martes, 20 de octubre de 2015

19. Destino cruel.

   Antes de que cierta posada llamada ‘La Penúltima’ cayera en desgracia junto al amable matrimonio que la regentaba, estando ya hospedado en ella el joven Sigfrido, que con tanto orgullo representaba su papel de respetable y admirado guarda temporal de la misma, su salón solía ser frecuentado por Bernardo Añejoluengo, un fiel parroquiano que sentía devoción por el vino que allí era servido. Solía llegar solo y sentarse apartado de todos para beber tranquilo, sumido en sus pensamientos. Entonces, cuando la bebida hacía efecto, solía mezclarse en charlas ajenas, aconsejando a unos y a otros sobre qué debían hacer con esos asuntos que tan libremente exponían cuando corrían la cerveza o el brandy. No tardaban en darle la espalda, pues era común verlo montar en cólera cuando alguien contradecía sus palabras, haciendo que el posadero, que era hombre comprensivo y paciente, acabara mediando, tratando así que el asunto no fuera a mayores. Cierta noche, la ultima que fue visto por allí, Bernardo, como era costumbre en él, abandonó la parroquia con la firme intención de llegar a casa y dormir a pierna suelta. Era más tarde de lo normal, pero no era la primera vez que perdía la noción del tiempo a causa del mal beber. Caminaba dando tumbos, con la mente nublada, aunque se las apañaba para sostener en ambas manos sendas jarras repletas de vino que, tras mucho insistir, había logrado que le sirvieran como condición para marcharse en paz. Una vez llegó al cruce donde debía tomar el desvío hacia el norte, se le ocurrió que bien podría liberar la valiosa carga que portaban aquellos recipientes en el gaznate, así que, ni corto ni peresozo, las vació dando un solitario y largo trago a cada uno. Aquello significó un esfuerzo que su castigado cuerpo no soportó todo lo bien que debiera, por lo que acabó cayendo de bruces al suelo, perdiendo el sentido por completo.   Ya al día siguiente, siendo muy temprano, fue hallado en aquel mismo lugar por un leñador que se dirigía al bosque a iniciar la faena. Al ver al estado de Bernardo y las dos jarras vacías esparcidas por el suelo junto a él, no le fue difícil imaginar qué había pasado. Sin embargo, cuando fue a despertarle, descubrió con horror que éste no tenía pulso. Asustado, llamó a voces pidiendo auxilio, que le fue ofrecido por un campesino que empezaba a trabajar la tierra cerca de allí. Siendo ambos desconocedores del funcionamiento del cuerpo humano, no viendo más salida que la de avisar con la mayor brevedad al barbero, que era la máxima autoridad en la materia en aquellos contornos, concluyeron que fuera el leñador quien fuera a llamarlo, quedando el labriego al cuidado de lo que entendían era un cadáver. El barbero, al recibir tan terrible noticia, decidió desatender de inmediato el afeitado que practicaba en un cliente, al que dejó de un palmo de narices, y corrió junto al leñador hasta el lugar de los hechos. Al llegar donde yacía Bernardo en compañía del campesino, tras examinar el cuerpo con detenimiento, no encontrando indicios de lo contrario, determinó que éste, efectivamente, había fallecido a causa de la bebida, y que debía recibir sepultura cuanto antes. Como todos sabían que el desgraciado no tenía familia cercana ni tampoco amigos, decidieron llevarlo al cementerio, donde, junto al enterrador y a un enviado de las autoridades de la comarca, que tardó casi mediodía en personarse debido a una serie de imprevistos, lo introdujeron en un ataúd y fue sepultado a golpe de pala. Mientras esto sucedía, fueron dichas unas palabras en su honor como única ceremonia, tal fue su último adiós, tras lo cual, todos recogieron sus cosas y se marcharon a casa, sufriendo el campesino y el leñador por la jornada perdida más que por el difunto, pues nada sacarían rentable de ella, y encontrando el barbero su local vacío, sin una triste nota donde su cliente de la mañana le remitiera si pensaba volver al día siguiente para que la faena empezada pudiera ser acabada y cobrada. 

   Para desgracia de Bernardo, que había sido dado por muerto por todos los que le vieron, argumentando cada uno razones que ninguno de los presentes osaría poner en duda, seguía muy vivo. Por causas extrañas e inexplicables, su corazón, que había dejado de latir, y sus pulmones, que no quisieron buscar más aire, volvieron a funcionar de repente. Cuando, recuperadas sus constantes vitales, volvió en sí, descubrió con horror que se hallaba encerrado en un estrecho y oscuro lugar. La desagradable y claustrofóbica sorpresa le hizo caer presa de un profundo pánico del que no fue capaz de reponerse. “¡He sido enterrado vivo!”, se dijo desesperado. “¿Por qué? ¿Quién? ¿Por qué?". Sintiéndose víctima de una cruel broma del destino, gritó con todas sus fuerzas pidiendo socorro, tanto, que pronto acabó afónico. Perdido, apenas sin esperanzas, pero aun así con ánimos de vivir, golpeó y arañó la madera hasta descarnarse las manos. Finalmente, el aire comenzó a escasear, haciendo su aparición la temida y agónica asfixia, que fue en aumento hasta que su corazón, derrotado, latió por última vez. 

