martes, 10 de noviembre de 2015

24. Una comida del todo inesperada.

   Convencidos de que lo primero que debía hacerse era dar un digno entierro al pobre niño fallecido, Sigfrido y Cornelio se dedicaron en cuerpo y alma a cavar un hoyo a tal efecto. Para ello se ayudaron de un par de viejos azadones que hallaron junto a un montón de leña que había apilada al lado de la casa, o mejor dicho, de lo que quedaba de ella. También encontraron un pequeño hacha con el mango desgastado por el uso del que se apropió de inmediato el anciano. "Esto podría servirme de ayuda para hacerme respetar", murmuró para sí al cogerlo.    La tarea de preparar una tumba con aquellas herramientas, más apropiadas para otros menesteres menos lúgubres, se hizo cada vez más ardua, tanto, que no tardaron en bajar el ritmo, que había comenzado siendo alto y vigoroso, hasta el punto de que Cornelio, siendo el de más edad, acabó soltando el azadón, prácticamente exhausto, y se dejó caer en el suelo, apoyando ambas manos en el firme y echando la cabeza hacia atrás, como si así pudiese respirar más aire para sus necesitados pulmones. 

—Me duele todo el cuerpo —dijo entre suspiros—. Es la edad, muchacho. Ya sabrás a qué me refiero, si es que logras llegar a mis años, claro. 

   Sigfrido aprovechó el momento para detenerse y tomar algo de aire, aunque tratando de aparentar estar aún lleno de energías, lo cual no era cierto. 

—No te ofendas, viejo, pero espero llegar a tus años y cumplir muchos más —dijo jovial. 

—Y yo espero seguir vivo para verlo con mis propios ojos, jovencito. 

   Sigfrido rió, aunque fue una de esas risas que nacen de la nada, pues no son realmente sentidas por quien las deja salir. 

   Cornelio mantuvo el semblante serio. 

—Lo más probable es que ambos muramos pronto —dijo—. Esas cosas, que parecen salidas de esas historias de terror que se les cuentan a los críos, no parece que estén jugando. Acaban con toda persona viva con la que se topan, ya sea un viejo como yo —Cornelio posó entonces su mirada en el cadáver del crío—, o un chiquillo como él.

   Sigfrido dejó de reír. 

—Oye, no puedo seguir cavando, pero tampoco quiero estar parado todo el rato mientras tú haces el trabajo duro —volvió a decir Cornelio, mientras se esforzaba por ponerse en pie—. Iré a buscar algo de comer.

—Esa es una buena idea —dijo Sigfrido, que no sabía muy bien cómo se las apañaría el viejo. 

   Tras un buen rato, Sigfrido logró cavar un hoyo lo suficientemente profundo. Acomodó en el interior del mismo al pequeño como mejor pudo y comenzó a llenarlo de tierra. Lo primero que hizo fue sepultar aquel rostro sin vida, pues su visión le partía el alma. Luego siguió por los pies, las manos, y, finalmente, el resto del cuerpo. Una vez perdió de vista el cadáver, ya más relajado, continuó echando tierra al agujero hasta que éste quedó completamente tapado. Tomó un puñado de piedras y las amontonó sobre la tumba a modo de lápida, y mirando hacia ellas, dedicó un pensamiento en honor del infeliz chiquillo, esperando que, de existir alguno de los muchos dioses que eran adorados en aquel mundo que se desmoronaba, lo acogiera en su seno. 

   El viejo se le acercó por detrás en silencio, y ambos mantuvieron durante un momento una actitud respetuosa. 

—No sé si tú olfato de joven te habrá advertido de que he cocinado algo —dijo Cornelio en actitud cómplice. 

—Ahora que lo dices, sí que huele a comida —celebró Sigfrido—. ¿Cómo te las has apañado? 

   En el interior de la casa, Cornelio tenía un fuego encendido, y sobre un par de platos puestos en el suelo, descansaban algunas tiras de carne recién asadas.

   Sigfrido apenas podía creerlo. Miró a Cornelio de veras agradecido. 

—Habría sido incapaz de hacerlo sin esta preciosidad —aclaró el viejo, que mostró orgulloso su recién adquirida hacha a Sigfrido. 

