jueves, 16 de junio de 2016

44. Unos huéspedes agotados.

   La misma noche en que Cornelio y Sigfrido se conocieron, siendo precedido este encuentro por una serie de extraordinarios acontecimientos que provocarían el inicio de la extraña sociedad que ambos formarían desde entonces, los apresurados pasos de aquéllos que hasta poco antes de ese momento fueran compañía del joven Valorquebrado, y que huían de una hueste de muertos vivientes capitaneados al parecer por un siniestro sujeto con un aspecto de veras amenazador, tras protagonizar una larga caminata, se detuvieron junto a la puerta de una solitaria casa situada en mitad de una arboleda. El inquilino de la misma, un individuo de mediana edad y sobresaliente tripa, que se disponía a cenar cuando fue interrumpido por la llegada de tan inesperados visitantes, y que respondía al nombre de Nicodemo Panzagónica, sospechando que más le valdría mostrarse hospitalario con aquella gente desesperada, concluyó abrirles la puerta y ofrecer su casa como refugio, esperanzado en no tener que arrepentirse en el inmediato futuro de la decisión adoptada, algo de lo que comenzó a dudar en cuanto se percató de que la cena que con tanto esmero había preparado y que debía ser para él, apenas sí fue suficiente para calmar el hambre de aquellos dos varones armados hasta los dientes que, extrañamente, iban en compañía de una hermosa chiquilla de aspecto delicado, y que resultó ser hermana de uno de ellos; el más alto y fornido ser humano que Nicodemo recordaba haber visto en su vida.

   Panzagónica, hombre de costumbres solitarias poco dado a recibir visitas, no tardó en echar de menos la tranquilidad que había dejado marchar en cuanto abrió la puerta y dejó pasar a sus invitados. Sus continuas idas y venidas a la despensa, que cada vez presentaba más huecos vacíos, no ayudaban a mejorar su ánimo. Fue cuando depositaba la tercera jarra de vino sobre la mesa que decidió hacer algo al respecto.

—Si necesitáis algo más podréis encontrarlo en la alacena, aunque comienza a escasear la variedad así como también la cantidad. Soy un hombre humilde al que nada sobra aun para sí mismo, lo que complica la cosa cuando se trata de colmar las necesidades de tres estómagos más, uno de ellos, al parecer, con una capacidad inagotable —dijo, mientras tomaba asiento en un viejo taburete con las patas reforzadas y fijaba su atención, no sin asombro, en el gigantesco Alonso, que no daba respiro a ninguno de los platos dispuestos en honor de tan peculiares huéspedes.

—Está todo muy rico —observó la niña con amabilidad, obsequiando a su anfitrión con una sonrisa.

   Nicodemo devolvió agradecido el gesto a Lúcida, que no tardó en centrarse en el queso y el pan con los que calmaba su hambre dando pequeños mordiscos, todo lo contrario que los otros dos, mucho más bruscos a la hora de comer. La imagen de aquella chiquilla trajo a Panzagónica recuerdos de juventud, cuando soñaba con compartir el resto de sus días con una hermosa muchacha que nunca le hizo cuentas y a la que jamás tuvo el valor de declarar su secreto y desesperado amor, y que acabó sufriendo la traición de un galán que no conocía la moral ni el compromiso. Quizás, si las cosas hubiesen sido distintas, ella estaría ahora con él, que bien procuraría otorgarle todas las alegrías posibles, y puede que incluso tuviesen un hijo, o una hija, que podría ser tan dulce como lo parecía Lúcida. Sin embargo, la realidad era muy distinta, y el hombre que era en aquellos días poco o nada tenía que ver con alguien que pudiese llevar alegrías a la vida de nadie, ni siquiera a la suya propia, salvo cuando disfrutaba de una buena comida a solas.

   De súbito, Nicodemo sintió el frío contacto del afilado acero de una espada apoyarse en su garganta, ejerciendo sobre la misma una presión que hacía adivinar lo que podría suceder si la fuerza aplicada en el arma aumentaba lo más mínimo.

