sábado, 10 de octubre de 2015

16. Un montón de cenizas y una estaca.

   Dos noches atrás, en el pequeño cementerio que había no muy lejos de la posada que regentaban sus padres, Alonso libró una desigual batalla contra un nutrido grupo de no muertos. Tras derrotar al último de sus enemigos y caer rendido entre los cuerpos abatidos y las tumbas abiertas, luego de recobrar algo del aliento perdido, estando aún justo de fuerzas, decidió unirse a Sigfrido, que, supuestamente, abandonó la lucha para alcanzar a su hermana, a la que había visto moverse entre las sombras, según le dijo. Que el valeroso guerrero y la pequeña Lúcida no hubiesen aparecido aún podía deberse a una medida de prevención por parte de éste, que trataba de alejar a la niña del peligro que entrañaba la inusual acción que en el camposanto tenía lugar. También podría significar que ambos habían caído en manos de otro grupo de demonios como el que él había derrotado, algo del todo imposible, pues si sus inexpertas manos fueron capaces de tal hazaña, qué no haría un paladín como Sigfrido. Convencido del éxito de aquél cuya falsedad desconocía, Alonso comenzó a andar. Sus tambaleantes pasos lo llevaron a pasar junto a lápidas en las que, de haber sabido leer, habría sido testigo de curiosas citas fúnebres tales como: "Que no lo hiciéramos, esas fueron tus últimas palabras. Supongo, Gervasio, que ya sabes que lo hicimos, sin querer, pero lo hicimos", o: "Tenías razón, Fausto, cuando decías que esas setas parecían venenosas. No sabes cómo siento no haberte escuchado. Te aseguro que las cociné con todo mi amor".

   Angustiado por la soledad que sufría en un sitio como aquel, a pesar de su proeza, Alonso estuvo tentado de gritar. No podía hablar, pero su hermana y Sigfrido reconocerían su voz y podrían guiarle en la oscuridad, sin embargo, también lo oirían los muertos vivientes que pudiese haber por los alrededores, que, sin duda, volverían a ir a por él. Sabía que no resistiría otro combate tan duro como el anterior, así que decidió seguir en silencio, ocultándose cada vez que se topaba con alguna de aquellas malditas criaturas, que permanecían inmóviles, observándolo todo, como esperando una señal que les revelase la existencia de algo vivo a lo que poner fin. Largo tiempo estuvo dedicado a la tarea de buscar a Sigfrido y su hermana, pero viendo que no servía de nada, resolvió que mejor sería volver a la posada, donde al menos podría alertar a sus padres acerca del peligro. Con un poco de suerte, era posible que encontrase allí a Lúcida y al valeroso guerrero sanos y salvos al calor del hogar. 

   Nunca había sido hábil jugando al escondite, pero en aquella ocasión, consciente de lo mucho que había en juego, puso todo su empeño en hacerlo lo mejor posible. Logró llegar hasta la arboleda de más allá del cementerio, y mientras la atravesaba, pudo oír los gritos y gemidos de una multitud que, por desgracia, parecía encontrarse justo en el lugar al que se dirigía. Echó a correr con todas sus fuerzas, con el corazón a punto de estallar en su pecho.

   Desde la distancia, ayudado por la débil luz del farolillo que había en la fachada del edificio, pudo ver una horda de no muertos vestidos como soldados, que golpeaban decididos la puerta y las ventanas de la posada. La vasta hoja de madera que taponaba la entrada principal acabó cediendo a la presión, y la muerte, en su forma más cruel, penetró con inusitada furia en el interior. No tardó en oír los desesperados alaridos de sus padres, que sucumbieron de un modo horrible, inimaginable, padeciendo un sufrimiento que parecía no acabar nunca. Alonso se tapó los oídos con fuerza mientras se alejaba a grandes zancadas del lugar. A pocos metros de allí se dio de bruces con un no muerto que aún empuñaba una maza de guerra. A pesar de no usarla ya para nada, seguía aferrado a ella del mismo modo en que lo hizo estando en vida, justo antes de fallecer. El gigantesco hermano de Lúcida no dudó en atacar con extrema brutalidad a su rival, que también hizo lo propio. Ambos eran movidos por un odio extremo y una furia sobrecogedora, pero la ira de un ser vivo movido por la venganza no puede compararse a la de un ser desapasionado que sólo odia por odiar. Alonso abatió a su enemigo a base de golpes llenos de una rabia incontenible. Podría haberle partido en dos la cabeza de un solo trastazo, ayudado por una piedra del tamaño de un puño, y todo habría acabado en cuestión de segundos. Lo sabía. Pero no quería que aquello acabase tan pronto, necesitaba demoler a su rival, pulverizarlo hasta verlo reducido a polvo, si eso fuese posible. Sólo en el momento de máximo frenesí dejó que todo terminase de una vez para siempre. Entonces, rompió a llorar en silencio, apenado por la suerte que habían corrido sus padres y la desaparición de su pequeña y amada hermana, y por haber perdido a Sigfrido, la única persona fuera de su familia que jamás se había burlado de él.

