sábado, 21 de noviembre de 2015

26. La búsqueda de Crisanto.

   Para cuando Crisanto fue consciente de la ausencia de Sigfrido era ya demasiado tarde. Aun así, el caballero, sopesando la posibilidad de que aquello se debiera a un mero retraso, decidió hacer un alto. Al ver que pasaban los minutos y que el joven no aparecía, pensó en ir él mismo en su busca. De buena gana se marcharía, abandonándolo a su suerte, pero sus votos lo obligaban a hacer lo mínimamente posible, y retroceder unos metros parecía una posibilidad muy a su alcance como para convencerse a sí mismo que hacía lo correcto si se marchaba sin más cuando sabía que no era así. 

   "Sólo lo justo para evitar remordimientos", se prometió a sí mismo.

—Oídme —dijo—. Voy a volver sobre nuestros pasos. Ese idiota se ha debido quedar atrás por algún estúpido motivo y no puedo abandonarlo sin intentar averiguar qué le ha pasado. Quisiera dejar claro que, en este caso, doy mayor importancia a intentar el rescate de esa escoria que lograrlo, si es que me explico.

   Alonso dio un paso hacia delante al tiempo que balbuceó algo.

—Iremos contigo —dijo Lúcida, que parecía traducir lo que su hermano pretendía decir.

—No. Vosotros debéis seguir, aun sin mí. Dirigíos al norte, sin desviaros. Llegaréis a un camino. Tomadlo hacia la derecha. Os llevará hasta un pueblo llamado Mediapiedra. Deberíais llegar allí poco antes del anochecer, si no me falla la memoria.

   Alonso protestó.

—No. Debo ir solo —cortó tajante Crisanto, que, esta vez, no necesitó de la traducción de Lúcida para saber qué trataba de decir el fornido hermano de ésta —Tu deber está para con ella, defendiéndola de todo mal.

—Pero queremos ir contigo —insistió Lucida.

   Alonso se agachó hasta quedar a la altura de la niña, a la que miró a los ojos.

—Lo que voy ha hacer es peligroso. No es seguro que vuelva, lo admito, lo cual, tratándose de quién es, incluso me enfurece. Pero necesito que hagáis lo que os he dicho, pues esos malditos cadáveres andantes, puede que por azar, se acercan al pueblo que antes os he mencionado. Quizás tengan sus propios problemas, pues estas calamidades se suceden por todas partes, aunque no como aquí. Al menos eso me dijeron mis superiores antes de partir, cuando me encomendaron la misión de informar de cuanto aquí sucedía, algo que, visto lo visto, no servirá de mucho —Crisanto aguardó un instante antes de proseguir—. Debéis llegar allí y advertirles del peligro. Que cierren las puertas de la empalizada, y que todo hombre capaz de luchar se disponga a ello con sus armas, las que tenga. No olvidéis mencionar que se les mata dándole en la cabeza. Y que envíen a su mejor jinete para que avise al rey, aunque de poco servirá, ya que no hace más que esconderse bajo las faldas de su mujer, tan frecuentadas a sus espaldas en la corte.

   Alonso se acercó a Crisanto y lo estrechó entre sus brazos. Éste, a su vez, no supo cómo reaccionar. Finalmente, acabó devolviéndole el gesto tímidamente.

—Eso es como decir que no volverás. Dijiste que nos alcanzarías antes de llegar a Mediapiedra —dijo Lúcida. 

—Y así espero que sea, niña —dijo el caballero—. Pero nadie puede dar por seguro qué sucederá tras el siguiente paso. Sólo el pasado es invariable. Aunque no espero que lo comprendas.

   Crisanto se apartó de Alonso, al que dio un leve empujón.

—Marchaos de una vez —casi suplicó.

   Tras un silencioso intercambio de miradas, Alonso y Lúcida se alejaron del lugar en la dirección que les indicó el caballero, que, a su vez, los contempló hasta perderlos de vista. Una vez en soledad, Crisanto desenvainó su espada y apoyó la punta en el suelo al tiempo que se arrodillaba con gesto solemne. Luego, sujetó la cruceta con ambas manos e inclinó la cabeza hacia delante en señal de respeto y sumisión a los dioses, a quienes pidió auxilio, además de encomendarles su alma. Una vez acabó la oración, se puso en pie y corrió decidido en la dirección opuesta a la que, hasta ese momento, había estado yendo. "¿Dónde diablos se habrá metido ese mentecato?", pensó mientras se movía por la espesura. "Si doy con él pienso sacarle las ideas a mamporro limpio. Se acordará del día de hoy. Vaya si se acordará, el muy desgraciado".

   No tardó en toparse con uno de aquellos malditos muertos vivientes, contra el que se lanzó de inmediato. "Voy a mandarte al maldito infierno del que has salido, porquería asquerosa", se dijo a sí mismo mientras cargaba contra el solitario enemigo, más para insuflarse ánimos que por bravuconería. La embestida fue brutal, saldándose con un salvaje golpe de mandoble que cercenó la cabeza del zombi, el cual fue rematado cuando la espada atravesó el cráneo, que yacía en el suelo, aún animado. Conforme más avanzaba, más frecuente se volvían este tipo de encuentros, acabando siempre del mismo modo. Sin embargo, la cantidad de enemigos aumentaba progresivamente, con lo que, aunque siempre se las ingeniaba para salir airoso de los enfrentamientos, sus problemas se iban acrecentando. De hecho, llegó a recibir alguna que otra herida. 

   Cuando acabó con el último zombi de un grupo de cuatro, tuvo que detenerse a tomar aire. Ya no era aquel joven impetuoso al que le sobraban las energías. Para colmo, aquella prominente tripa suya le pesaba más a cada día que pasaba, al igual que sus cortas piernas, incapaces de brindarle una zancada digna de mención. "Y los años, Crisanto, que no perdonan. Sí, los años hacen que la espada pese más", pensó.

   De súbito, una multitud de muertos emergió de entre los árboles que se erguían frente a él. 

   El día comenzaba a declinar, lo cual le hizo entender que había perdido la noción del tiempo a causa de los muchos combates que había librado.

   "Me he excedido en mis obligaciones. Esa rata asquerosa no merece que desperdicie tantas fuerzas en él", se lamentó Crisanto, que, agotado, volvió a empuñar el arma.

—¡Venid! —gritó desafiante—. ¡Venid de una vez, desgraciados!

   Entonces, una figura encapuchada, toda ella vestida de negro, y que portaba una enorme y extraña espada, se abrió paso entre los zombis, que, en lugar de abalanzarse sobre el caballero, aguardaban inmóviles, como esperando una orden que se hacía de rogar. Aquel ser, tras contemplar en silencio a Crisanto, lo señaló con la espada. Luego, habló con voz sibilante, empleando una lengua que ningún hombre había oído jamás. Al fin, los muertos comenzaron a caminar, y Crisanto, por primera vez en su vida, quedó paralizado por el miedo. 

   En ese preciso momento, no muy lejos de allí, Sigfrido era conducido a la fuerza hacia la casa de donde huyera esa misma mañana junto a los otros por la acción de una poderosa fuerza invisible; el espectro del niño. 

   "Debes impedir que me transforme en un monstruo".

   Imagen tomada de www.quieroimagenes.com Desconozco al autor de la misma, por lo que agradecería cualquier referencia sobre éste para así darlo a conocer. Si, por el contrario, el creador prefiriese la retirada de su obra de esta publicación, no tiene más que hacérmelo saber.


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