—Aparta los ojos de la niña —le ordenó el caballero, que sostenía la espada con la diestra al tiempo que daba buena cuenta de unas tiras de delicioso bacon, sin apartar los ojos de la mesa—. Agradezco tu hospitalidad, Nicodemo, no me malinterpretes, hasta creo que tienes buen corazón, pero esta misma mañana he sido testigo de cómo un desarmado se disponía a traspasar con una estaca el pecho del cadáver de un pobre crío. Y eso, sumado a otras cosas que he visto, me hacen estar un poco susceptible con ciertos asuntos. No te conozco, y no quisiera cometer errores que luego debamos lamentar ambos.

   Nicodemo, sorprendido, tembloroso, contuvo la respiración.

—¿Un desarmado? No sé qué sería de él, aunque puedo imaginarlo, pero os aseguro que no hay nada que debáis temer de mí. Miradme, todos, no tengo el aspecto de un depravado, si a eso os referís. La niña me trajo recuerdos del pasado, eso es todo.

   Alonso dejó escapar una protesta, luego, dejó la comida sobre la mesa y se dirigió hacia Nicodemo, al que, tras apartar a un lado la espada de Crisanto, dedicó un cordial abrazo.

—El chico se fía de ti, aunque también confió en Sigfrido, el desarmado del que te acabo de hablar, que no vaciló a la hora de traicionarlo. Pero no lo maté, si pensabas eso. Tampoco escapó, o eso creo. Se extravió, ignoro si porque así lo quiso o por pura incompetencia. Volví en su busca, tal como es mi obligación de caballero según los votos que juré, lo cual casi me cuesta la vida. No lo encontré, pero, con un poco de suerte, es posible que a estas horas su corazón haya dejado de latir; no sería algo tan malo, teniendo en cuenta la clase de persona que es —dijo Crisanto, que envainaba la espada sin prisas.

—Sigfrido y yo vimos un fantasma, el del niño. Eso fue antes de que intentase abrir la puerta de aquella casa por la fuerza —comentó Lúcida—. Yo le pedía que nos marchásemos de allí, pero parecía empeñado en entrar y averiguar qué había pasado en realidad. Estaba muy raro, como si no fuese él del todo. Entonces, la puerta se abrió y aparecieron unos monstruos que casi lo arrastran adentro. Yo tiraba de él con todas mis fuerzas, pero no podía hacer nada. Si no es por mi hermano, que llegó justo a tiempo, ambos habríamos muerto en ese momento, o eso creo. Al parecer, el espectro del niño se le seguía apareciendo al pobre Sigfrido, aunque ya sólo lo viese él, y le pedía una y otra vez que clavase en su corazón un trozo de madera. Él mismo talló esa estaca con la vieja espada que le dieran mis padres.

—Pudo haber inventado esa historia para evitar que lo ajusticiara allí mismo —protestó Crisanto.

—Pues yo creo que era cierta, a pesar de todo —dijo la niña.

—No deberías hablar bien de él —la reprendió el caballero.

—Dices que tus padres le dieron una de espada a ese tal Sigfrido, ¿dónde están? ¿Llegarán pronto, quizás? Lo digo porque no tengo mucho más para ofrecerles. Deberíais haber pensado en ellos antes de vaciar mi despensa del modo en que lo habéis hecho —observó Nicodemo.

   Una sombra oscureció el rostro de Lúcida, a cuyos ojos no tardaron en acudir las lágrimas. Alonso, su hermano, dejó salir un profundo y doloroso lamento al oír cómo Panzagónica se refería a sus padres.

   Fue Crisanto quien aclaró al desconcertado Nicodemo el motivo por el que Alonso y Lúcida se entristecieron tan de repente.

—Están muertos, amigo. El grandullón tuvo la desgracia de presenciar cómo eran víctimas de los muertos vivientes, esos malditos diablos de miradas vacías. El tal Sigfrido, en un acto ruin y mezquino, hizo creer a la chiquilla que la llevaba junto a ellos, cuando lo único que hacía era huir.

—¿Muertos vivientes? ¿Qué decís? ¿Es que son ciertos los rumores, acaso? —preguntó Nicodemo, que sintió una gran agitación en su interior ante las palabras de Crisanto. Ni siquiera cayó en la cuenta de pedir disculpas a los hermanos por, en su ignorancia, remover un recuerdo tan doloroso, más teniendo en cuenta lo reciente que era todo.

   Crisanto se inclinó hacia delante, clavando sus ojos en los del atemorizado Panzagónica.

—¿Qué sabes exactamente de esos rumores?

   Nicodemo comenzó a temblar, si es que había dejado de hacerlo desde que aquellos tres hubieron entrado en su casa.

