domingo, 1 de noviembre de 2015

21. La paz del fantasma.

   Tras una angustiosa e interminable espera, Sigfrido, aún agitado y en exceso tembloroso, confiando, aunque no del todo, en que aquella hueste de muertos vivientes y su siniestro cabecilla se hallasen lo suficientemente lejos, descendió del árbol, lo cual no resultó nada fácil dado el estado de nervios en que se encontraba y sus limitadas dotes de escalador. Por más que lo intentaba, apenas alcanzaba a ver a su alrededor debido a la creciente oscuridad, pero una pequeña mano, invisible y gélida, tomó la suya y le fue guiando, con cierta premura, a través del monte. Adivinando el lugar al que era guiado, aun comprendiendo que la causa era noble y justa, una parte del joven, aquella que prefería rehuir todo tipo de problemas a cualquier precio, concluyó, tal como sucediera siempre, rebelarse. Al principio, Sigfrido se limitó tímidamente a intentar liberar su mano dando leves tirones mientras llamaba a la razón en un tono cordial, algo que no surtió el efecto esperado, por lo que acabó ayudándose de su cuerpo, echando todo el peso del mismo hacia atrás en lo que era un desesperado intento de fuga de lo más infantil. La impotencia llevó al muchacho a usar palabras cada vez más funestas e hirientes con objeto de obtener una libertad que ni siquiera estuvo cerca de lograr, pues el fantasma, firme en su decisión, ni siquiera dio muestras de pretender castigar las muchas impertinencias que por su boca soltó Sigfrido. De esa guisa, él tirando hacia un lado mientras que el espectro lo arrastraba contra su voluntad hacia el otro, llegaron a la casa sin el menor contratiempo. Una vez en su interior, estando todo sumido en la más absoluta negrura, el espíritu del niño hizo que Sigfrido, aun a ciegas, agarrase el cuerpo sin vida que ocupara en el pasado reciente y lo sacase a rastras al exterior, donde la luz de la luna y las estrellas hacían que la noche no fuese tan cerrada, tan lúgubre. El cuerpo quedó tumbado hacia arriba, con los ojos desmesuradamente abiertos, terriblemente inexpresivos. 

   Sigfrido trató de no mirar.

—¡No debiste hacerme cargar contra la maldita puerta! Sé que eras tú quien, de algún modo, me obligaste —protestó—. Yo no debería estar aquí.

   Un nuevo tirón lo obligó a moverse hacia el lugar donde yacía el zombi que estuviera a punto de morderle hacía algunas horas, el mismo al que Lúcida clavara la estaca de madera que con tan poca gracia él mismo había tallado, salvándole así de una muerte segura, y que a punto estuvo de usar aquella mañana para traspasar el corazón del cuerpo sin vida del niño, justo cuando Crisanto irrumpía en la casa, impidiendo así lo que a ojos del caballero era una obscena aberración. En aquel momento, Sigfrido estuvo dispuesto ha hacer lo que le pedía el espíritu, sin embargo, ahora, agobiado por la terrible visión de aquel ejército de no muertos, su mayor preocupación era escapar de inmediato. Que aquel niño acabase convertido en una especie de demonio no le parecía que pudiera suponer un cambio significativo en los acontecimientos que en adelante pudieran darse, teniendo en cuenta los terribles hechos de los que había sido testigo hasta el momento. A su modo de ver, todo se reducía a intentar salvar el pellejo de la mejor manera posible, algo que aquel ser etéreo no parecía dispuesto a considerar lo más mínimo, pues su interés por evitar su transformación en un monstruo era justamente contrario al de Sigfrido. El espectro, manteniendo un frío e inquietante silencio, hizo que tomara el trozo de madera. Sigfrido, cansado de tanto forcejear, ya apenas sin ánimo, no opuso resistencia. Luego, fue llevado al lugar donde había dejado el pequeño cadáver, sobre el que se sentó a horcajadas. Entonces, se dejó alzar las manos, que sostenían la estaca con relativa firmeza, y justo cuando sintió que era obligado a bajar los brazos sobre el pecho del niño, quizás impulsado por la necesidad de mostrar los dientes una última vez al menos, decidió volver a luchar sin tener en cuenta las horribles consecuencias que aquello podría acarrear.

