba sobre él sin perder un precioso segundo, descargó la espada sobre la extremidad con la que éste lo sujetaba, seccionándola de un solo golpe. Aquella mano descarnada, que iba acompañada de un generoso trozo del brazo al que perteneciera, seguía aferrada con fuerza al joven, que, con alivio, comprobó que ya era capaz de moverse allí donde quisiera. Borracho por el éxito, con la mente nublada para pensar con claridad debido a la falta de costumbre de obtener logros personales que exigieran un mínimo de valentía, cometió la insensatez de dedicar una sonora carcajada a su adversario sin medir las distancias. "¿Qué harás ahora? ¿Qué harás ahora?", le preguntaba a voz en grito en tono burlón.

   El zombi, al que aún le quedaba un brazo completo, hizo uso del mismo para volver a agarrar a Sigfrido, está vez de la solapa. El muchacho, que apenas podía creer lo estúpido que podía llegar a ser en algunas ocasiones, comenzó a empujar a aquella bestia con la inocencia propia de un niño. Fue entonces que, profundamente consternado, no pudo evitar que de su garganta brotara un grito de desesperanza infinita. Angustiado por la falta de ideas y víctima de un verdadero ataque de nervios, dejó caer la espada al suelo. Luego, fue él mismo el que perdió el equilibrio y acabó desparramado sobre la tierra arrastrando al zombi consigo, que acabó encima suya, y que acercaba cada vez más aquellas terribles fauces con las que pretendía morder su hermoso y barbado rostro. "¡No quiero morir!", gritaba una y otra vez de un modo patético.

   De repente, algo golpeó la cabeza del no muerto, cuyo rostro quedó inmóvil al instante. Luego, su irresistible fuerza se desvaneció, y Sigfrido, tras suspirar aliviado varias veces, pudo, por fin, quitarse de encima aquella aberración infernal. El monstruo tenía una estaca clavada en la cabeza, la misma que había pretendido él clavar en el cadáver del niño, tal como le pidiera el fantasma del mismo, antes de la inesperada irrupción de Crisanto. Lúcida miró a Sigfrido fijamente. Fue ella quien lo ayudó a ponerse en pie. 

—¡Gracias por venir a salvarme! —dijo la niña. 

—Gracias a ti —dijo a su vez Sigfrido. 

   El bribón tomó la espada del suelo, tras echar un vistazo alrededor y descubrir con horror que los zombis cerraban el cerco sobre ellos, tomó a la niña de la mano con premura y corrió hacia la casa. Fue entonces que, de entre la multitud de diablos, emergieron Alonso y Crisanto, que al fin habían logrado abrirse paso hasta allí a base de pelear como jabatos, repartiendo golpes a diestro y siniestro. En cuanto tuvieron oportunidad, corrieron tras Lúcida y Sigfrido, y todos acabaron entrando en la casa, cuya puerta aseguraron como mejor pudieron. 

   Estaban atrapados. 

   Mientras todo esto sucedía, un lejano vecino, que no había tenido mejor día que ése para ir a reclamar una vieja deuda al hombre que, desde aquella mañana, había pasado de ser una terrible criatura a un montón de cenizas junto a su mujer y dos de sus hijos, al ver toda aquella gente acosando la humilde residencia de su deudor, quedó del todo estupefacto. "¿En que clase de feo asunto andas, Gilberto?", se preguntó, convencido en su ignorancia que el individuo al que se refería seguía pareciéndose al que vio por última vez hacia una semana. Tal era su abstracción, que no vio al grupo de zombis que por un lado se acercaron y que a base de mordiscos con su vida acabaron. Del hígado, sin duda, fue con lo que más disfrutaron.

      Por su parte, Pezuño, el magnífico corcel negro del que ni los dioses sabían por qué Crisanto, su dueño, lo había llamado así, disfrutaba de su reciente libertad. Su galopar lo llevó al lugar donde la misma horda de zombis que ahora acosaba a su antiguo amo había dado buena cuenta de un orondo mercader que se detuvo a reparar la rueda de su carro, tirado por dos caballos que, por desgracia, corrieron la misma suerte que su amo al no contar con alguien que hubiese podido librarlos de las ataduras que los mantenían sujetos a la carreta de la que tiraban. Consternado, Pezuño se alejó de allí, decidido a no volver a tener tratos con humanos siempre que le fuera posible. Después de todo, ¿quién le había preguntado a él si le apetecía hacer de montura de nadie? Y así fue que se perdió para siempre, buscando extensas llanuras de verdes prados por donde trotar feliz hasta el fin de sus días.

   Imagen tomada de www.klepy.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.



martes, 13 de octubre de 2015

17. Una justa acusación.

   De inmediato, como impulsado por un resorte, Sigfrido se puso en pie, dominado por la sorpresa y la inquietud. ¿Cómo explicar aquello?

—¡Os doy mi palabra de que no es lo que parece! —se apresuró a exclamar, aunque de un modo muy poco convincente, algo que incluso él mismo debió reconocer para sus adentros.

   El caballero dio un amenazador paso hacia delante, clavando sus acusadores ojos en el joven bribón. 

—Y si no es lo que parece, ¿qué otra cosa puede ser? ¿Insinúas acaso que la vista me engaña? ¡Estabas arrodillado junto al cadáver de un niño al que ibas a clavar una de las estacas peor talladas que he visto en mi vida! Para colmo de males, junto a ti hay un musculado gigante con cara de idiota que bien podría estar custodiando a la pobre chiquilla que hay a su vera, y que bien podría ser la siguiente víctima del par de asesinos sin escrúpulos que creo tener delante. Dime, ¿por qué habría de creer otra cosa? 

