lunes, 14 de septiembre de 2015

5. Extraños rumores.

   Durante el desayuno, donde por cierto no faltó de nada, Sigfrido recibió ciertas preguntas comprometedoras que, por supuesto, debieron ser respondidas del modo más adecuado a ojos del interpelado, lo cual implicaba no ser demasiado fiel a la realidad. Los problemas podrían haber empezado con la pregunta "¿cómo es que perdisteis vuestra espada?", pero, tras un momento de silencio, Sigfrido logró esbozar una historia más o menos coherente en la que se enfrentaba a una banda de, ni más ni menos, siete forajidos, a cual más cruel y sádico. Mientras se adornaba con los detalles, no podía dejar de pensar en sí mismo mientras huía del campo de batalla como el cobarde que era, algo que, por supuesto, se cuidaría de mantener en el más extricto secreto. "Tras un combate tan horriblemente complicado, mi espada acabó quebrándose en el mismo momento en que era hundida en las entrañas del último de los enemigos", terminó contando entusiasmado. Y así, de esa forma, no sólo aclaró la ausencia del arma, sino que todos comprendieron la causa por la que las ropas que vestía presentaban un aspecto tan lamentable. Entonces, la mujer del posadero se ofreció para lavar su indumentaria con tal insistencia que a Sigfrido no le quedó otra que subir a su habitación y vestirse con algunas prendas que le prestó el marido de ésta. "A mí ya no me entra, pero a vos os vendrá como anillo al dedo", le dijo complaciente.   A lo largo de la mañana, algunos de los viajeros que frecuentaban el camino que pasaba junto a la posada se detenían en la misma a calmar la sed y pedir cuidados para sus animales, de lo cual se encargaba un alto y fornido muchacho de cortas luces hasta alcanzar la propia oscuridad, también hijo de los posaderos. Algunos de aquellos viajeros, la mayoría mercaderes, hablaban de muchas cosas que a Sigfrido bien poco decían, otros comentaban sobre la guerra que asolaba aquellas tierras y de la que Sigfrido, como desertor, algo sabía, pero todos coincidían en un extraño y oscuro rumor bastante difícil de creer.

   Los días fueron sucediéndose. Sigfrido, bastante cómodo en su posición de respetable protector de la posada y la familia que la regentaba a cambio de hospedaje no tenía intención de marcharse. Allí era visto como alguien importante; un héroe, sobre todo por el hijo del posadero, que apenas sí podía pronunciar alguna palabra que pudiera entenderse con claridad, sólo balbuceos. Sigfrido solía pasar bastante tiempo con él, inventando historias inverosímiles donde siempre salía victorioso y que hacían las delicias del pobre muchacho. Sí, allí era feliz a cambio de prácticamente nada.

   Sin embargo, algo enturbiaba aquel sentimiento maravilloso. De repente, todos aquellos viajeros habían dejado de hablar de cualquier asunto que no tratase sobre muertos que volvían a la vida y que caminaban en busca de vivos a los que devorar. "Hay quien dice que se trata de una venganza de los dioses. Alguien debió colmar su paciencia con algún acto miserable y ruin", dijo un viejo mercader de generosa panza y piernas tan cortas como las patas de un taburete mal fabricado al tiempo que degustaba una cerveza con más prisa que calma. "No sé qué habrá de cierto en toda esta historia, pero no pienso quedarme para averiguarlo. Primero esta guerra, ahora muertos que caminan. Será mi ruina si me quedo, y puede que incluso mi muerte, si esos monstruos existen. ¿A quién piensas que tratarían de morder antes esos monstruos: a un viejo gordo como yo cuya zancada apenas compite con el paso de una hormiga, o a una vieja mendiga desnutrida a la que sólo pueden arrancarle la piel y quizás algunas gotas de sangre? No, no pienso correr ese riesgo. En absoluto", volvió a decir. Y cuando acabó la cerveza, el viejo mercader se marchó para siempre. Nadie volvería a verlo con vida, al menos nadie de los allí presentes.

   Sigfrido no tomó aquellas palabras demasiado en serio, aunque tampoco las olvidó. Estaba deseando que llegara la hora del almuerzo. Aquel día habría berzas, y aunque le provocaban unos gases terribles, no tendría piedad con ellas.

   Alguien pasó rápidamente a su lado, la niña, que salía fuera a jugar.

   Imagen extraída de www.latabernadeltormenta.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.




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