   Al principio, quizás debido al efecto sorpresa, parecía que ganaba terreno en la pugna, pero la fuerza de aquella presencia invisible era atroz, por lo que pronto se vio, al igual que sucediera antes, limitándose a retrasar lo inevitable, pues le quedaba claro que no sería su voluntad la que acabaría imponiéndose en tan peculiar enfrentamiento.

   De súbito, a Sigfrido se le ocurrió una treta que bien podría resultar. Cuando la punta de la estaca ya descendía en dirección al cadáver, estando todavía sus brazos en alto, simuló perder todas sus fuerzas aun para mantener el sentido. De ese modo, quedó con todo el cuerpo colgando prácticamente de sus extremidades, que eran sostenidas por el espectro, que mantenía ambas manos en torno a la estaca. Tras esto, la presión del fantasma, aunque seguía siendo firme, descendió considerablemente, lo que aprovechó Sigfrido para revolverse del mismo modo que lo haría un felino que es abrazado más tiempo del que considera oportuno. Se vio libre por un instante, momento que aprovechó para salir a gatas tan rápido como pudo. Sin embargo, sus esperanzas no lograron dilatarse mucho en el tiempo, pues fue sujetado por los tobillos primero y arrastrado después mientras lamentaba su suerte con sonoras quejas y patéticos lloros.

   Finalmente, Sigfrido acabó, nuevamente, junto al cuerpo del crío, empuñando aquella estaca con la que habría de perforar su pequeño e inerte corazón. Cuando ya todo parecía dispuesto para dar el último paso, la presencia invisible pareció esfumarse repentinamente, dejando libre al muchacho, que, incrédulo, pensó que debía tratarse de una cruel burla por parte de ésta, por lo que no se dejó llevar por ningún impulso promovido por la propia alegría de verse otra vez dueño de sí mismo. Tras un prudencial tiempo de espera en el que nada pasó, concluyó que, en efecto, algo debió suceder que hizo que el fantasma se esfumase, algo del todo inesperado. 

   "Quizás, se lo ha pensado mejor", se dijo Sigfrido. "Después de todo, le dejé bien claro que no quería hacerlo".

   Tras recobrar el aliento, tuvo la firme intención de alejarse de aquel lugar, aunque, desorientado, no sabía muy bien en qué dirección habría de dirigir sus pasos. Fue entonces que su vista se detuvo en el rostro de aquel niño sin vida, no pudiendo evitar sentir lástima por él. La muerte le había sobrevenido demasiado pronto, siéndole cruelmente otorgada por sus propios padres y hermanos, a quienes hubo cuidado hasta el último momento.

   "Pobre niño", pensó. "Debió ser un momento terrible para ti, ver como aquellos a quienes amabas se echaban sobre ti anhelando hacerte daño".

   Sigfrido se acercó al cuerpo, al que tomó entre sus brazos y estrechó contra su pecho en un enternecedor gesto. Entonces, con la mirada fija en la noche, comenzó a mecerlo, al igual que hiciera su madre con él cuando, siendo pequeño, rompía a llorar, cosa que sucedía a menudo.

—Ya, mi niño, ya todo acabó. No habrá más dolor, no habrá más llanto —dijo entre susurros. Y, con lágrimas asomando a sus ojos, con la voz a punto de quebrársele, comenzó a entonar una vieja canción de cuna, la cual no pudo acabar debido a la pena que lo embargaba.

   "¿Por quién lloras, Sigfrido? ¿Quién te llorará a ti cuando seas tú quien duerma para siempre?".

   Acarició el frío rostro del crío, descubriendo con horror que los ojos de éste, además de seguir muy abiertos, lo miraban con una maldad tan absoluta e incuestionable que a punto estuvo de darle un vuelco el corazón.

   "Si no me clavas la estaca en el corazón antes de medianoche también yo me convertiré en un monstruo", resonó la voz del chiquillo en su cabeza. 