   No fue hasta que Lúcida, con voz apagada, explicó toda la historia, que el caballero dejó de pensar en ellos como una panda de criminales sin alma. Sin embargo, todas las miradas se centraron en Sigfrido cuando los cabos sueltos, tal como el muchacho temía, fueron atándose uno tras otro. Alonso entró en cólera cuando supo que aquel que creía un valeroso guerrero acabó confesando que no había visto a su hermana cuando éste lo abandonó a su suerte en plena lucha desesperada en el cementerio, habiéndole advertido que sí la había visto. "Fue una treta para marcharme con las vergüenzas bien cubiertas", murmuró Sigfrido avergonzado. "Aunque es cierto que la busqué durante un rato. Lo juro". Lúcida, sin embargo, lloró amargamente la noticia de la muerte de sus padres, que fue contada por su hermano con esa forma tan peculiar que tenía de decir las cosas, siendo incapaz de pronunciar palabra alguna, y que sólo ella comprendía. "¿Por qué dijiste entonces que me llevarías con ellos?", preguntó la niña al joven en tono acusador. Luego, hundió el rostro entre las manos al tiempo que su entristecido hermano trataba de darle consuelo con un conmovedor abrazo. 

—Muchacho, eres como un pozo de mierda. Ahora sé por qué huele tan mal aquí. Da gracias a lo que quiera que reces, si es que hay algún dios que te quiera entre sus adoradores, de que no te abra en canal aquí mismo —dijo Crisanto con indudable desprecio. 

   Sigfrido no dijo nada en su defensa. Aceptó, hundido en su propia miseria, todas y cada una de las cosas que le fueron dichas. Sabía que aquel era el precio que debía pagar por ser como era. Se sintió culpable, como muchas otras veces, pero también desgraciado. Podría haber inventado alguna historia para salir de aquel atolladero, como solía hacer siempre, pero la presencia de Crisanto el caballero le hizo sentirse como atrapado en un callejón sin salida. 

—Mereces que te deje aquí, maniatado y encerrado, junto al cuerpo de ese pobre niño, para que al llegar la noche, si es verdad lo que decís, cobre vida y se ensañe contigo —dijo Crisanto—. No. No haré eso, por muy fuerte que sea la tentación. Pero tampoco permitiré que su cuerpo sea ultrajado clavándole un trozo de madera, tal como pretendías hacer. Va contra mis creencias.

—Pero él así lo pidió —repuso Sigfrido. 

—Palabras que sólo tú oíste. Nadie más. Y ya nos queda bastante claro que la verdad no casa contigo. 

   Alonso dejó escapar un grave gruñido. Parecía muy de acuerdo con lo dicho por Crisanto. A Sigfrido le pareció que el gigante apenas podía contener un violento impulso hacia él.

—¡Pero basta ya de dedicarte un tiempo que no mereces! —volvió a decir tajante el caballero, que comenzó a caminar mientras hablaba, fijando fugazmente la vista en el montón de ceniza que había en el suelo—. Aún llevas esa vieja espada al cinto. Entrégamela. No eres digno de ella, por muy oxidada que esté. Además, me sentiré más seguro si alguien como tú va desarmado. ¡Vamos! 

   De repente, el nervioso relincho de un caballo se oyó en el exterior. Lejos de ser un hecho aislado, volvió a repetirse. Por los sonidos que llegaban de fuera, diríase que el animal estaba desesperado. 

—¡Mi fiel montura! Algo sucede —dijo Crisanto, agitado, que no dudó en salir a husmear, seguido por Lúcida y Alonso. También Sigfrido, con aire ausente, se encaminó hacia la puerta. 

   El corcel, un magnífico ejemplar negro, sujeto por las riendas a un solitario árbol situado a una decena de metros de la casa, bregaba enloquecido de puro terror. A poca distancia de él, habiendo bajado por la misma colina por la que antes descendieran Lúcida y Sigfrido, y más tarde Alonso, se acercaba la incansable multitud de zombis, que, excitados por tener seres vivos a la vista, comenzaron a lanzar gemidos y alaridos que helaban la sangre. 

—¡Por todos los dioses! ¿Qué diablos es eso? —dijo Crisanto, cariacontecido. 

—¡No! ¡Otra vez no! Son los muertos, que vienen a por los vivos, a por nosotros —lamentó Sigfrido consternado. 

   "Así que son éstos los que regresan del otro mundo y asolan la región", pensó el caballero, perplejo por la imagen que ante sí tenía. 

   Alonso gritó enfurecido. Luego, empezó a golpear el suelo con su maza. Estaba a punto de lanzarse contra aquellas desgraciadas criaturas sin pararse a medir el riesgo. 

—¡No puedo dejarlo morir así! —exclamó Crisanto, que, de repente, echó a correr hasta donde estaba su aterrorizada montura. 

   Alonso corrió junto al caballero, aunque no tardó en dejarlo atrás, dada la diferencia de zancada entre uno y otro. 

   Sigfrido, aprovechando la coyuntura, también corrió, aunque hacia el lado contrario, dejando a Lúcida, que no sabía muy bien qué hacer, de un palmo de narices.

—¡No me dejéis sola! —gritó asustada.

   Ligeros y apresurados fueron los pasos de Sigfrido, que no tardó en abrir una buena distancia con respecto a la casa, junto a la cual seguía la chiquilla, inmóvil, pendiente a la lucha que acababa de iniciarse en torno al atemorizado caballo de Crisanto. Pero algo hizo que Sigfrido detuviera su carrera de súbito. 

   "No dejes que me convierta en un monstruo. Vuelve y clava esa estaca en mi corazón", dijo el niño, que, de la nada, volvió a materializarse frente a él. 

   "Vuelve y clávame esa estaca. No quiero ser un monstruo. Por favor". 

   El niño rompió a llorar, suplicante. Sigfrido cayó de rodillas, consternado. Hubiese querido preguntarle si fue él el causante de aquella voz que le hizo lanzarse contra la puerta de la casa en contra de su voluntad, pues se le ocurrió que podía ser la explicación a aquella reciente acción suya. Eso, o que su cabeza, superada por tantos hechos inusuales, empezaba a pasarle factura.