   Bernardo había dejado de respirar para siempre, pero cuando se disponía a atravesar el umbral de la muerte fue llamado por una dulce y melodiosa voz femenina que le instaba a regresar al mundo de los vivos, donde habría de volver a caminar hasta el final de los tiempos, que así le fue prometido. De súbito, para su sorpresa, volvía a tener control sobre sí mismo. Siguiendo un irrefrenable impulso, volvió a golpear la madera que tenía sobre sí, descubriendo que podía hacerlo con una fuerza asombrosa y sin sufrir el menor daño. No tardó demasiado en hacer saltar en pedazos la cubierta del ataúd, lo que propició que la tierra lo inundará todo. Temió entonces que le faltase el aire, pero descubrió que no lo necesitaba, pues no respiraba, para alivio suyo. 

   Por fin, tras mucho esfuerzo, logró abandonar la tumba donde fuera enterrado vivo, siendo recibido por una ligera brisa nocturna que no produjo en él el menor efecto. A su alrededor pudo ver un sinfín de otros que, como él, salían de sus sepulturas y nichos; pero le parecieron distintos, pues sus miradas estaban vacías y carentes de toda emoción o cualquier otro signo de vida. Además, aquellos rostros desapasionados resultaban grotescos y aterradores, insoportables para la visión de cualquier persona en su sano juicio. Y su forma de caminar, torpe y ralentizada, le pareció tan odiosa como ellos mismos. Recordó la hermosa voz que lo despertara, pero no pudo relacionarla con nada de lo que allí veía. Entonces, se preguntó si también aquellos mugrosos habrían sido llamados de la misma forma; por aquella que, sin duda, debía ser una mujer de extraordinaria belleza. “No siento nada, mi corazón no late y mis pulmones no precisan aire que respirar. Debería estar muerto. ¿Lo estoy? ¿Qué terrible destino me alcanzó? Pero no soy como ellos. No puedo serlo. Percibo en sus míseras existencias un odio hacia la vida que no comparto y que tampoco logro entender. ¿Por qué? Qué terrible todo esto”.

   Mientras sus pensamientos discurrían sobre aquel acontecimiento y la suerte que le había tocado correr, se dejó arrastrar por la multitud de muertos, que se encaminaban decididos hacia un lugar del que le llegaba el clamor de una desesperada lucha. No tardó en ver la imponente figura de un muchacho que, con una antorcha en cada mano, rechazaba el ataque de varios de aquellos diablos, haciendo gala de una osadía digna de cantar de gesta. Junto a éste, había otro más menudo que, aunque empuñaba una vieja espada, estaba más preocupado por escabullirse y salvar el pellejo que por presentar batalla y vender cara la piel, tal como hacía su valeroso compañero de fatiga. Entonces, el que parecía menos gallardo dijo algo urgente al otro mientras señalaba hacia algún punto en la noche, tras lo cual, desapareció presto, dejando solo al formidable guerrero, que pareció conforme con aquello. Bernardo, que empezaba a comprobar que también él compartía con sus congéneres sus patosos modos al caminar, reconoció en aquel valiente gigantón a Alonso Menteclara, hermano de Lúcida, del que muchos se burlaban a causa de su escasa inteligencia y extrema nobleza llamándolo Cortoperofornido, y por el que siempre había sentido un gran aprecio, aunque nunca se lo dijera. Le bastó una mirada para comprender que, a pesar de revelarse como un titán en el combate cuerpo a cuerpo, el número de enemigos era tal que acabaría siendo derrotado. Sabía lo que harían con el muchacho una vez lo redujesen, pues también él sentía algo que lo empujaba a lanzarse sobre el imponente joven con objeto de desgarrar y comer su carne, sin embargo, quizás por haber sido llamado de nuevo a la vida sin haber cruzado del todo el umbral de la muerte, aún mantenía la capacidad de reflexión y seguía sintiendo emociones propias de un ser humano. Resuelto a equilibrar la balanza, Bernardo, o lo que pretendía seguir siendo él, se colocó al final del grupo de muertos que se agolpaban desordenadamente en torno a Alonso, que se había situado en un lugar que le impedía ser atacado por varios frentes a la vez. Sin pensarlo dos veces, tomó una piedra de importantes dimensiones y empezó a golpear al sujeto que tenía más cerca. Por más que le diera, éste no parecía acusar los golpes, salvo cuando acertó a alcanzarle en el cráneo, momento en el que la víctima, que en ningún momento se defendió, cayó al suelo con estrépito y no volvió a moverse. Aquello le sirvió para entender que era ahí, en la testa, donde debía dar, y sin dudarlo, siguió haciendo lo mismo con los demás, aliviando en gran medida el número de adversarios al que el muchacho habría de enfrentarse. Una vez creyó que éste saldría con vida, se ocultó entre las sombras y esperó a que diese buena cuenta de los pocos enemigos que tenía ante sí. Luego, decidió seguirlo a cierta distancia, adivinando que se dirigía hacia la posada, donde, para horror de ambos, descubrieron que ésta sufría el asedio de los muertos, que acabaron derribando la puerta y otorgando un cruento final a los padres del aterrorizado muchacho, que no pudo contener las lágrimas. Acto seguido, fue testigo de cómo Alonso, tras masacrar con rabia a un zombi con el que se topó, se alejó de allí a grandes zancadas, imponiendo un ritmo que el pobre Bernardo no podía seguir. Aun así, fue tras él, paciente. “Tengo toda la eternidad para alcanzarte”, pensó resuelto. En el camino, no tardaron en sumársele otros zombis, cada vez más, hasta formar una inmensa hueste. Preocupado por lo que aquello pudiese significar, comenzó a abatir a todos cuanto pudo sin que ninguno hiciese nada por defenderse, lo que hizo que retrasase su posición hasta casi el final de la horda.

