martes, 13 de octubre de 2015

17. Una justa acusación.

   De inmediato, como impulsado por un resorte, Sigfrido se puso en pie, dominado por la sorpresa y la inquietud. ¿Cómo explicar aquello?

—¡Os doy mi palabra de que no es lo que parece! —se apresuró a exclamar, aunque de un modo muy poco convincente, algo que incluso él mismo debió reconocer para sus adentros.

   El caballero dio un amenazador paso hacia delante, clavando sus acusadores ojos en el joven bribón. 

—Y si no es lo que parece, ¿qué otra cosa puede ser? ¿Insinúas acaso que la vista me engaña? ¡Estabas arrodillado junto al cadáver de un niño al que ibas a clavar una de las estacas peor talladas que he visto en mi vida! Para colmo de males, junto a ti hay un musculado gigante con cara de idiota que bien podría estar custodiando a la pobre chiquilla que hay a su vera, y que bien podría ser la siguiente víctima del par de asesinos sin escrúpulos que creo tener delante. Dime, ¿por qué habría de creer otra cosa? 

   No fue hasta que Lúcida, con voz apagada, explicó toda la historia, que el caballero dejó de pensar en ellos como una panda de criminales sin alma. Sin embargo, todas las miradas se centraron en Sigfrido cuando los cabos sueltos, tal como el muchacho temía, fueron atándose uno tras otro. Alonso entró en cólera cuando supo que aquel que creía un valeroso guerrero acabó confesando que no había visto a su hermana cuando éste lo abandonó a su suerte en plena lucha desesperada en el cementerio, habiéndole advertido que sí la había visto. "Fue una treta para marcharme con las vergüenzas bien cubiertas", murmuró Sigfrido avergonzado. "Aunque es cierto que la busqué durante un rato. Lo juro". Lúcida, sin embargo, lloró amargamente la noticia de la muerte de sus padres, que fue contada por su hermano con esa forma tan peculiar que tenía de decir las cosas, siendo incapaz de pronunciar palabra alguna, y que sólo ella comprendía. "¿Por qué dijiste entonces que me llevarías con ellos?", preguntó la niña al joven en tono acusador. Luego, hundió el rostro entre las manos al tiempo que su entristecido hermano trataba de darle consuelo con un conmovedor abrazo. 

—Muchacho, eres como un pozo de mierda. Ahora sé por qué huele tan mal aquí. Da gracias a lo que quiera que reces, si es que hay algún dios que te quiera entre sus adoradores, de que no te abra en canal aquí mismo —dijo Crisanto con indudable desprecio. 

   Sigfrido no dijo nada en su defensa. Aceptó, hundido en su propia miseria, todas y cada una de las cosas que le fueron dichas. Sabía que aquel era el precio que debía pagar por ser como era. Se sintió culpable, como muchas otras veces, pero también desgraciado. Podría haber inventado alguna historia para salir de aquel atolladero, como solía hacer siempre, pero la presencia de Crisanto el caballero le hizo sentirse como atrapado en un callejón sin salida. 

—Mereces que te deje aquí, maniatado y encerrado, junto al cuerpo de ese pobre niño, para que al llegar la noche, si es verdad lo que decís, cobre vida y se ensañe contigo —dijo Crisanto—. No. No haré eso, por muy fuerte que sea la tentación. Pero tampoco permitiré que su cuerpo sea ultrajado clavándole un trozo de madera, tal como pretendías hacer. Va contra mis creencias.

—Pero él así lo pidió —repuso Sigfrido. 

—Palabras que sólo tú oíste. Nadie más. Y ya nos queda bastante claro que la verdad no casa contigo. 

   Alonso dejó escapar un grave gruñido. Parecía muy de acuerdo con lo dicho por Crisanto. A Sigfrido le pareció que el gigante apenas podía contener un violento impulso hacia él.

—¡Pero basta ya de dedicarte un tiempo que no mereces! —volvió a decir tajante el caballero, que comenzó a caminar mientras hablaba, fijando fugazmente la vista en el montón de ceniza que había en el suelo—. Aún llevas esa vieja espada al cinto. Entrégamela. No eres digno de ella, por muy oxidada que esté. Además, me sentiré más seguro si alguien como tú va desarmado. ¡Vamos! 

   De repente, el nervioso relincho de un caballo se oyó en el exterior. Lejos de ser un hecho aislado, volvió a repetirse. Por los sonidos que llegaban de fuera, diríase que el animal estaba desesperado. 

—¡Mi fiel montura! Algo sucede —dijo Crisanto, agitado, que no dudó en salir a husmear, seguido por Lúcida y Alonso. También Sigfrido, con aire ausente, se encaminó hacia la puerta. 

   El corcel, un magnífico ejemplar negro, sujeto por las riendas a un solitario árbol situado a una decena de metros de la casa, bregaba enloquecido de puro terror. A poca distancia de él, habiendo bajado por la misma colina por la que antes descendieran Lúcida y Sigfrido, y más tarde Alonso, se acercaba la incansable multitud de zombis, que, excitados por tener seres vivos a la vista, comenzaron a lanzar gemidos y alaridos que helaban la sangre. 

—¡Por todos los dioses! ¿Qué diablos es eso? —dijo Crisanto, cariacontecido. 

—¡No! ¡Otra vez no! Son los muertos, que vienen a por los vivos, a por nosotros —lamentó Sigfrido consternado. 

   "Así que son éstos los que regresan del otro mundo y asolan la región", pensó el caballero, perplejo por la imagen que ante sí tenía. 

   Alonso gritó enfurecido. Luego, empezó a golpear el suelo con su maza. Estaba a punto de lanzarse contra aquellas desgraciadas criaturas sin pararse a medir el riesgo. 

—¡No puedo dejarlo morir así! —exclamó Crisanto, que, de repente, echó a correr hasta donde estaba su aterrorizada montura. 

   Alonso corrió junto al caballero, aunque no tardó en dejarlo atrás, dada la diferencia de zancada entre uno y otro. 

   Sigfrido, aprovechando la coyuntura, también corrió, aunque hacia el lado contrario, dejando a Lúcida, que no sabía muy bien qué hacer, de un palmo de narices.

—¡No me dejéis sola! —gritó asustada.

   Ligeros y apresurados fueron los pasos de Sigfrido, que no tardó en abrir una buena distancia con respecto a la casa, junto a la cual seguía la chiquilla, inmóvil, pendiente a la lucha que acababa de iniciarse en torno al atemorizado caballo de Crisanto. Pero algo hizo que Sigfrido detuviera su carrera de súbito. 

   "No dejes que me convierta en un monstruo. Vuelve y clava esa estaca en mi corazón", dijo el niño, que, de la nada, volvió a materializarse frente a él. 

   "Vuelve y clávame esa estaca. No quiero ser un monstruo. Por favor". 

   El niño rompió a llorar, suplicante. Sigfrido cayó de rodillas, consternado. Hubiese querido preguntarle si fue él el causante de aquella voz que le hizo lanzarse contra la puerta de la casa en contra de su voluntad, pues se le ocurrió que podía ser la explicación a aquella reciente acción suya. Eso, o que su cabeza, superada por tantos hechos inusuales, empezaba a pasarle factura.

   Un grito desgarrador se oyó entonces en la distancia. Era Lúcida.

   Imagen tomada de www.javienci.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


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