   Un grito desgarrador se oyó entonces en la distancia. Era Lúcida.

   Imagen tomada de www.javienci.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


sábado, 10 de octubre de 2015

16. Un montón de cenizas y una estaca.

   Dos noches atrás, en el pequeño cementerio que había no muy lejos de la posada que regentaban sus padres, Alonso libró una desigual batalla contra un nutrido grupo de no muertos. Tras derrotar al último de sus enemigos y caer rendido entre los cuerpos abatidos y las tumbas abiertas, luego de recobrar algo del aliento perdido, estando aún justo de fuerzas, decidió unirse a Sigfrido, que, supuestamente, abandonó la lucha para alcanzar a su hermana, a la que había visto moverse entre las sombras, según le dijo. Que el valeroso guerrero y la pequeña Lúcida no hubiesen aparecido aún podía deberse a una medida de prevención por parte de éste, que trataba de alejar a la niña del peligro que entrañaba la inusual acción que en el camposanto tenía lugar. También podría significar que ambos habían caído en manos de otro grupo de demonios como el que él había derrotado, algo del todo imposible, pues si sus inexpertas manos fueron capaces de tal hazaña, qué no haría un paladín como Sigfrido. Convencido del éxito de aquél cuya falsedad desconocía, Alonso comenzó a andar. Sus tambaleantes pasos lo llevaron a pasar junto a lápidas en las que, de haber sabido leer, habría sido testigo de curiosas citas fúnebres tales como: "Que no lo hiciéramos, esas fueron tus últimas palabras. Supongo, Gervasio, que ya sabes que lo hicimos, sin querer, pero lo hicimos", o: "Tenías razón, Fausto, cuando decías que esas setas parecían venenosas. No sabes cómo siento no haberte escuchado. Te aseguro que las cociné con todo mi amor".

   Angustiado por la soledad que sufría en un sitio como aquel, a pesar de su proeza, Alonso estuvo tentado de gritar. No podía hablar, pero su hermana y Sigfrido reconocerían su voz y podrían guiarle en la oscuridad, sin embargo, también lo oirían los muertos vivientes que pudiese haber por los alrededores, que, sin duda, volverían a ir a por él. Sabía que no resistiría otro combate tan duro como el anterior, así que decidió seguir en silencio, ocultándose cada vez que se topaba con alguna de aquellas malditas criaturas, que permanecían inmóviles, observándolo todo, como esperando una señal que les revelase la existencia de algo vivo a lo que poner fin. Largo tiempo estuvo dedicado a la tarea de buscar a Sigfrido y su hermana, pero viendo que no servía de nada, resolvió que mejor sería volver a la posada, donde al menos podría alertar a sus padres acerca del peligro. Con un poco de suerte, era posible que encontrase allí a Lúcida y al valeroso guerrero sanos y salvos al calor del hogar. 

   Nunca había sido hábil jugando al escondite, pero en aquella ocasión, consciente de lo mucho que había en juego, puso todo su empeño en hacerlo lo mejor posible. Logró llegar hasta la arboleda de más allá del cementerio, y mientras la atravesaba, pudo oír los gritos y gemidos de una multitud que, por desgracia, parecía encontrarse justo en el lugar al que se dirigía. Echó a correr con todas sus fuerzas, con el corazón a punto de estallar en su pecho.

   Desde la distancia, ayudado por la débil luz del farolillo que había en la fachada del edificio, pudo ver una horda de no muertos vestidos como soldados, que golpeaban decididos la puerta y las ventanas de la posada. La vasta hoja de madera que taponaba la entrada principal acabó cediendo a la presión, y la muerte, en su forma más cruel, penetró con inusitada furia en el interior. No tardó en oír los desesperados alaridos de sus padres, que sucumbieron de un modo horrible, inimaginable, padeciendo un sufrimiento que parecía no acabar nunca. Alonso se tapó los oídos con fuerza mientras se alejaba a grandes zancadas del lugar. A pocos metros de allí se dio de bruces con un no muerto que aún empuñaba una maza de guerra. A pesar de no usarla ya para nada, seguía aferrado a ella del mismo modo en que lo hizo estando en vida, justo antes de fallecer. El gigantesco hermano de Lúcida no dudó en atacar con extrema brutalidad a su rival, que también hizo lo propio. Ambos eran movidos por un odio extremo y una furia sobrecogedora, pero la ira de un ser vivo movido por la venganza no puede compararse a la de un ser desapasionado que sólo odia por odiar. Alonso abatió a su enemigo a base de golpes llenos de una rabia incontenible. Podría haberle partido en dos la cabeza de un solo trastazo, ayudado por una piedra del tamaño de un puño, y todo habría acabado en cuestión de segundos. Lo sabía. Pero no quería que aquello acabase tan pronto, necesitaba demoler a su rival, pulverizarlo hasta verlo reducido a polvo, si eso fuese posible. Sólo en el momento de máximo frenesí dejó que todo terminase de una vez para siempre. Entonces, rompió a llorar en silencio, apenado por la suerte que habían corrido sus padres y la desaparición de su pequeña y amada hermana, y por haber perdido a Sigfrido, la única persona fuera de su familia que jamás se había burlado de él.

   Abrió la mano del destrozado cadáver que empuñaba la maza y la tomó entre las suyas, convencido de que le vendría bien. Luego, echó a andar sin rumbo, abatido por el desánimo. Fue el azar el que, quizás por capricho, quiso que sus pasos siguieran la dirección que le llevaría junto a Lúcida y Sigfrido, a quienes acabó encontrando en el momento más oportuno posible. ¿Qué diablos eran aquellas cosas que se desvanecieron de aquel modo en cuestión de segundos al contacto con la luz del sol en cuanto golpeó la puerta para hacerse sitio y combatirlas?