   Abrió la mano del destrozado cadáver que empuñaba la maza y la tomó entre las suyas, convencido de que le vendría bien. Luego, echó a andar sin rumbo, abatido por el desánimo. Fue el azar el que, quizás por capricho, quiso que sus pasos siguieran la dirección que le llevaría junto a Lúcida y Sigfrido, a quienes acabó encontrando en el momento más oportuno posible. ¿Qué diablos eran aquellas cosas que se desvanecieron de aquel modo en cuestión de segundos al contacto con la luz del sol en cuanto golpeó la puerta para hacerse sitio y combatirlas?

   Ya en el presente, Sigfrido se deshizo de sus manchados pantalones tan rápido como pudo, sin embargo, aunque buscaba, no encontraba nada que pudiera ponerse en su lugar; sólo el largo de la cota de mallas, que le alcanzaba hasta las rodillas, impedía que sus vergüenzas estuviesen al aire. Mientras se afanaba en la tarea, comprobó que, tal como parecía desde un principio, aquel era un hogar de veras humilde, como solía corresponder a una familia de campesinos, pues los muebles, a excepción de los más básicos, brillaban por su ausencia. También pudo oír cómo Alonso, al ser incapaz de hablar, balbuceaba cosas a su hermana, cosas que ésta, lógicamente, comprendería a la perfección. Fue entonces que cayó en la cuenta de lo que eso significaba: al enlazar sus historias, ambos caerían en la cuenta de que algunos cabos no estaban tan bien atados como debieran. Y esos cabos sueltos, evidentemente, apuntarían en su dirección. No tardaría en verse en un buen aprieto, no le cabía la menor duda.

   "¿Cómo que dijo que me había visto y se marchó? Si fui yo quien lo encontró a él. Ni siquiera se dio cuenta de que lo estaba siguiendo", oyó decir a la niña. 

   Sigfrido bajó la mirada contrariado, fijando la vista en el montón de cenizas al que la luz del sol había reducido a aquellos cuatro seres que habían tratado de acabar con él. Fue entonces que reparó en el cuerpo sin vida de un niño que había tirado en una de las esquinas. 

   "Debes clavarme una estaca en el corazón antes de que caiga la noche, o me convertiré yo también en algo espantoso, como mis padres y hermanos. Por favor, no lo permitas", dijo la voz del niño tras él.

   Se volvió sobresaltado, pero no vio a nadie. Quizás había sido fruto de su imaginación. ¿Lo fue? No, desde luego que no. Aquella voz era real, y le pedía que hiciese algo que, en su opinión, sería un acto bondadoso. ¿Cómo dejar que aquel crío volviese de entre los muertos convertido en un ser tan abominable como lo habían sido sus padres y hermanos?

   Movido por la necesidad de limpiar la oscuridad que enturbiaba su alma, concluyó hacer lo posible por impedir tal cosa.

—¡Lúcida! —llamó decidido—. ¿Hay algún trozo de madera fuera? 
   No obtuvo más respuesta que un largo silencio, hasta que la niña decidió hablar. 

—Sí, hay muchos trozos de madera. Pero antes, mi hermano y yo quisiéramos aclarar algo que... 

—Se aclarará lo que se deba aclarar en cuanto se pueda —dijo Sigfrido, que salió fuera de la casa y buscó un trozo que pudiera servir a sus propósitos—. Sé que hay mucho que explicar, y estoy dispuesto a disculparme, si eso sirve de algo, pero, como diría mi madre, o quizás fuese mi padre, o algún otro conocido, lo primero es lo primero. 

   Mientras explicaba lo ocurrido con palabras apresuradas, encontró un pedazo de madera más o menos acorde a lo que él pensaba que podría valer, y al que debió sacar punta con la espada, lo que resultó ser más complicado de lo que había supuesto. Una vez dada la forma que más se aproximaba a una estaca medianamente decente, se dirigió hacia el cuerpo del niño, junto al cual ya estaban Alonso y Lúcida. La niña lloraba desconsolada. 

   Sigfrido se arrodilló junto al pequeño cadáver y lo giró hasta hacerlo mirar hacia arriba. El rostro del chiquillo estaba contraído en un gesto que hacía adivinar el horror que para él debió suponer su horrible final. Tenía mordiscos y arañazos por todas partes. Sigfrido lo descamisó con cuidado, luego, alzó los brazos, sujetando la estaca con ambas manos, temblorosas, y, justo cuando se disponía a hacerlos bajar con fuerza, no sin antes sentir una punzada de compasión hacia el pequeño, una voz atronadora, decidida, le ordenó que se detuviera en nombre del rey y la justicia. 

   Todos se volvieron para averiguar quién era el dueño de aquellas palabras, descubriendo a un caballero de espesa barba, grueso y patizambo, además de no muy alto, que, espada en mano, contemplaba sobrecogido la escena desde el umbral de la puerta. 

—¿Pero qué estáis haciendo con ese pobre niño, panda de salvajes? —preguntó Crisanto horrorizado—. ¡Vamos! ¡Soltad las armas de una vez! ¿Y qué es ese olor a porquería?

   Sigfrido, que ya dejaba caer la estaca, tuvo un fugaz pensamiento para sus malogrados pantalones, que yacían tal cual los dejó caer en algún lugar junto a la entrada.

   Imagen tomada de www.asslep.blogspot.com: "vampyr" Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


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