—No tengo nada que ver con lo que sea que pensáis —dijo consternado.

—Nadie os acusa, buen hombre, pero necesito saber el alcance de la ignorancia sobre este puñetero asunto que hace que los habitantes de Media Piedra continúen con sus vidas como si tal cosa. La comarca de la que venimos, peligrosamente cerca de aquí, ha sido devastada por una horda de muertos que se levantan de sus tumbas con el único propósito de masacrar a los vivos. ¿Cómo? ¿Por qué? Nadie lo sabe, pero lo que todos sí deberían saber es que no se trata sólo de rumores, sino que hablamos de un hecho consumado que amenaza la supervivencia del reino y de los que existen más allá de nuestras fronteras, puedo garantizaros esto que os digo —Crisanto señaló a los entristecidos hermanos, ahora sumidos en un abrazo, buscando consuelo el uno en el otro—. Ellos bien saben que es cierto.

   Nicodemo suspiró hondo antes de responder.

—Voy poco al pueblo, aunque no está a más de un kilómetro de ésta mi pequeña hacienda, pero, cuando lo hago, no suelo relacionarme con demasiada gente, salvo la estrictamente necesaria para llevar a cabo mis propósitos, que se reducen a comprar ciertas cosas y vender aquello que da mi huerto y no consumiré en largo tiempo, lo que haría que se echase a perder. Dispongo, eso sí, el oído a todo aquello que escucho y me parece de interés, lo que me permitirá contestar con cierta exactitud a la pregunta que me hacéis.

—Procurad no andaros con rodeos, os lo suplico —se impacientó el caballero.

—Habréis de perdonarme, pues mucho me temo que no sea algo fácil de corregir, pero trataré de evitarlo en la medida que me sea posible —se disculpó Nicodemo—. Veréis, al parecer, hay gente que asegura conocer a alguien cercano que ha visto fantasmas, tal como el de ese niño del que hablabais antes, aunque nadie afirma haber visto uno en persona, quizás para evitar que lo señalen como a un loco. De lo que más se rumorea es sobre una serie de extraños ruidos y otros fenómenos que ocurren durante la noche en las calles del pueblo. La propia guardia, que como supondréis es la encargada de patrullar, se ha negado en ocasiones a transitar ciertas zonas por ser demasiado misteriosas aun para la ley y el orden. De muertos vivientes nada se dice, aunque algunos viajeros traían noticias que hacían referencia a ellos y a las desgracias que dejaban a su paso. No sé si la gente no los escuchaban por no creer lo que decían, o por miedo a pensar que cosas así podrían ser ciertas.

—Pues son muy ciertas, yo misma los he visto dejar sus tumbas y caminar dando tumbos. Sólo pensar en ello me provoca escalofríos —dijo Lúcida, que trataba de secarse las lágrimas.

—Deberíamos partir de inmediato y poner sobre aviso a los habitantes de Media Piedra, merecen saber qué calamidad se les viene encima, sin embargo, estamos demasiado cansados; necesitamos un respiro, aunque sólo sea de una o dos horas. Sé que esos mal nacidos nos pisan los talones, pero, al menos yo, estoy agotado. Me duele reconocerlo, pero es así. Si en el trayecto, por corto que sea, sufrimos un ataque, mucho me temo que mi espada no servirá de gran cosa.

—¿De tan poco tiempo disponemos? —inquirió Nicodemo.

   Tras un visible esfuerzo, Crisanto se puso en pie.

—No hay tiempo sería la expresión más adecuada. Será mejor que partamos cuanto antes —dijo el caballero, cuyo rostro mostraba inequívocos signos de padecer un profundo cansancio.

   Unos pesados ronquidos se dejaron sentir entonces en la estancia. Alonso, con la cabeza apoyada sobre la mesa, había acabado cediendo a los encantos de Morfeo.

—Parece que vuestro amigo ha tomado su propia decisión —observó Nicodemo con timidez.

—Podríais descansar tú y él mientras nuestro anfitrión y yo hacemos guardia. Os despertaremos cuando pase un rato, a no ser que antes suceda algo —propuso Lúcida.

—¿Y dejarte a solas con un extraño? —respondió Crisanto, no demasiado convencido.