   Ya en el presente, Sigfrido se deshizo de sus manchados pantalones tan rápido como pudo, sin embargo, aunque buscaba, no encontraba nada que pudiera ponerse en su lugar; sólo el largo de la cota de mallas, que le alcanzaba hasta las rodillas, impedía que sus vergüenzas estuviesen al aire. Mientras se afanaba en la tarea, comprobó que, tal como parecía desde un principio, aquel era un hogar de veras humilde, como solía corresponder a una familia de campesinos, pues los muebles, a excepción de los más básicos, brillaban por su ausencia. También pudo oír cómo Alonso, al ser incapaz de hablar, balbuceaba cosas a su hermana, cosas que ésta, lógicamente, comprendería a la perfección. Fue entonces que cayó en la cuenta de lo que eso significaba: al enlazar sus historias, ambos caerían en la cuenta de que algunos cabos no estaban tan bien atados como debieran. Y esos cabos sueltos, evidentemente, apuntarían en su dirección. No tardaría en verse en un buen aprieto, no le cabía la menor duda.

   "¿Cómo que dijo que me había visto y se marchó? Si fui yo quien lo encontró a él. Ni siquiera se dio cuenta de que lo estaba siguiendo", oyó decir a la niña. 

   Sigfrido bajó la mirada contrariado, fijando la vista en el montón de cenizas al que la luz del sol había reducido a aquellos cuatro seres que habían tratado de acabar con él. Fue entonces que reparó en el cuerpo sin vida de un niño que había tirado en una de las esquinas. 

   "Debes clavarme una estaca en el corazón antes de que caiga la noche, o me convertiré yo también en algo espantoso, como mis padres y hermanos. Por favor, no lo permitas", dijo la voz del niño tras él.

   Se volvió sobresaltado, pero no vio a nadie. Quizás había sido fruto de su imaginación. ¿Lo fue? No, desde luego que no. Aquella voz era real, y le pedía que hiciese algo que, en su opinión, sería un acto bondadoso. ¿Cómo dejar que aquel crío volviese de entre los muertos convertido en un ser tan abominable como lo habían sido sus padres y hermanos?

   Movido por la necesidad de limpiar la oscuridad que enturbiaba su alma, concluyó hacer lo posible por impedir tal cosa.

—¡Lúcida! —llamó decidido—. ¿Hay algún trozo de madera fuera? 
   No obtuvo más respuesta que un largo silencio, hasta que la niña decidió hablar. 

—Sí, hay muchos trozos de madera. Pero antes, mi hermano y yo quisiéramos aclarar algo que... 

—Se aclarará lo que se deba aclarar en cuanto se pueda —dijo Sigfrido, que salió fuera de la casa y buscó un trozo que pudiera servir a sus propósitos—. Sé que hay mucho que explicar, y estoy dispuesto a disculparme, si eso sirve de algo, pero, como diría mi madre, o quizás fuese mi padre, o algún otro conocido, lo primero es lo primero. 

   Mientras explicaba lo ocurrido con palabras apresuradas, encontró un pedazo de madera más o menos acorde a lo que él pensaba que podría valer, y al que debió sacar punta con la espada, lo que resultó ser más complicado de lo que había supuesto. Una vez dada la forma que más se aproximaba a una estaca medianamente decente, se dirigió hacia el cuerpo del niño, junto al cual ya estaban Alonso y Lúcida. La niña lloraba desconsolada. 

   Sigfrido se arrodilló junto al pequeño cadáver y lo giró hasta hacerlo mirar hacia arriba. El rostro del chiquillo estaba contraído en un gesto que hacía adivinar el horror que para él debió suponer su horrible final. Tenía mordiscos y arañazos por todas partes. Sigfrido lo descamisó con cuidado, luego, alzó los brazos, sujetando la estaca con ambas manos, temblorosas, y, justo cuando se disponía a hacerlos bajar con fuerza, no sin antes sentir una punzada de compasión hacia el pequeño, una voz atronadora, decidida, le ordenó que se detuviera en nombre del rey y la justicia. 

   Todos se volvieron para averiguar quién era el dueño de aquellas palabras, descubriendo a un caballero de espesa barba, grueso y patizambo, además de no muy alto, que, espada en mano, contemplaba sobrecogido la escena desde el umbral de la puerta. 

—¿Pero qué estáis haciendo con ese pobre niño, panda de salvajes? —preguntó Crisanto horrorizado—. ¡Vamos! ¡Soltad las armas de una vez! ¿Y qué es ese olor a porquería?

   Sigfrido, que ya dejaba caer la estaca, tuvo un fugaz pensamiento para sus malogrados pantalones, que yacían tal cual los dejó caer en algún lugar junto a la entrada.

   Imagen tomada de www.asslep.blogspot.com: "vampyr" Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


jueves, 8 de octubre de 2015

15. La puerta se abre.

   Siguiendo un extraño impulso que jamás antes había conocido, Sigfrido, inusualmente decidido a resolver aquel enigma, por así decirlo, dio un fuerte empellón a la puerta, aunque no obtuvo el menor resultado, pues ésta, a pesar de su descuidado y débil aspecto, no cedió un solo milímetro ante la presión de su dolorido hombro.

—¡Está bloqueada! —exclamó.

   Lúcida, viendo que el joven parecía resuelto a seguir insistiendo, no pudo evitar ceder a su creciente inquietud, algo a lo que había contribuido enormemente el extraño incidente con aquel chiquillo, al que, cada vez más convencida, tomaba por una especie de fantasma.

—¡Vámonos de aquí! —suplicó agitada.

   Sigfrido, que en ese momento caminaba hacia atrás sin perder de vista la dichosa puerta, asintió con la cabeza sin demasiada convicción.

—Una última vez —prometió—. Si no la abro en este envite, nos marcharemos para siempre.