   Sigfrido detuvo todo movimiento de inmediato. Sabía que esa táctica no serviría de nada, pero resultaba inútil seguir con aquel balanceo que estaba destinado a acunar a un chiquillo y no a un demonio que parecía a punto de saltar sobre él, si es que era cierto lo que le había dicho aquel fantasma. Dado que el asunto no exigía demasiada reflexión, arrojó tan lejos como pudo lo que entre brazos con tanto mimo había tomado, y se giró sobre sus talones con intención de emprender una desesperada huida aun en las tinieblas. Sin embargo, no había dado el primer paso, cuando unas férreas manos lo agarraron por los tobillos y le hicieron caer con estrépito. Sus gritos de terror obtuvieron como única respuesta una especie de grotescos gruñidos que parecían imposibles en la garganta de un chiquillo.

   Sigfrido trató de revolverse, pero aquel ser, dando muestras de una velocidad fuera de lo común, se le había echado ya encima. Como pudo, lo retuvo con manos y pies a una inquietante distancia de su garganta, pues era ahí donde aquella bestia en la que se había convertido el pequeño parecía decidido a clavar los afilados colmillos que asomaban de sus fauces. La ferocidad y fuerza de su rival eran tales que Sigfrido no supo cuánto más podría aguantar. En el lance, quizás a causa de una milagrosa casualidad, descubrió que junto a él, en el suelo, yacía la puñetera estaca. Sólo tendría que alargar el brazo derecho y sería suya, pero no se aventuraba a prescindir de él un sólo instante, pues sospechaba que aquel diablo aprovecharía cualquier ángulo para acercarse más aún a su objetivo, que, desgraciadamente, era él. En un rápido movimiento, luego de mantener la pugna durante unos segundos, el angustiado joven decidió arriesgarse y trató de tomar el afilado trozo de madera. Como había supuesto, el pequeño monstruo, con los ojos inyectados en sangre, se las ingenió para ganar unos valiosos centímetros por el espacio que había quedado libre. Sin embargo, lejos de mantener su decisión de arrojarse sobre el cuello, quizás por no ver aún cercana la posibilidad, mordió con fuerza el pecho de Sigfrido. Éste lanzó un desgarrador grito de terror al tiempo que trataba de retirar la cabeza de su monstruoso depredador tirando con fuerza hacia atrás del cuero cabelludo con la mano que le quedaba libre, pero no logró su propósito. Decidido a ser una presa complicada antes de dejarse matar, concluyó cambiar de táctica. Ahora, en lugar de tratar de apartar la cabeza de sí, cosa que resultaba imposible, hizo presión sobre ella, afirmándola como pudo contra su torso, lo cual resultó ser muy desagradable debido a la fuerte e intensa mordida a la que aquella especie de vampiro lo sometía. Cuando creyó que todo estaba dispuesto, transformó sus gritos de miedo en un torrente de voz furibunda y descargó repetidas veces la mano que empuñaba la estaca sobre la espalda del monstruo, que no tardó en perder su tremenda vitalidad en cuanto su corazón fue alcanzado.

   Cuando todo parecía haber acabado, Sigfrido, en un nervioso y apresurado gesto, apartó con las manos el cuerpo del niño, que volvía a estar sin vida. Acto seguido, se llevó las manos a la zona afectada por el salvaje mordisco, descubriendo con alivio que la cota de mallas le había protegido de todo mal, a pesar de haber sentido cómo le era desgarraba la piel. Entonces, desvió su atención hacia el cuerpo de su atacante, cuya faz, extraordinariamente hermosa, mostraba una paz y una armonía infinitas, como si al fin hubiese hallado su merecido descanso. 

   Se sentía extrañamente abatido por haber dado muerte a aquel crío, a pesar de su condición de monstruo abominable. ¿Qué otra cosa podría haber hecho, salvo dejarse matar? "Quizás, si no me hubiese resistido estúpidamente, habría clavado la estaca a tiempo de impedir la horrible transformacion del pobre chiquillo", pensó.

   Alrededor suya, hasta donde alcanzaba la vista en la negrura de la noche, que no era mucho, todo estaba sembrado de los no muertos abatidos durante la desesperada lucha de la mañana. "¿Dónde estarán los otros?", se preguntó.

   Aún temblaba cuando, sobre él, oyó la maléfica risotada de una anciana a la que pareciera que acababan de contar algún chisme malintencionado. Miró hacia arriba, y lo que vio, en otras circunstancias, le habría hecho, sin ninguna duda, frotarse los ojos.

   Imagen tomada de www.es.creepypasta.wikia.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder dedicarle una más que merecida reseña o retirarla de la publicación si así lo pidiese.


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