   Comieron con apetito, aunque no pudieron acompañar la comida con nada de beber, ni siquiera agua, pues, aunque había un pequeño arroyo cerca, algunos de los zombis abatidos por Alonso y Crisanto durante la refriega de la mañana anterior, en la que trataban de poner a salvo a Pezuño, la montura del caballero, habían caído en medio de la corriente, y tanto Sigfrido como Cornelio convinieron que podrían soportar la sed hasta otro momento más propicio. 

—¿Qué les pasó a tus pantalones? —preguntó de repente Cornelio, dedicando una curiosa mirada a las piernas desnudas de Sigfrido. 

—Es una larga historia —respondió éste incómodo. 

—Creo que los he encontrado. 

—¿Cómo? 

—Fue mientras preparaba la carne. Traté de buscar el origen del mal olor que hay en este sitio, un hedor nauseabundo. El rastro me condujo hasta unos pantalones arrugados llenos de mierda, para ser claros —Cornelio miró fijamente a los ojos de Sigfrido—. Los dejé ahí fuera, detrás de la casa, por eso del mal olor. ¿Son los tuyos? 

—¿Mis pantalones, dices? ¡En absoluto! ¿Ves la cota de mallas que visto? ¿Ves la espada que cuelga en la vaina de mi cinto? Soy un guerrero. Hirieron a un amigo muy querido durante una batalla. Ya no quedaban vendas de ninguna clase que aplicar, así que no dudé en quitarme los pantalones y decirle al sanador que le atendía que los usase para tapar sus heridas. Por eso no tengo pantalones. 

   Cornelio guardó un largo silencio, durante el cual, siguió sin apartar la mirada de Sigfrido, que empezaba a inquietarse. 

—Ya —dijo con sequedad. 

   El silencio amenazaba con volver a imponer su gélido dominio entre los dos hombres. Sigfrido, cada vez más nervioso, decidió dar por terminada la conversación. 

—Tomaré un poco el aire —dijo. Y salió de la casa, yendo a detenerse junto al montón de escombros que sepultaba a las brujas. 

   Algo llamó su atención, una de las extremidades que sobresalían de las piedras había desaparecido, quedando la manga del vestido vacía donde antes hubo un brazo. Extrañado, Sigfrido se dispuso a examinarla, descubriendo que aquel brazo, o lo que quedaba de él, acababa en un muñón a una altura muy cercana del hombro de la hechicera. Alguien había cortado lo que faltaba a golpe de hacha. 

—¿De dónde has sacado la carne que hemos comido? —preguntó a voz en grito, horrorizado, a punto de enloquecer de asco. 

—Estaba deliciosa, ¿verdad? —respondió Cornelio entre risas—. A mí me ha sabido a gloria. 

—¿Cómo has podido hacer algo así? No lo comprendo. Te negaste a beber agua del arroyo porque había cadáveres y sin embargo haces esto —protestó Sigfrido, que comenzaba a tener arcadas. 

—¿Qué esperabas? Soy mayor. No puedo correr detrás de un conejo. Pero, si te fijas, aquí tampoco hay conejos tras los que correr, sólo muertos. Muertos que se comen a los vivos y brujas que no pretendían nada bueno. Seguramente también querrían comerme. ¿No recuerdas los cuentos? Si ellos nos comen a nosotros, ¿por qué no nos los comemos nosotros a ellos? Eso pensé mientras buscaba la comida, y eso fue lo que hice —dijo Cornelio, que se había ido acercando a Sigfrido conforme hablaba—. Y no te quepa la menor duda de que volvería a hacerlo. 

   Entonces, el apellidado Valorquebrado no pudo evitar vaciar su estómago, esta vez, al contrario que sucediera en otras ocasiones, por el mismo lugar por el que la comida había entrado. 

   Mientras tanto, el viejo no paraba de reír maliciosamente.

   Imagen tomada de www.leblogpatrimoine.com Desconozco su autor, por lo que cualquier referencia sobre el mismo será bienvenida. Si éste prefiriese que su imagen fuese retirada en lugar de recibir una merecida reseña, no tiene más que decirlo.


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