   A pesar de aparentar una entereza fuera de dudas, en su interior, Sigfrido era puro desconcierto. La mayor parte de él, por no decir toda, aquella a la que solía escuchar por ofrecerle los consejos que consideraba más sensatos, y que en aquella ocasión le recomendaba huir cuanto antes, lo hacía de un modo mas apagado que de costumbre, enmudecida por la acción de una voz acuciante que lo instaba a desvelar el misterio de la supuesta muerte del crío a manos de sus propios familiares, y el estado de éstos, que, según lo relatado, debía ser poco menos que el de unos seres monstruosos debido a una horrible maldición. Para llegar hasta la respuesta, debía abrir aquella puerta, y era justamente lo que trataba de hacer en contra de su voluntad, pues aunque su cerebro se oponía a seguir adelante, era incapaz de gobernar el resto de su cuerpo, que parecía rendido a la singular voz.

   "¿Cómo que una última vez?", pensó para sí. "Ni siquiera debió haber una primera. ¿Qué diablos me sucede, que ni siquiera puedo decir lo que realmente pienso?".

   De súbito, sus pies comenzaron a moverse a gran velocidad, lo que le haría ganar un gran impulso en ese último asalto contra la puerta. Ya a medio camino, mientras Lúcida asistía impotente a la brutal carga, Sigfrido pudo oír unas siniestras voces susurrantes en el interior de la casa, justo en la entrada de la misma, como aguardando maliciosamente su inminente llegada. El corazón le dio un vuelco, y fue tal el pánico que de él se adueñó, que aquella otra voz, la interior, se desvaneció repentinamente, devolviendo el control al yo desplazado, que se encontró tratando de tomar las riendas de un animal asustado que se dirige apresuradamente hacia la misma guarida del lobo, como si desease una pronta muerte. En un desesperado intento por evitar lo que ya parecía inevitable, Sigfrido trató de frenar su carrera acompañando la maniobra con un grito un tanto afeminado, pero, no siendo sencillo aquello que se proponía, fue a dar con todos los huesos en el suelo y comenzó a rodar con gran violencia, yendo a golpearse de bruces contra la parte baja de la puerta, con tan mala fortuna que, ésta, acabó abriéndose ligeramente, dejando escapar un hedor insoportable, y algo más.

   Sigfrido, aún aturdido por el golpe, trató de recomponerse lo mejor que pudo. Se dio la vuelta con extremada lentitud, lo que le costó un considerable esfuerzo, y empezó a gatear en dirección a Lúcida, con la firme intención de marcharse de allí en cuanto recobrase algo de la dignidad perdida.

   Sin embargo, sucedió algo terrible, algo que a punto estuvo de provocarle un colapso irreversible, pues sintió el desagradable tacto de una mano, fría como el hielo, que lo asía con fuerza por uno de los tobillos y tiraba de él hacia el interior de la casa. El asunto cobró mayor agitación cuando las voces susurrantes comenzaron a rugir excitadas cual leones que se reúnen en torno a la presa abatida antes de darse con ella un sangriento festín.

   Sigfrido miró hacia atrás angustiado, alcanzando a ver cómo era sujetado por una especie de mano desfigurada, pálida hasta lo imposible, cuyos dedos acababan en garras afiladas como cuchillos cortantes. Desde las sombras, en el umbral, unos brillantes ojos rojos lo miraban llenos de un odio inhumano. Superado por los acontecimientos, el joven se retorció desesperado al tiempo que profería gritos de un pavor incontenible, pues, a pesar de sus esfuerzos, veía impotente cómo era arrastrado hacia dentro.

   Pero aquella maligna mano aún sujetaba a Sigfrido lejos del cobijo que le otorgaba la oscuridad del interior de la casa, enfrentada al sol, que la dañaba con su luz, infringiendo graves quemaduras en la blanquecina piel. Los victoriosos rugidos no tardaron en mezclarse con algún quejido de dolor, y, finalmente, aquella mano fue retirada antes de llevar a cabo su cruel cometido. El muchacho, viéndose inesperadamente libre, dejó escapar una risa incrédula, pero no duró mucho su alegría, pues otra garra, idéntica a la anterior, asomó por la abertura y volvió a sujetar por la pierna a Sigfrido, que volvió a retorcerse entre gritos de desesperación.

   Y así sucedió que, cada vez que el efecto del sol se volvía insoportable, las extremidades se retiraban a la sombra, siendo inmediatamente sustituidas por otras, que continuaban con la cruenta labor. Superado por los acontecimientos, Sigfrido rompió a llorar desconsolado al tiempo que hundía los dedos en la tierra, tratando de hallar algo firme donde agarrarse y resistir hasta que las fuerzas lo abandonasen. 

   De súbito, unas manos, distintas a aquellas que le aprisionaban la pierna, se apretaron en torno a una de las suyas y comenzaron a tirar hacia el lado contrario del que era arrastrado. Se trataba de Lúcida, que a pesar de no ser más que una chiquilla, concluyó ofrecer su ayuda a Sigfrido en aquel momento de urgente necesidad. El muchacho, al que había retornado la esperanza, luchó con ánimos renovados, llegando incluso a ganar algunos centímetros.

   Desde el interior de la casa les llegó la agitación de aquellos seres infernales, que, viendo cómo se les escapaba la presa cuando ya casi la tenían, rugieron inquietos. Éstos, lejos de rendirse, parecía que hubieran decidido cooperar, pues fueron varias las garras que fueron expuestas al sol, ignorando el dolor que los rayos del dorado astro les infringía, agarrando a Sigfrido por ambas piernas y tirando de él con una fuerza irresistible, llegando incluso a arrastrar a Lúcida, que se negaba a soltar al aterrorizado muchacho. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, como entendiendo que se aproximaban a un final que bien podrían haber eludido de no haber cedido Sigfrido a la tentación de abrir la puerta de aquella casa, donde el chiquillo, o su espectro, les contase, antes de desvanecerse, que sus propios familiares, transformados en monstruos, le habían otorgado una horrenda muerte.