   Llegado un punto, en el que el terreno se volvió ascendente hasta alcanzar la cima de una colina, se percató de que algo ocurría, pues la excitación crecía entre los muertos vivientes. Se detuvo a mirar, y pudo ver a Alonso combatiendo junto a un caballero, éste, al contrario que el hermano de Lúcida, era más bien bajo y patizambo. Ambos trataban de defenderse del brutal ataque de los no muertos. Un hermoso caballo había sido amarrado por las riendas a un árbol cercano a lugar donde tenía lugar la desigual pelea. De cuando en cuando, el paladín de oronda figura asestaba sobre el dogal un golpe con la espada, hasta que, al fin, logró su objetivo. Una vez el animal quedó libre, huyó del peligro, lo mismo que Alonso y su compañero de armas, que en nada se parecía, ni en cuerpo ni en valor, al que lo abandonase en el cementerio hacía dos noches. Mientras eso sucedía, el grito de una voz familiar atrajo su atención; se trataba de Lúcida, que, rodeada de grotescas criaturas, tenía sobradas razones para temer por su vida. Un muchacho acudió junto a ella en el momento oportuno, y, tras numerosas peripecias, todos lograron refugiarse en una humilde casa cercana. Como era de la esperar, los muertos se agolparon en torno a ella, pugnando por derribar puertas y ventanas. ¿Cuánto podría aguantar aquella construcción un asalto de esa magnitud? Fue entonces que apareció un hombre, que quedó petrificado ante una escena tan grotesca, y que cayó en desgracia debido a un tremendo descuido. El infeliz sirvió de festín a aquellas bestias diabólicas, que, atraídos por los gritos de dolor y terror, se alejaron de la vivienda sitiada en busca de saciar su hambre con la carne de la víctima. Bernardo, aprovechando que quedaron muy pocos no muertos alrededor de la casa, comenzó a deshacerse de ellos tan rápido como pudo a golpe de piedra. Luego, sin tiempo de perder, llamó a la puerta, aunque no de la forma en que hubiese querido hacerlo. Oyó voces dentro que evidenciaban sorpresa y alivio. “¡Sólo queda uno!”, le pareció escuchar. Tras un nervioso intercambio de palabras, se abrió la puerta, dejando ver la imponente figura de Alonso, que le dedicó una extraña mirada. “Me ha reconocido”, pensó Bernardo. “Sabe quién soy. ¿Sabrá que he sido yo el que ha eliminado a estos enemigos para que puedan salir? Quizás me dejen ir con ellos. Podría serles útil. Y cuidaría de Alonso y su hermana como si fuesen mis propios hijos, en honor a sus padres, que siempre supieron que la soledad me dañaba de tal modo que corría a su parroquia a refugiarme en el vino, torpe de mí”. Quiso decirle todo eso y más, estrecharle entre sus brazos y dar todo el amor que en vida se negó a ofrecer a nadie.

   Al principio, Alonso no supo qué hacer. Tras abrir la puerta y reconocer a Bernardo transformado en uno de aquellos muertos vivientes sintió pena. Aquel hombre, a pesar de parecer desagradable, nunca la había tomado con él ni jamás lo insultó. Pero al verlo emitir una serie de extraños gruñidos y alargar sus brazos hacia él, aunque no pareciera un ataque, reaccionó de la única forma que sabía le ahorraría problemas, lo que equivalía a aplastarle el cráneo al desgraciado empleando su maza. Así fue el final de Bernardo, aquella fue su injusta recompensa por el esfuerzo invertido en ayudar al hijo del posadero, que no se lo pensó dos veces para pasar por encima de él una vez lo derribó y encabezar así la huida del grupo mientras, más allá, los zombis se disputaban los restos de aquel pobre individuo que tuvo la desgracia de acudir a tiempo a su ineludible e inesperada cita con la muerte en, quizás, su forma más cruenta.

   Imagen tomada de www.blogdo-tiodan.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


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