—Me quedaré a tu lado, y él se pondrá frente a mí, para que pueda verlo con facilidad. Así, si intenta algo, no tendré más que darte un pellizco para que despiertes y lo ensartes con el filo de tu espada —dijo la niña, para desagrado de Nicodemo.

—No pienso intentar nada —se apresuró a asegurar éste.

   Crisanto asintió en silencio.

—Más os vale que así sea, Panzagónica, por vuestro bien. Echad el cerrojo a la puerta y poneos frente a la niña, en el otro extremo, y no hagáis nada sin consultármelo antes, tanto tú como ella.

   Nicodemo obedeció en silencio las instrucciones del caballero, que se acomodó en el suelo con la espada empuñada con ambas manos. Lúcida se sentó a los pies de éste, a no mucha distancia de su hermano, dedicando una enigmática mirada a su compañero de guardia.

—No creo que seas malo —le dijo.

   El hombre sonrío sin demasiado entusiasmo.

—Es un consuelo saberlo —contestó.

   Y ya no hablaron más.

   Crisanto apenas tardó en dormirse, tal era su cansancio tras estar todo el día batallando y corriendo, algo muy meritorio teniendo en cuenta su edad y su bajo estado de forma. Lúcida, metida en su papel de fiel guardiana, no dejaba de posar su mirada en la puerta de la casa y las ventanas, todas cerradas a cal y canto, y en echar un ojo constante a Nicodemo, que, de cuando en cuando, avivaba el fuego del hogar. Sin embargo, pronto se sintió invadida por una intensa oleada de aburrimiento, por lo que buscó distracción en otras cosas. Finalmente, un libro de los muchos que Nicodemo guardaba en una librería llamó su atención. Lúcida, sin caer en la cuenta de que, al menos, debería pedir permiso, fue a por él, y, tras lograr su propósito, volvió a su sitio, donde se dispuso a ojearlo. "Las aventuras de Nevin Conrack, por Dogo Matapies", rezaba el título de la cubierta, que también mostraba un grabado en la que un fornido héroe con cara de no tener miedo de nada, y que esgrimía a dos manos una formidable espada flamígera, se enfrentaba a una gigantesca criatura que parecía más que dispuesta a destruirlo todo a su paso, aunque, para ello, debiera derrotar antes al fiero guerrero. 

   De pronto, algo golpeó levemente la puerta desde el exterior. Al principio, tanto la niña como Nicodemo pensaron que podía deberse a algún efecto del aire, que habría arrastrado alguna rama que acabó estrellándose contra la madera, pero, para espanto de éstos, la quietud de la noche volvió a ser rota por una nueva serie de extraños sonidos que ponían la piel de gallina; algo, lo que fuese, parecía estar frotando la puerta.

   Pero había más, tanto Lúcida como el hombre se preguntaron en silencio si, además de aquello, también oían cómo alguien entonaba en apagados susurros una extraña canción. Nicodemo, movido por una insensata e insolente curiosidad, se acercó lentamente a la puerta, tratando de ese modo de hacerse una idea más precisa de lo que podía estar pasando al otro lado.

   Lúcida, temiéndose lo peor, fue incapaz de articular palabra.

   Nicodemo pegó el oído a la madera.

   Fue entonces que ocurrió.

   Cuando Crisanto abrió los ojos, apenas comprendía qué estaba pasando. Confuso, sintió como Lúcida lo agitaba con fuerza mientras no paraba de pedir auxilio a gritos y señalaba en una dirección. Al mirar hacia el lugar indicado por la asustada chiquilla, sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Qué diablos! —exclamó.

   Alonso, que también acababa de despertar, dejó escapar un alarido de pavor.

   Un gigantesco rostro terrible había tomado forma en el lugar que ocupaba la puerta, al parecer, usando la superficie de la misma para materializarse, quizas, siendo la propia puerta la que cobraba vida adoptando un aspecto propia de pesadilla. Entre las fauces de tan singular bestia, enormes y repletas de amenazadores colmillos, yacía el pobre Nicodemo, al cual trataba de engullir de una tacada. El hombre, que había desaparecido de cintura para arriba, agitaba las piernas desesperado.

   El espantoso y desgarrador grito de Lúcida resonó en toda la estancia.

   Imagen tomada de www.puertadebaldur.com Desconozco la identidad del autor, por lo que se agradecerá cualquier seña sobre el mismo. Si éste prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

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