   "No era yo quien pretendía entrar, no era yo del todo", pensó en decir Sigfrido, como disculpándose, pero no logró emitir palabra alguna, pues el sonido de unos apresurados pasos que se aproximaban a ellos desde detrás de Lúcida les hizo volverse, justo en el momento en que un furioso e iracundo grito de guerra se dejó sentir desde ese mismo lugar.

   Alonso irrumpió con la fuerza de un mar encrespado, asestando tal golpe con su maza en la puerta que ésta se abrió de par en par, permitiendo el paso de los cálidos rayos del sol, condenando de ese modo al destierro a la sombra y la oscuridad que a ésta acompaña. El gigante hermano de Lúcida se preparó para asestar un segundo golpe, pero la imagen que ante sí vio lo dejó petrificado. Cuatro figuras humanoides; dos de ellas niños, a juzgar por su aspecto, las otras dos adultas, se cubrían el rostro con las manos en un desesperado intento por protegerse en vano de la luz del día, puesto que fueron envueltos por un repentino fuego cuyas llamas no se detuvieron hasta que, pasados unos segundos en los que dieron muestras de soportar un sufrimiento inenarrable, quedaron reducidos a un montón de cenizas.

   Tras un momento de sobrecogedor silencio, Alonso y Lúcida se fundieron en un emotivo abrazo. Sigfrido, asombrado, contemplaba admirado al musculoso muchacho preguntándose cómo se las habría arreglado para salir con vida del desigual enfrentamiento que sostenía en el pequeño cementerio con una veintena de no muertos en el instante en que lo abandonó hacía dos noches. Sin embargo, fue aquella una cuestión que habría de esperar para ser resuelta, pues, tal como le sucediera el día de la batalla que significó su bautismo bélico, la misma en la que descubrió que en absoluto era un hombre de acción, su delicado vientre había cedido a la presión del momento, dejando salir todo lo que llevaba dentro.

   Aliviado de seguir de una pieza, decidió aprovechar la efusividad del reencuentro entre hermanos para escabullirse en la casa y encontrar el modo de remediar aquel lamentable incidente escatológico, si es que era posible.

   Imagen tomada de www.stutte.deviantart.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


lunes, 5 de octubre de 2015

14. Un extraño relato.

   A la sombra de un solitario y hermoso pino que coronaba la colina recién ascendida, toda ella salpicada de arbustos y matorrales de variadas especies, Lúcida y Sigfrido contemplaban en silencio la humilde casa que se alzaba a no demasiada distancia de donde se encontraban. Para llegar hasta allí, sería necesario descender de la elevación, lo que les dejaría a la vista de cualquiera que mirase en esa dirección. No tardaron en advertir la presencia de un niño que merodeaba por los alrededores de la vivienda, lo que daba a entender que el edificio debía estar habitado. Lúcida, lejos de tranquilizarse, seguía convencida de que la idea de aproximarse hasta aquel lugar les acarrearía una serie de graves problemas, al contrario que Sigfrido, que coqueteaba con la idea de haberle encontrado un nuevo hogar a la niña y quedar por fin libre de ataduras morales. Animado por su propio deseo, el joven echó a andar en dirección a la casa, seguido sin ninguna pasión por la niña, que guardaba sus pensamientos para sí.

   Una vez estuvieron a pocos pasos de la vivienda, Sigfrido, temiendo asustar al chiquillo, que estaba de espaldas a ellos, trató de ocultar la vieja espada como pudo, algo que resultaría harto difícil dado el tamaño de la misma. Aun así, el aguerrido aspecto que le confería la cota de mallas que vestía bastaría para asustar a la mayoría de críos. Cuando creyó haber logrado su propósito, cosa que a Lúcida no se lo parecía en absoluto, dio algunos pasos más, siempre seguido muy de cerca por la niña, hasta detenerse a una distancia de dos metros del infante, que no daba muestras de haberse percatado de la presencia de extraños.

   Sigfrido carraspeó, en un claro intento por llamar la atención del niño, pero éste permaneció inmóvil, con la vista fija en algún lugar de la casa, al parecer, la puerta.

   Lúcida, siguiendo un impulso, se ocultó tras él.

—¡Buenos días! —saludó Sigfrido, tratando de usar un tono amistoso.

   El niño se volvió para mirarlos, pero más que sorprendido, parecía ausente.

—¿Estás solo? ¿Dónde están tus padres? —preguntó Sigfrido.

   El niño señaló en dirección a la casa con un gesto de la mano. Pero seguía sin decir palabra.

—Vámonos de aquí, por favor —suplicó Lúcida con la voz apagada.

   Sigfrido dio un paso hacia delante, ignorando a la niña.

—¿Y cómo es que no están fuera trabajando la tierra? —insistió el joven, olvidando que la respuesta a aquella pregunta bien podría estar relacionada con los nefastos acontecimientos que asolaban la zona. Sin duda, las noticias relacionadas con muertos que volvían a la vida también habrían llegado hasta allí —. Os vais. Abandonáis lo poco que tenéis, ¿no es así?

—Mis padres no están bien —dijo el niño, que al fin se dignó a hablar—. Tampoco mis hermanos lo están.

   Sigfrido retrocedió inconscientemente.

—¿Están enfermos? ¿Qué tienen?

   El niño miró hacia la casa inexpresivo.

   "Hace varias noches, mientras cenábamos lo poco que había sobrado del almuerzo, alguien llamó a la puerta; una mujer pálida ataviada de blanco, y que era hermosa como sólo ella podía serlo. Pidió cobijo y comida a mis padres, cosa que éstos, siendo bondadosos, no pudieron negarle. Así fue que entró en casa, y todos dimos un poco de la escasa comida a la que tocábamos para que esa mujer pudiese calmar el hambre. Nadie habló durante la cena, tras la cual, como es nuestra costumbre, nos echamos a dormir".

   El niño calló un instante, durante el cual, Sigfrido pensó en la inusual forma de expresarse que éste tenía, siendo un modo más apropiado para de alguien de más edad y de una mejor posición social.

   De súbito, el chiquillo volvió a hablar.

   "Durante la noche, mientras mis padres y hermanos dormían, la mujer dejó su lugar y fue a tumbarse junto a mi padre, a quien comenzó a susurrar extrañas palabras en el oído. Entonces, se sentó a horcajadas sobre él y comenzó a moverse con lujuria desmedida. A pesar de la oscuridad, aunque no veía más que sombras entrelazadas, sabía que la mujer me miraba mientras sonreía maliciosa, satisfecha. Por alguna razón, podía verme como si fuese de día. Yo estaba aterrado, incapaz de nada mientras contemplaba la escena con horror. Luego se inclinó y besó en los labios a mi madre, también a mis hermanos. Y les hizo apretarse en torno a ella para que la colmaran de caricias mientras volvía a fijar su vista en mí, invitándome en silencio a que también yo acudiera a su lado.

   Se marchó aquella misma noche.

   Con la llegada del nuevo día, viendo que nadie se levantaba, abrí la puerta y las ventanas para dejar que la luz del sol entrará en el hogar, pero mis padres y hermanos, cuyo aspecto estaba muy desmejorado, me lo recriminaron con un desprecio al que no estaba acostumbrado. Querían permanecer en la oscuridad, lejos del sol, que, inexplicablemente, les quemaba y hacía sufrir. Tuve que encerrarme con ellos a oscuras y atender su repentina y extraña enfermedad. Conforme más se acercaba la noche más hambre tenían, pero no querían nada de lo poco que había en la pequeña despensa. Conforme pasaba el tiempo se iban mostrando más agresivos, hasta que, al fin, al caer la noche, a pesar de parecer más enfermos aun, lograron reunir fuerzas para levantarse y correr hacia mí, mordiendo mi carne y bebiendo mi sangre. Y así fue que dejé de ser lo que fui para pasar a ser lo que ahora soy".

   Sigfrido, consternado, desvió un instante la mirada, tratando de asimilar la historia que acababa de escuchar. En otros tiempos la habría tomado por un mero cuento de viejas, ahora, sin embargo, no podía negar que el asunto bien podía ser cierto. Volvió la mirada hacia el lugar donde estaba el chico, pero éste ya no estaba. Se había esfumado.

—¿Dónde está? —preguntó alarmado.

—No lo sé, ha desaparecido —respondió Lúcida, con voz temblorosa.

—¡No es posible!

—Sí que lo es. Acaba de suceder delante nuestra. ¡Vámonos de aquí!

   Sigfrido miró entonces hacia la puerta de la vieja casa, que permanecía cerrada, al igual que las ventanas. De repente, sintió la imperiosa necesidad de saber qué había en su interior, algo le decía que aquello respondía a un misterio cuya respuesta hallaría al otro lado de la puerta.

   Desenvainó la espada oxidada y caminó con lentitud hacia la casa.

—¡No lo hagas! —exclamó la niña—. No lo hagas, por favor.

   Sigfrido apoyó la mano en la puerta.

   "¿Qué me ocurre, que de repente cedo a la curiosidad aun cuando el peligro se palpa en el aire?".

   Empujó la puerta. Estaba atascada.

   Imagen tomada de www.es.dreamstime.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.



viernes, 2 de octubre de 2015

13. La respuesta del rey; Crisanto Puñofirme.

   Lejos, aunque no demasiado, de los terribles acontecimientos que tenían lugar y que tan de cerca vivía Sigfrido, sobre una notable elevación del terreno se alzaba un formidable castillo, en cuyo interior residían el rey y su complaciente corte. En uno de los muchos salones de la fortaleza, amplios y esplendorosos hasta lo inimaginable, el monarca acababa de ordenar a los dos señores enfrentados en la guerra en la que participara el joven bribón que pusiesen fin de inmediato a tan estúpida contienda. “¿Cómo osáis arrebataros tierras el uno al otro cuando éstas, después de todo, me pertenecen por ley divina, par de mentecatos?”, fue el modo con el que se dio por zanjada la singular disputa. Y a todos les debió parecer que se había hecho justicia, a juzgar por la cantidad de aplausos con las que fueron recibidas las palabras del más grande de los nobles, a pesar de ser el más bajo en estatura. Tras esto, se le concedió audiencia a un ministro con gesto excesivamente preocupado, que no dudó en relatar lo que a sus oídos había llegado acerca de los extraños y siniestros sucesos que ocurrían en la misma comarca donde el rey había ordenado la paz hacía tan sólo unos instantes. Los desagradables relatos que narró el ministro acerca de muertos que volvían a levantarse y que perseguían a los vivos fueron acogidos con absoluto pavor por los miembros de la corte, que, al igual que el monarca, no daban crédito a lo que oían.

—¿Muertos que se levantan y devoran a los vivos, decís? —preguntó el rey, tras un momento de incómodo silencio.

—Y no sólo eso, majestad, en todo el reino comienzan a darse cada vez más casos inexplicables —aseguró el ministro, un hombre de extrema delgadez y ojos saltones—. Hay quien afirma haber visto fantasmas, hombres lobo, brujas... Una completa locura, si me permitís la expresión.

   Tras escuchar primero y discutir después, el rey y sus consejeros decidieron que debían hacer algo al respecto, por lo que dispusieron que los mejores hombres fuesen enviados a los puntos afectados del reino, que eran muchos, demasiados, con objeto de investigar y, en caso de ser necesario, solucionar de cualquier modo lo que parecía un problema de índole mayor y del que no existían precedentes.

   "Es una suerte que estemos tan lejos de todos esos fenómenos inexplicables de los que hoy he sabido, bien resguardados en esta inexpugnable y magnífica fortaleza, defendido por lo mejor de mis laureados ejércitos", le dijo el rey a su bella esposa en el momento de marcharse a dormir. "Desde luego que es una suerte", respondió la hermosa reina, que se sentía feliz de estar protegida por lo mejor del ejército real, repleto de bellos y fornidos varones que tan corteses se mostraban siempre con ella, más aún a espaldas de su lerdo y confiado esposo.

   Y así fue que las distintas órdenes de caballería enviaron a sus más valerosos caballeros a las muchas regiones que conformaban el reino, siendo el elegido para la comarca donde se habían levantado los muertos, y a la que nadie quiso asistir voluntario alegando las excusas más inverosímiles, un tal Crisanto Puñofirme, veterano paladín, leal como ninguno al férreo código de caballería, aunque también algo presuntuoso y, quizás, demasiado seguro de sí mismo. Su aspecto orondo y patizambo era rematado por su corta estatura, lo que invitaba a pensar que se trataba de alguien poco aguerrido y dado a una vida cómoda y apacible. Nada más lejos de la realidad. 

   Ya en camino, con las instrucciones bien aprendidas, el valeroso Crisanto, lanza en ristre y a lomos de su corcel, llegó a un punto en el camino donde éste cruzaba, a través de un viejo puente de piedra, un caudaloso río de aguas bravas. Un hosco letrero de madera había sido instalado a los pies del puente con cierta prisa, o esa fue al menos la impresión que tuvo el caballero, y un labriego con cara de no creer lo que leía atendía a la leyenda que en el mismo rezaba.

—¿Qué leéis con tanto interés, paleto? —preguntó con altivez Crisanto, ignorando que el modo empleado podría herir los sentimientos del aludido.

—Es el letrero, señor —respondió el labriego, acostumbrado a la falta de tacto de la mayoría de nobles para con los de su clase—. Aquí dice: "Se advierte de la presencia de un terrible y voraz troll que ataca a todo aquel que se acerque al puente o trate de cruzarlo. Su ferocidad es tal que es muy cap...". Y así termina, de repente y con un borrón de tinta, como si al que escribía el aviso le hubiese ocurrido algo malo inesperadamente. Y estas manchas de aquí..., diría que es sangre.

   Crisanto se acercó al letrero y hizo como el que leía, cosa harto difícil teniendo en cuenta que no sabía distinguir una sola letra, pero debía hacer lo posible por mantener su reputación, sobre todo ante un campesino que sí sabía leer, y bastante bien, al parecer.

—Sí, es probable que ponga lo que dices —dijo al fin.

—No es que sea probable que lo ponga, señor, es justo lo que pone.

   Crisanto frunció el ceño, tratando de encajar las palabras del campesino, que ya daba muestras de estar arrepentido de corregir a un noble de una forma tan descarada.

—¿Qué es un troll? —preguntó Crisanto, que dedicó una significativa mirada al puente.

—No lo sé, señor. Pero debe ser algo malo, de lo contrario nadie se molestaría en arriesgar el tipo tratando de advertir a los demás fijando un cartel que así lo indique, por no hablar de toda esta sangre —respondió el labriego, inquieto.

—Es malo, sin duda. Le haremos salir de su cubil y le daré justa muerte —sentenció Crisanto, que dejó caer la lanza primero, descabalgó después y acabó desenvainando la espada—. Puedes venir conmigo y participar de la gloria o huir como un cobarde. Tú eliges.

—¿Que vaya con vos, señor? ¿Adónde? —preguntó preocupado el campesino, aunque sabía perfectamente cual sería la respuesta de Crisanto.

—Al otro lado del puente, por supuesto. Ese troll, sea lo que sea, acabará probando el sabor de mi acero —dijo el caballero, que ya caminaba decidido sobre el puente.

—Me falta valor para ir con vos, señor, pero no soy del todo un cobarde, si es lo que pensáis. Os esperaré aquí y serviré de testigo a la que seguro será una verdadera proeza —dijo Norberto Dulcepillastre, que así se llamaba el labriego.

   Crisanto, entendiendo que más le valía no insistir, avanzó por el puente sin excesivas precauciones, deseando encontrarse cara a cara con esa extraña bestia, tal como sucede con quienes ignoran el verdadero peligro que corren. ¿Qué aspecto tendría aquel ser?, se preguntaba. Al llegar al otro lado, fue recibido por un olor nauseabundo que provenía de debajo del puente. Se asomó decidido y encontró una escena de lo más desagradable: un hombre, probablemente el autor del aviso que había al otro lado de la orilla, había sido hecho pedazos. Éstos, a su vez, fueron esparcidos por el suelo sin ningún orden ni concierto. Algunos presentaban lo que debían ser enormes mordiscos. Pero lo que más llamó la atención de Crisanto fue el cadáver de una bestia imponente, de al menos tres metros y medio de alto y tan ancho como tres hombres delgados muy juntos. Cerca de él yacían algunos frascos de pintura vacíos, pintura que aún podía verse en sus grandes y terribles fauces. Al parecer, convencido de que aquella sustancia debía ser alguna clase de bebida, el monstruoso ser, dando muestras de poseer un conocimiento bastante insuficiente acerca de lo indigestas que pueden resultar ciertas sustancias, había decidido acompañar el almuerzo con algo con lo que refrescar su feroz gaznate, y, sin duda, fue esa la última insensatez que cometió en vida.

   Crisanto envainó la espada aturdido. Cuando le hablaron de una serie de hechos inexplicables, no había imaginado lo inexplicables que éstos podrían llegar a ser.

   Imagen tomada de www.cssallehorta.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder dedicarle una más que merecida reseña, o retirarla si así lo pidiese.